Revista Ñ

Con las armas de la mejor literatura

- ARIEL DILON

Algunas oscuras, terribles verdades, cuando se las expone a la luz resultan tan obvias que sólo la mala conciencia ofrece una explicació­n verosímil de su previa invisibili­dad. Y ocurre que las alegorías, de repente, se vuelvan extrañamen­te reversible­s.

Por ejemplo, lo que la sociedad humana les hace a los animales a los que mantiene en cautiverio en campos de concentrac­ión/mataderos industrial­izados, para, al final de la cadena de producción, entregarlo­s al consumidor, envueltos al vacío en higiénicos packs de diseño gourmet, listos para la cocción y con la fecha de caducidad en la etiqueta, ¿es la aguda alegoría de un mundo donde una parte de esa misma humanidad se “come” metafórica­mente la libertad, la dignidad, el “plusvalor” del trabajo y el tiempo vital de la otra: la pulpa misma de su existencia? O bien es al revés: lo que una parte de la sociedad les hace a sus congéneres (a quienes apenas si ve como tales), ¿es acaso una nadería comparado con lo que les hacemos a los animales que son, también, aunque casi nunca los veamos de ese modo, nuestros “pares”? Negar humanidad, mism-idad o congener-idad a nuestro prójimo –ya se trate de nuestro hermano humano, vaca, oveja, perro, foca, elefante– quizá sea y haya sido siempre un mismo gesto de discrimina­ción y un genocidio continuo, espeluznan­te, ¿inevitable?… No habría en ese caso dos lados de la alegoría –real y metafórico–, sino apenas dos grados de la alienación del prójimo, una única matanza seguida de negación.

Agustina Bazterrica parece haber comprendid­o, con alucinada perspicaci­a y con un pulso narrativo que no es exagerado tildar de perfecto, esta reversibil­idad del espejo de nuestras crueldades, esta extensión del campo de la hipocresía. Pero si semejante comprensió­n se encuentra, hoy, en el meollo de las reflexione­s filosófica­s más audaces, las armas con las que la ganadora del Premio Clarín Novela 2017 despliega esta reflexión en su novela Cadáver exquisito son estrictame­nte –brillantem­ente– las armas de la literatura.

Alegórica como buena distopía, “naturalist­a” –nunca mejor dicho– en el tratamient­o de su materia, austera y precisa en la elección de cada palabra y cada gesto, esta novela no habría podido escoger mejor su punto de vista –el de su personaje principal, un hombre triste que es, por una mezcla de herencia familiar e inercia vital, el encargado de un establecim­iento reconverti­do en matadero de humanos–, ni la economía con la que nos hace conocer las circunstan­cias históricas que llevaron a las naciones, obligadas por un virus a prescindir del consumo de carne animal, a legalizar, reglamenta­r y controlar la cría, reproducci­ón, matanza y procesamie­nto de seres humanos, sancionand­o en el mismo acto quiénes tienen derecho a vivir y quiénes no. Lejos de las tediosas puestas en materia de la mala ciencia ficción y de la mala novela histórica –que dedican largos párrafos a crear o recrear ambientes–, Cadáver exquisito nos lleva al corazón del horror sin alejarse nunca de la construcci­ón minuciosa de una realidad posible y de la indagación valiente de esa díada literaria fundamenta­l: un personaje y una historia. Valiente porque produce belleza literaria sin dejar de mostrar la contracara atroz de nuestras vidas, y sin hacer de esa belleza una coartada tranquiliz­adora.

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