El alma oscura de la política española
El excepcional periodista John Carlin, residente en Barcelona por largo tiempo, lanza su reproche a los dos nacionalismos en pugna en la independencia catalana.
e levanto aquí en Londres antes del amanecer, leo lo último sobre los acontecimientos en Catalunya y pienso qué feo que es todo esto. Qué feo y qué doloroso y qué decepcionante.
Esperaba más de España, el país donde nació mi madre, donde he vivido quince de los últimos diecinueve años, donde me he propuesto vivir –en Catalunya, sea independiente o no– la mayor parte del resto de los días que me quedan. La gente es más simpática, noble y generosa que en cualquiera de los otros siete países en los que he vivido. Comparado con los más de 70 países que he visitado, es un buen lugar para ser un inmigrante; es un buen país para ser homosexual, para ser mujer, para ser un niño o un anciano. Hay tanto en España que es admirable, envidiable, moderno y ejemplar.
Es por todo esto que me decepciona y me deprime tanto constatar lo primitiva que sigue siendo la joven democracia española, en particular lo desquiciada que se vuelve cuando entra en juego el tema de la soberanía territorial. Tanto yo como mis muchos amigos extranjeros que conocen bien España y la aman, hemos descubierto en las últimas semanas del drama catalán algo oscuro en el alma política de este país que hubiéramos preferido no ver.
Esto no es tomar una posición a favor de la independencia. Creo que sin excepción, todos mis amigos nacidos fuera comparten mi rechazo al independentismo. No me gusta el antagonismo que define la esencia del sentimiento nacionalista, siempre y en todos los lugares; sospecho que el precio económico de abandonar España sería catastrófico para Catalunya, en cuyo suelo, por cierto, tengo todos mis ahorros.
Catastrófica también la decisión del ex presidente del Govern Carles Puigdemont, hoy en Bélgica, y los demás políticos independentistas de optar no por convocar elecciones la semana pasada, sino por declarar la independencia unilateral. ¡Y hacerlo sobre la base de la supuesta legitimidad de un referéndum que nunca fue un referéndum! Aquello del 1 de octubre fue una protesta masiva con más teatro que sustancia electoral. No sólo el presidente Trump vive en un mundo de realidades alternativas.
Pero no fue esto lo que me abrumó esta mañana al despertarme. Lo que me abrumó fue la claridad con la que vi la mezcla de ira, odio o revanchismo o quién sabe qué complejos que motivan las acciones políticas de aquellos señores y señoras del establishment político español, pero especialmente los del Partido Popular con las ganas locas que han tenido de imponer su autoridad sobre Catalunya. Lo vi y lo entendí cuando me vino a la mente el momento más revelador y siniestro de los días locos en los que vivimos: la rabiosa ovación que Mariano Rajoy recibió de sus correligionarios en el Senado tras su discurso el viernes en el que se exculpó de toda responsabilidad por el actual desmadre (otra realidad alternativa), insistió en que el que pecó fue Puigdemont “y sólo Puigdemont” y exigió la imposición del artículo 155. Sí, Puigdemont se lo acabó poniendo en bandeja, pero es muy difícil evitar la conclusión de que para Rajoy y compañía invadir y ocupar Catalunya políticamente siempre fue el primer recurso, no el último. Que aprobar el artículo 155, la oscuridad hecha ley, fue motivo no de lamentación sino de festejo.