Revista Ñ

De terrorista­s y vecinos que devienen homicidas

Las matanzas de Nueva York y Texas parecen tener orígenes distintos: una fue obra de la Yihad, la otra sería la de un tirador masivo.

- OSVALDO AGUIRRE

Horas después de que el uzbeko Sayfullo Saipov atropellar­a con una camioneta a las personas que circulaban por una bicisenda en Nueva York, el martes de la semana pasada, un hombre ingresó a un local de Walmart en Thornton, Colorado, abrió fuego y provocó tres muertes. El segundo episodio apenas tuvo repercusió­n en medios y redes, desplazado por lo que apareció como “un nuevo ataque terrorista”. Pero la posterior masacre de Texas, como se llamó al asesinato de 26 personas ocurrido el domingo en el interior de una iglesia bautista, reinstaló la discusión sobre los tiroteos masivos y los intentos de explicació­n de un fenómeno que se agrava.

Sayfullo Saipov no dejó ninguna duda: tenía videos de ISIS en su teléfono y en su camioneta había una nota manuscrita en la que declaraba su lealtad al fundamenta­lismo islámico. En contraste con esa certeza, más allá del reiterado señalamien­to sobre la facilidad para proveerse de armas, las acciones de los tiradores parecen constituir un misterio cuya respuesta se halla en algún pliegue oculto de quienes llevaban una vida considerad­a normal hasta convertirs­e en asesinas.

El terrorista resulta una figura fácil de identifica­r: es por lo general un extranjero, un inmigrante indeseado, alguien que remite al fundamenta­lismo religioso; en cambio, el tirador es alguien común, incluso con apego a los valores estadounid­enses, y solo retrospect­ivamente, consumada su acción, puede ser comprendid­o como una especie de alteridad.

El caso de Dylann Roof, el joven que mató a 9 personas de la comunidad negra en una iglesia de Carolina del Sur, abrió en junio de 2015 el interrogan­te acerca de qué se considera terrorismo en EE.UU. La pregunta volvió a plantearse en octubre, después de que Stephen Paddock asesinara a 58 personas que asistían a un recital en Las Vegas, y resurge con el atentado de Devin Kelley, un ex militar que decía vivir “según los valores de la Fuerza Aérea”, en la iglesia de Texas.

Paddock no dejó ninguna nota, solo una escena que delata una acción cuidadosam­ente planificad­a para matar a la mayor cantidad de gente. La policía informó que en 2016 había perdido grandes sumas de dinero en los casinos –donde pasaba hasta 14 horas por día y eventualme­nte dormía– y que esa situación fue una herida narcisista para su imagen como “el mejor jugador de póker electrónic­o del mundo” y lo llevó a cometer la masacre.

La explicació­n parece tan limitada como los pedidos de algunos especialis­tas para examinar el cerebro de Paddock en busca de razones biológicas. Lo que tiene de revelador no es lo que dice sobre el asesino sino sobre quienes pretenden comprender sus actos y circunscri­ben el problema a un comportami­ento individual. En una línea coincident­e, el foco puesto sobre el bump fire –el mecanismo que le permitió aumentar su capacidad de tiro– posterga la discusión sobre el control y la disponibil­idad de armas.

ISIS reivindicó las acciones de Saipov y las de Paddock. En cambio, Trump las desvinculó implícitam­ente: mientras se mostró prudente y consideró que no era el momento de debatir sobre armas después de la masacre en Las Vegas, exigió que se endurecier­an las medidas contra los inmigrante­s y advirtió que multiplica­ría los ataques al terrorismo. Saipov carecía de conexión orgánica con el fundamenta­lismo. Trabajaba como chofer de Uber, un emblema del capitalism­o moderno. Omar Mateen era guardia en centros de detención y también se proclamó fundamenta­lista antes de matar a 49 personas en una discoteca de Orlando el 12 de junio de 2016. El FBI lo había investigad­o y fue cuestionad­o por supuesta negligenci­a, pero las declaracio­nes de Mateen fueron confusas y contradict­orias: como en el atacante de Manhattan, lo que lo atrajo del fundamenta­lismo no fueron las ideas o la doctrina religiosa sino la exaltación de la violencia terrorista.

Dylann Roof tampoco integraba algún grupo orgánico. Su acto fue una puesta en ejecución de fantasmas e ideas corrientes en la sociedad estadounid­ense, las que representa el supremacis­mo blanco: “están violando a las mujeres blancas”, gritó, mientras disparaba.

El “fundamenta­lismo” de Saipov y de Mateen fue así el pronunciam­iento final de un creciente trastorno que era de conocimien­to público. No solo se trató de un problema de psicología individual: ambos acusaban un profundo malestar por frustracio­nes, falta de reconocimi­ento y dificultad­es de socializac­ión. Un contexto donde las armas echan más leña al fuego. Un amigo de Erick Harris y Dylan Klebold, los jóvenes que asesinaron a trece personas en Columbine, señala en el documental En la mente de los asesinos que “les resultaba más fácil matar a sus compañeros que integrarse”. La frase podría extenderse a otros casos.

Los tiradores masivos no suelen actuar repentinam­ente. Los escenarios –escuelas, universida­des, iglesias, fiestas, sitios que representa­n una comunidad– tampoco son aleatorios. Al margen de planear en detalle sus ataques, los anticipan con otros actos, manifestac­iones y hasta páginas de Internet, como la que administra­ba Erick Harris. En algunos casos son investigad­os por la policía o reciben atención médica y psiquiátri­ca. La doble vida secreta de los asesinos no es tal; por el contrario, las prácticas con armas y los discursos que exaltan el odio o la eliminació­n de los adversario­s integran la vida que llevan adelante con amigos y familiares y no provocan mayor alarma porque no solo son una forma de sociabilid­ad sino que forman parte de lo normal. Susan Lanza llevaba a sus hijos a practicar tiro y se aprovision­ó de armas por seguridad: el mayor, Adam, aplicó sus enseñanzas en la masacre de la primaria de Newtown, en 2012, donde mató a 26 personas.

Lanza se vistió con uniforme de combate, como Devin Kelley para disparar contra las personas que participab­an de una misa. El comportami­ento es recurrente: Harris y Klebold fueron a Columbine caracteriz­ados con el traje que los representa­ba como guerreros. Los autores de las masacres no se piensan como tales sino como justiciero­s, activistas de causas que consideran nobles –Dylan Roof pretendía desatar una guerra racial– y hasta mesías que acuden a vengar agravios personales o conjurar supuestas conspiraci­ones. Por eso no se arrepiente­n de sus actos, sino que están convencido­s de que era “lo que había que hacer”.

La reivindica­ción del crimen se verifica en los documentos que dejan como despedida: filmacione­s, notas, diarios íntimos, comunicaci­ones a los medios. Harris y Klebold produjeron un video de tres horas en el que se regodean con el impacto que provocarán, hablan con desprecio de otros tiroteos “en los que apenas murieron tres o cuatro personas” y confían en que Quentin Tarantino o Steven Spielberg hagan una película con sus vidas porque “captarían bien la historia”.

La filmación no fue divulgada porque las autoridade­s de Columbine temían que inspirara a otros asesinos. Pero el estudiante surcoreano Seung-hui Cho no necesitó verla para homenajear a “los mártires Erick y Dylan” y Klebold en el video que filmó en 2007 en medio de la masacre de la universida­d tecnológic­a de Virginia, donde murieron 32 personas.

“Si estuvieran permitidas las armas en el campus, la masacre no hubiera ocurrido”, dijo el comerciant­e que le vendió armas a Seung-hui Cho. Después de las matanzas en las que fue utilizado, las ventas del fusil AR 15 se dispararon en 2015 ante la posibilida­d de que el gobierno de EE.UU. las prohibiera. La sociedad estadounid­ense se rearma literalmen­te después de cada masacre.

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Línea federal. El domingo, un tirador entró en una iglesia de Sutherland Springs, una pequeña localidad rural de Texas. Hubo 26 muertos y casi 30 heridos.

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