Las pasiones críticas a raya
Un riguroso recorrido por las posiciones de intelectuales como Viñas, Ludmer, Sarlo y Masotta.
Aunque pueda parecer un oxímoron, la teoría literaria, en su inflexión argentina, fue una pasión para toda una generación de jóvenes críticos y escritores de los años 60 y 70. Por supuesto, esta afirmación, tratándose de “la teoría”, no puede verificarse ni refutarse empíricamente: mezcladas con las vanguardias estéticas y políticas, con la ficción y la crítica, las “pasiones teóricas” existen porque un joven docente e investigador universitario, Diego Peller, las nombró y, en el acto de nombrarlas recortó en el lenguaje un nuevo objeto, muy preciso, que no estaba dado de antemano. En otras palabras, y como suele decirse, Peller “hizo teoría”, con la distancia y en la distancia que lo separa de los años dorados en que la disciplina, alojada hoy en los claustros universitarios, era un territorio de emancipación y de violentas fracturas que no cabían en los sistemas de la cultura ni se correspondían con las batallas de ideas.
Pasiones teóricas no es ni un libro de historia literaria –aunque participa sin pertenecer de la curiosidad y fascinación de los profesionales de la crítica académica actual por las revistas “sin referato” de los 60-70, de Contorno y Los Libros a Literal–, ni un ejercicio de sociología de la literatura hecho a partir de la biografía intelectual de los numerosos críticos que pueblan sus páginas, de David Viñas y Oscar Masotta a Beatriz Sarlo y Josefina Ludmer. De hecho, en exceso respecto de los sistemas y las determinaciones históricas, las pasiones son acontecimientos discursivos en primera persona, fracturas sin cálculo con la forma de enunciados autobiográficos en torno a los cuales surge la figura inestable del crítico implacablemente “autocrítico”, que vive revisando y sospechando de sus propias operaciones de construcción.
Así, la autofiguración del sujeto crítico y su simultánea puesta en cuestión son las dos caras de una teoría que, curiosamente, no ha producido grandes obras, y que Peller encuentra alojada, a modo de injerto, en los momentos autorreflexivos de los textos literarios y críticos, y en sus aledaños: prólogos, prefacios, entrevistas y encuestas. En esta serie, es interesante leer la advertencia que el propio Peller hace a propósito de su libro, que, no sin ironía, trata de mantener las pasiones a raya. En primer lugar, dice Peller, por falta de “entusiasmo” y cierto “desdén” por el testimonio, Peller renuncia a la idea original de entrevistar a los protagonistas de su libro, soportes de esa primera persona demasiado intensa de la que, en honor al antibiografismo de los críticos del 60-70, es mejor alejarse. En segundo lugar, la decisión, también acertada, de no darle al libro un marco teórico y metodológico explícito, y dejar que la teoría corra entre líneas o pase a alojarse a las extensas notas al pie del texto, allí donde suelen acumularse los restos apagados de las tesis. Sin testimonios ni apartados teóricos, la apuesta de Peller es por “una lectura atenta y minuciosa de los textos” que, a contrapelo de los absolutismos teóricos, ejerce, con elegante distancia, la infinita deconstrucción de los antagonismos que alguna vez opusieron ásperamente a intelectuales denuncialistas e intelectuales teóricos, o a modernizadores y revolucionarios, o a cientificistas y populistas, sujetos todos a un mismo gesto “auto” que impide cerrar el sentido de manera definitiva.
Pero hay un par de momentos, sobre el final del recorrido y en relación a los críticos de su generación, donde aparece algo de la propia posición de Peller dentro del campo. Primero, cuando se refiere a los críticos de la revista Babel, que en la década del 90 buscaron sacar los debates académicos de las aulas para ponerlos a circular entre un público de lectores más amplio, “desvalorizando” con su gesto, observa Peller, su pertenencia universitaria. El otro es un debate sobre la propiedad de la lectura de Lamborghini, según sea leído desde adentro o desde afuera del campo literario “argentino”. En este sentido, Peller fustiga el “gesto de universalización” y de “puesta en valor” de un grupo muy heterogéneo de críticos que trabajan y hacen teoría en universidades nacionales y extranjeras, y que, entre otras cosas, no leen necesariamente a un autor del actual canon universitario como lo es Osvaldo Lamborghini en relación al sistema de la literatura nacional.
Profesionalizada, lúcida, autoconsciente, releyendo y deconstruyendo de manera infatigable sus propias certezas, la teoría se hace fuerte en los claustros universitarios locales, de donde no debería salir para no debilitarse, parece concluir Peller. Pero en ese gesto ensimismado y, tal vez, defensivo, ¿no corre el riesgo de limitar sus intervenciones a una esfera que gira sobre sí misma, renunciando a producir efectos fuera de su propio ámbito? ¿Y por qué privarse de hacer resonar a los escritores argentinos, salvo Borges, en el campo donde la teoría le produce problemas a la literatura en general? ¿Por qué Kafka, Flaubert o Poe merecen un abordaje teórico que los pone en red con otras literaturas, otras tradiciones y otros vocabularios, mientras que Lamborghini, Saer o Aira solo quieren ser leídos por los críticos dentro de los juegos de lenguaje y de poder de la academia local, a resguardo de la incomodidad del afuera?