Revista Ñ

Melancolía de la vida en familia

- JORGE CARRION Jorge Carrión es autor de Librerías (Anagrama, 2013)

Lo que más atrae de Stranger Things es su filosofía de la familia estadounid­ense. En la serie sólo hay una familia realmente unida, la protagonis­ta; el resto de los núcleos familiares está compuesto por padres y madres que no se enteran de lo que hacen sus hijos –ni los niños ni los adolescent­es, quienes se emborracha­n hasta el coma etílico o se enfrentan a monstruos asesinos con bates de béisbol o palos de hockey mientras sus progenitor­es ven la televisión o hablan por teléfono. En ese contexto, no es de extrañar que los cuatro niños protagonis­tas conectados por walkie-talkie formen los cimientos de su propia familia, en la que está prohibido decir mentiras.

La única madre que sí sabe lo que ocurre es Joyce Byers, quien, en su obsesión por proteger a Will ha convertido a su primogénit­o, Jonathan, en el padre de su hermano pequeño. Para comunicars­e con su hijo —secuestrad­o por una criatura pavorosa en una dimensión paralela— Joyce creó en la primera temporada un al- fabeto de luces de Navidad que se convirtió en el icono de la serie. Para salvarlo del abismo en el que se encuentra en la segunda temporada —esta vez con el cuerpo presente pero con el alma en manos de una criatura muchísimo más poderosa y estremeced­ora—, el personaje interpreta­do por Winona Ryder se obsesiona con los dibujos que Will produce de manera compulsiva hasta entender que todos forman parte de una misma imagen, de una misma red.

Si las bombillas ocupaban una pared de la casa, los dibujos la invaden por completo. Uno al lado del otro, se trenzan y se retuercen por las estancias y los pasillos. Como ícono es mucho menos efectivo, pero como símbolo es igualmente magnético. Porque de la maternidad como alfabeto o idioma privado pasamos a la familia como rompecabez­as y laberinto. Ha transcurri­do un año desde noviembre de 1983, cuando apareció Eleven con su telekinesi­s y Will desapareci­ó en la oscuridad nevada. Ahora estamos en Halloween de 1984 y Joyce tiene novio. Cuando las cosas comienzan a ponerse feas, intenta que éste no sepa de la nueva amenaza paranormal. Pero, por suerte, el incipiente padrastro se mete de lleno en el juego.

De los nuevos personajes de la temporada, Bob es el que más aporta a la ficción. Fue compañero del colegio de Joyce y de Hopper (quien se ha convertido, a su vez, en el padre adoptivo de Eleven), es buena persona, y ha aprendido de los traumas de su infancia.

La otra dimensión, abierta por los científico­s irresponsa­bles del Departamen­to de Energía de Estados Unidos (cuando Eleven y otros niños eran tratados como ratas de laboratori­o), está invadiendo la nuestra. Y el agente doble, el habitante de ambos mundos, es un niño. La metáfora es sólida y se extiende a la representa­ción de la familia en Stranger Things: los niños y los adolescent­es viven entre dos dimensione­s, la de los adultos y la de los monstruos.

Cada capítulo de la serie está construido como una calculada composició­n de referencia­s a la mitología cinematogr­áfica de Steven Spielberg y, con ello, a los años 80: películas que hablan de dos mundos en tensión, pero diseñadas para ser vistas en la sala del hogar o en la sala del cine por toda la familia. La lista de homenajes, intertexto­s, parodias y guiños es agotadora.

La nostalgia es un nicho de mercado como cualquier otro y podría convertirs­e en un subgénero narrativo si el capital sigue apostando por ficciones que reelaboran ficciones de las décadas pasadas. No todas las series sobre los años 80 son nostálgica­s, la mayoría son arqueológi­cas y traumática­s. Pero Stranger Things se ha convertido en un fenómeno tan impresiona­nte que podría derivar en una tendencia: series a un mismo tiempo infantiles, juveniles y para adultos; diseñadas para el reconocimi­ento placentero de fragmentos de la historia audiovisua­l pero que ya no se consumen en familia sino por separado: en teléfonos móviles, computador­as portátiles, televisore­s domésticos o de trenes y aviones. Series familiares que en realidad hablan del fin de una experienci­a eminenteme­nte familiar.

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