Un espejo para el tiempo.
A partir de La liebre y la tortuga de Ricardo Bartís
No hay manera de comparar el tiempo de una liebre y el de una tortuga, salvo si se utiliza una abstracción que nada tiene que ver con ninguna de las dos”. La frase de John Berger abre la segunda parte de La liebre y la
tortuga de Ricardo Bartís, que está presentando por estos días en el Centro de las Artes de la Unsam. Se sabe que Bartís le huye a la representación, quizá por eso nada hay en la obra (más que una cita introductoria) en relación al tiempo pero a la vez el tiempo lo es todo.
Ya en los ejercicios del subsuelo –así nos recibe el trabajo, como en una reminiscencia al museo que abría De mal en peor– está inscripto el título del libro del propio Berger: Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos. Son catorce escenas de uno, dos o tres actores que se exhiben como en una vidriera o un laberinto e invitan fugazmente a participar de la intimidad de su mundo.
Los fragmentos (cíclicos, mutantes) se contaminan entre sí y vuelven difícil la atención exclusiva –salvo en aquellos más aislados– pero el grupo no hace de eso una pérdida sino una ganancia: las situaciones se contagian, se mixturan, se texturizan, con la certeza (a favor) de que ver todas resulta imposible. Si bien hay un tema que las hilvana –la Patria– son los cuerpos lo que atrae y fascina.
La primera parte desemboca en la planta superior. Allí, los 35 actores se juntan en una vorágine expresiva: las chicas con sus vestidos largos y sus tacos que resuenan en el espacio; los hombres con trajes informales de domingo pueblerino. En esa situación de club social con aroma de principios de siglo, entre concursos de pantorrillas y un homenaje a un muerto, peleas y amores intrascendentes, nada sucede en términos de conflicto dramático. “No se debe entender nada”, aclara un actor a público. Somos espectadores de cuerpos erotizados en pos de la multiplicidad narrativa, de una sucesión de momentos de intensidad donde la historia es sólo una débil excusa para las afectaciones.
No hay, sin embargo, pretensión de obra terminada en La liebre y la tortuga, aclara Bartís. Es, más bien, el cierre de un ejercicio sin objetivo de arribar a un resultado. Por eso, durante la función, el director circula entre los cuerpos y configura la escena desde adentro: el modo de pisar o saludar, la velocidad de los movimientos, la fuerza de una expresión, el ritmo de un tambor. Como en una superposición espacial, la arquitectura gris y fabril reenvía directamente al Sportivo Teatral, su mítico teatro de Palermo. La escalera que habilita una mirada hacia arriba, la simultaneidad de espacios, y ese abajo amplio que bien podría ser el de La máquina idiota.
Tal vez por eso no le es ajena esta experiencia, que estrena como conclusión del Laboratorio de Creación I (en la que se anotaron cerca de 1000 personas y fueron seleccionadas 35) inaugurada por la gestión de Alejandro Tantanián en el Teatro Cervantes –un gesto de reparación de la ausencia de Bartís en los espacios públicos y específicamente en el único de alcance nacional (la última vez había sido con El corte, en 1995). Pero también acaso porque la exhibición y apertura de los ensayos es parte de una estética bartisiana que lleva décadas: los procesos son la multiplicación de los sentidos escénicos.
“Si las situaciones culturales y políticas fueran normales sería absolutamente simple y natural que esté presente en teatros de la Argentina, porque soy Ricardo Bartís. No tengo la menor duda de eso. Más bien podría tener dudas sobre si tendría que estar en el Cervantes. Pero la propuesta fue muy abierta y teatral. Tuve mucha incertidumbre respecto de aceptar porque mantengo férreamente una posición alternativa. Ya estoy bastante grande, entonces estoy casi obligado a poder reconocerme a mí mismo”, subraya. Aunque no hay abstracción que condense una trayectoria, liebre y tortuga podrían leerse como el teatro alternativo y el oficial, sobre todo cuando lo que está en juego es la mirada nunca lineal de una conciencia intransigente.