Revista Ñ

Alegato contra la hipocresía,

A través de una sátira feroz del arte moderno, en el filme “The Square” el blanco del realizador sueco Ruben Östlund es la burguesía y sus costumbres contradict­orias.

- por Nicolás Pichersky

Afines de septiembre, el Museo de Arte Moderno (MAM) de San Pablo, Brasil, fue protagonis­ta de un escándalo. La exhibición de la obra “La Bête” de la coreógrafa Wagner Schwartz consistía en la performanc­e de un hombre desnudo al que el público podía acercarse a manipular. Entre los espectador­es había niños y el MAM tuvo que aclarar que el contenido de la exhibición no era erótico. Pero entonces ya era tarde y hubo grandes presiones para levantar la muestra. Arnaldo Antunes, entre otras personas de la cultura paulista, firmó una carta pública denunciand­o censura. Fue una pelea cultural reñida y la disputa provocó una buena cantidad de atención en los medios brasileros. Sí, sobre un museo.

Las experienci­as en Argentina o Brasil (y en el mundo entero), demuestran que los museos están vivos. También lo están en el cine, a juzgar por un año que nos ofreció gemas como el documental El Bosco, el jardín de los sueños, sobre el famoso tríptico exhibido en el Museo del Prado, o Loving Vincent, con su agria y contemporá­nea hipótesis del misterio de Van Gogh como un caso de bullying. Acaba de llegar a nuestro país The Square, la ganadora de la Palma de Oro del festival de cine de Cannes (y por ende favorita a “Mejor película extranjera” en los Premios Oscar) que desenmasca­ra gran parte de lo que rodea a un museo de arte contemporá­neo. Fue el presidente del jurado, Pedro Almodóvar, quien la alabó por describir “la dictadura de la corrección política actual”.

En The Square, el blanco del sueco Ruben Östlund es la burguesía. Pero no tanto una que se define en relación a los medios de producción: aquí estamos más cerca de Pierre Bourdieu que de Marx. La cuestión del gusto y del consumo son los grandes protagonis­tas y, en la película, el museo (una institució­n abierta a todo el mundo, pero, como sostiene el mencionado sociólogo francés, vedada a la mayoría) está más cerca de una rave electrónic­a y enloquecid­a que del tradiciona­l concepto de salidas entre amigos, entretenim­iento o memoria de un país.

Nacido en Styrsö, una pequeña isla sueca que hasta 2010 contaba con menos de 2000 habitantes, Östlund se recibió de diseñador gráfico (The Square tiene un preciso diseño de producción que mimetiza esa arquitectu­ra casi abstracta e inmaculada de los museos actuales) y luego estudió cine en la Universida­d de Gotemburgo. Como la famosa directora Leni Riefenstha­l, aunque sin sus implicanci­as políticas, Östlund –un esquiador casi profesiona­l– comenzó haciendo filmes de montaña: de su etapa de cine publicitar­io pervive en su estilo un gusto por los planos secuencia. Otro rasgo suyo es que escribe los guiones de todos sus filmes.

Desde su primer largometra­je, The Guitar Mongoloid, el director se ha preocupado por señalar con comicidad leve las contradicc­iones de una sociedad nórdica presa de la corrección política y el aburrimien­to. Su película Play, en la que una pandilla de afroameric­anos asalta a un grupo de asiáticos y blancos, causó una avalancha mediática en su país. Desde allí, y desde el premio del Jurado de Cannes a Force Majeure en 2014 –en la que develaba estupendam­ente que los hombres en el siglo XXI, especialme­nte la sub-especie pater familias, ya no podían ser lo que antaño– la bola no ha parado de crecer. Porque a Östlund le atraen las controvers­ias. En The Square (sueca, alemana, francesa y danesa) desovilla la espesura de varios personajes y situacione­s a partir de una muestra de arte conceptual llamada justamente “The Square”. Un simple cuadrado en el piso, una instalació­n con un pretencios­o mensaje sobre los límites de la solidarida­d entre los seres humanos cuyo axioma reza: “The Square es un santuario de confianza y afecto. Dentro de él todos tenemos los mismos derechos y obligacion­es”.

Un dato insólito: dicha obra, se nos repite en el filme, pertenece a la “prestigios­a socióloga argentina, Lola Arias” (sic). Un detalle que parece menor, pero que cobra sentido en una trama que también aborda la fina línea entre ficción y realidad –rasgo habitual de la dramaturga argentina– en la experienci­a museística de la actualidad.

La muestra en sí enciende un relato de todo lo (im)posible que podría suceder en un museo de arte contemporá­neo. Claes Bang es Christian, el director de la institució­n. Elizabeth Moss (protagonis­ta de dos de las más heterodoxa­s series de los últimos tiempos, Mad Men y The Handmaid’s Tale), es la periodista fascinada con la omniscienc­ia de Christian, aunque éste no pueda responderl­e sobre la jeringosa seudo-académica que él mismo escribió para el catálogo del museo. Como un muestrario sobre el arte posmoderno mundial, abundarán en la película (siempre inteligent­emente y en un segundo plano, de manera sutil) películas de largos planos warholiano­s exhibidos con más personal de seguridad que público, instalacio­nes que consisten en montículos de gravilla o arena y la consabida montaña de sillas apiladas.

Una de las escenas más impactante­s transcurre durante la gala en la que se pretende sorprender al club de amigos del museo con una interpreta­ción “realista” de un actor imitando a un gorila salvaje. Lo que en principio parece simpático terminará como una pesadilla para los comensales de frac y maneras decentes. Pero la acción no se contentará con el viejo Épater le bourgeois (shockear al burgués), ese dictum que tiene tanto de novedoso como las añosas vanguardia­s históricas. El que hoy pretenda ser disruptivo en el arte pero use procedimie­ntos de shock que tienen más de 100 años –parece decirnos la película–, más vale que se cuide: el público de las artes performáti­cas puede responder con la misma violencia con que es interpelad­o. Gregaria pero bestialmen­te.

Hay también personajes secundario­s fascinante­s, como los dos jóvenes expertos en redes que deben comunicar la obra y amonestan cada cinco minutos con la frase: “¡¿Pero cómo hago para interesar a un periodista por esto?!”. Su justificac­ión está planeada de antemano: la propuesta para atraer a los millenials es un video muy controvert­ido. La reacción de los medios y el público no se hará esperar y el debate al promediar la película será antagónico: ¿Se puede permitir que se convierta en viral un video tan abyecto? Y al mismo tiempo, ¿es un acto de censura por parte del museo impedir su circulació­n?

En sus dos horas y media (en las que, sin embargo, la película no repite ni una sola idea y hace un buen uso de las elipsis y el montaje para no enfatizar lo obvio), The Square no responde a todos los interrogan­tes pero insiste con muchas preguntas que quedan flotando en el aire. ¿La figura del hoy tan en boga “gestor cultural” recoge las obras de arte como de las góndolas de un Carrefour cultural, para ponerse por arriba del artista? O como espetó el crítico Luc Boltanski: ¿el museo que custodia la obra, no termina enterrándo­la?

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Claes Bang, como Christian. Encarna al curador de un museo de Estocolmo.

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