Años felices de bicicletas voladoras.
Sobre la serie Stranger Things.
La nostalgia –como palabra y concepto– fue propuesta por el médico militar Johannes Hofer como parte de su tesis de 1688. Su significado original refiere a la “añoranza de la tierra madre” y era el diagnóstico asignado a los combatientes que sufrían de melancolía, anorexia e incluso intentos de suicidio por extrañar su hogar.
En el siglo XX, la nostalgia es una emoción universal, una insatisfacción constante con el presente. Por eso, la documentación fotográfica y audiovisual se volvió una de las condiciones esenciales para la construcción posmoderna de la nostalgia y, desde principios de la década pasada, Internet, Google, YouTube y demás bibliotecas babélicas posibilitaron el acceso prácticamente ilimitado al material de archivo que alimenta hoy la cultura de masas.
El espectacular éxito internacional de la serie Stranger Things (actualmente con dos temporadas disponibles en Netflix) es un caso paradigmático a la hora de hablar sobre nostalgia y memoria. La serie narra las aventuras de cuatro chicos en un pueblo del estado de Indiana, Estados Unidos, en el año 1983 y se nutre narrativa y estéticamente de tres fuentes principales: películas producidas o dirigidas por Steven Spielberg (E.T., Jurassic Park, Encuentros cercanos del tercer tipo, Los Goonies, Gremlins, Poltergeist), películas que forjaron el género de terror en la década de 1980 (La cosa, Alien, Pesadilla en Elm Street, Diabólico) y películas basadas en libros de Stephen King (Cuenta conmigo, IT –cuya reciente remake cinematográfica bien podría mirarse bajo este mismo eje– Ojos de fuego, El resplandor).
El teórico y crítico literario Fredric Jameson dice en Posmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo (1991, Paidós) que la cultura posmoderna marca el ritmo de la simultaneidad y la atemporalidad a partir de la “conquista del tiempo” en manos
de las tecnologías de la información y la comunicación, generando una cultura de lo eterno y de lo efímero al mismo tiempo. “La nostalgia es el producto arquetípico de la cultura posmoderna”, escribió Jameson, anticipándose al proceso que devino en un producto cultural como Stranger Things.
La serie está filmada con cámaras digitales HD de última tecnología pero con filtros de color y textura que generan una imagen similar a la de las películas filmadas en los 80. La música, creada especialmente para la serie, se basa en el uso de sintetizadores modulares, pero esto no es lo que se hacía en la mayoría de las películas de la década: la música pop y alternativa de la época sí los empleaba, pero los productores elegían scores orquestales. La elección parece radicar en una dicotomía entre la “ochentosidad” y lo kitsch del producto.
Las cuentas oficiales de Netflix y Stranger Things en redes sociales se encargaron de crear mucha expectativa a base de trailers, fotos, comentarios, tweets y likes meses antes del lanzamiento de cada una de las dos temporadas. La serie se convirtió así en el contenido digital original más popular en su semana de estreno, triplicando la demanda de las series más vistas y capturando a más de 14 millones de espectadores en un mes.
Puede que el motivo sea el modo en que Stranger Things crea su narrativa a partir de la construcción “nostálgica” que la cultura masiva hace de los 80. Por el tipo de público al que está apuntada la serie (el grueso de sus seguidores son millennials de 20 a 30 años) casi ninguno de sus fans sabe a ciencia cierta qué pasaba realmente en 1983, pero sin embargo destacan y celebran que su estética, ritmo, diálogos y caracterizaciones son “fieles a los 80”.
Eliminando su acepción original, la nostalgia ya no opera sobre el recuerdo (de un espacio primero y de un tiempo después) sino que es un compuesto cultural cargado de material de archivo digital, materia prima del consumo fragmentado y compulsivo (el llamado bingewatching) que moldea las identidades fugaces de los nativos digitales. El teórico Lincoln Geraghty en Coleccionistas de culto: nostalgia y fandom en la cultura popular (2014, Routledge) hace una pregunta retórica en esta dirección: ¿es hoy la nostalgia un modo funcional a los productos culturales en lugar de un modo perteneciente a la memoria?
El caso es que la fidelidad histórica de la serie con respecto a 1983 o 1984 es irrelevante, porque la nostalgia no tiene ya que ver con la memoria sino con la referencia al “producto nostálgico 1980” legitimado por la construcción misma de dicha mercancía. De hecho, los creadores del show –los hermanos Matt y Ross Duffer– tienen 33 años, por ende nacieron en 1984. Es decir que su representación de los años 80 está basada en la representación que la industria ha hecho de esa década (en múltiples entrevistas, los Duffer se definen como “fans” antes que como directores de televisión).
La cultura poscapitalista presenta un período histórico cargado de conflictos y significaciones como algo totalmente homogéneo. En el medio, los hechos pierden su ritmo cronológico y se vuelven incompatibles con una genuina historicidad. En esta línea, es acertado revivir la idea de “nostalgia legislada” concebida por Douglas Coupland en su libro Generación X: el hecho de “forzar a un grupo de personas a tener recuerdos que no poseen”. Es una cita literaria antes que un concepto académico, pero resume en pocas palabras la decantación de un concepto originalmente ligado a la memoria, convertido en producto de la cultura masiva.