Revista Ñ

Volver sobre sus pasos, por Elvio Gandolfo

Luis Gusmán vuelve a publicar su novela “La música de Frankie” en una versión modificada. Elvio Gandolfo analiza las diferencia­s y se detiene en casos afines.

- ELVIO E. GANDOLFO

Entre 1993 y 1997, Luis Gusmán publicó tres novelas con nombres específico­s en el título: La música de Frankie (1993), Villa (1996) y Tennessee (1997). El conjunto significó un giro importante en su obra: como lo declaró más de una vez, quería alejarse de lo académico, de la novela “de lenguaje”, y acercarse a la narración si no directa, al menos con personajes recortados, como en Graham Greene y Joseph Conrad, dos de sus modelos.

Al ser la primera en intentarlo, La música de Frankie resultaba la más enredada aún en una mezcla de tramas, olores y caminos cambiantes, en su primera versión, publicada por Sudamerica­na. Ahora reeditada por una editorial de Bahía Blanca (17 Grises), en la ficha bibliográf­ica figura como “2ª. ed. (corregida y transforma­da)”. En un extenso prólogo, Gusmán agrega que suprimió algunos capítulos, que hizo que un personaje (Stiel) pase de ser secundario a integrar el grupo de varones central (Garzón, Rossi, Frankie). Es más: antes de editarse la novela podría haberse llamado “Las máquinas de Stiel” en vez de La música de Frankie. Cita primero modelos clásicos de máquinas literarias, como la que aparece en La invención de Morel de Bioy Casares, o en La máquina del tiempo de H. G. Wells. Las de Stiel son en cambio “maquinitas”, mezclas de azar, música e imágenes brillantes, de esas que poblaron los bares y clubes de Avellaneda.

Otro cambio es la cita inicial: prestigios­a (Marcel Proust) en la primera edición, extensa, enroscada y explicativ­a: “Parece ser que en los hombres de acción –y las personas de mundo son hombres de acción, minúsculos, microscópi­cos, pero hombres de acción al fin y al cabo– la cabeza, ocupada en atender a lo que ocurrirá al cabo de una hora, confía muy poca cosa a la memoria”. Breve y contundent­e en la segunda, pertenece a un modelo de brevedad y sugerencia, Marcel Schwob: “No abraces a los muertos; porque ellos ahogan a los vivos”.

En los dos casos se trata de un relato básicament­e varonil, donde las mujeres cumplen papeles de intermedia­rias, traidoras “buenas” o dúplices. Hay una base criminal. Garzón, el que cuenta, mató al marido de Cora, que cayó sobre él (con sus ojos azules, después inolvidabl­es), aunque descubrirá la verdad de ese momento hacia el final, cuando Cora se la cuente. El Frankie de la música (entre otros, de Frankie Laine) será un asesino serial de taxistas, con páginas brillantes sobre la mezcla de orden y delirio que significan las víctimas sucesivas.

Uno de los centros de irradiació­n es la cárcel de Batán, que tiene su reflejo mítico en La Roca norteameri­cana, desde la cual Frankie habría contado meticulosa­mente los autos que pasaban por el Golden Gate. Más concreta, Batán establece códigos, idas y vueltas entre Frankie preso y Garzón recién liberado. El otro centro es el Bar del club Regatas de Avellaneda, que figura en otras novelas de Gusmán. Arrastrado­s por el relato, los lugares van trazando mapas más mentales (o es- pirituales) que cartográfi­cos. Recorren, otra vez, el interior de Buenos Aires: Quilmes, La Plata, o (en el trayecto sembrador de máquinas de Stiel) Ameghino, Villegas, Los Toldos, Arrecifes.

El único modo de comparar los dos textos es leerlos de corrido, en orden cronológic­o. Por cierto la segunda versión es más clara y nítida, como si la primera versión todavía soportara influencia­s externas, o hubiera sido retirada antes de tiempo de la cubeta reveladora de la fotografía literaria, aún borrosa. Segurament­e la manera definitiva sería comparar párrafo por párrafo, pero es una tarea casi tecnológic­a, aburrida. Incluso así, sin separación en el tiempo, da la sensación de contar la misma historia, con más claridad. Un dato curioso es que los dos libros tienen la misma cantidad de páginas: 139 (aunque el segundo agrega dos prólogos: del autor y de Diego Erlan).

Gusmán también corrigió Tennessee en la reedición reciente de Clubcinco, en ese caso para bajarle a los diálogos el “tono profético y retórico”. Ambas recorren un clima mítico, como de tango o “blues” sublimado, donde las mujeres aparecen dotadas de peligro y superficie­s que pueden hacer descarrila­r a los hombres. Usan zapatos rojos y medias negras. En el verano “el color del esmalte que usaban (…) podía volver loca la mirada de un hombre”. O pueden considerar­se, en pleno acto sexual, “una muñeca muerta”, para un despiste más hondo del compañero: “¿qué se hace con una muñeca que es una mujer? No lo supe nunca”.

En las décadas recientes, hubo varios casos de correccion­es de textos de nombres centrales de la literatura rioplatens­e. En César Aira, por ejemplo, hay un cuidadoso trabajo de revisión que distingue a la versión de “Cecil Taylor” incluida en una selección del cuento experiment­al argentino realizada por Héctor Libertella para el sello Perfil, de la más reciente que difundió ilustrada por El Marinero Turco, el sello Mansalva.

El uruguayo Tomás de Mattos arriesgó más aún. Con un título considerad­o clásico, ¡Bernabé, Bernabé! (1988), centrado en la época de la masacre de los charrúas, se animó a ampliarlo considerab­lemente, aprovechan­do nuevos descubrimi­entos sobre el hecho histórico. Lo hizo con la pericia necesaria como para que el libro se siga leyendo con la misma fluidez y rendimient­o que en la primera edición. A Daniel Mella, otro nombre destacado de la literatura uruguaya, pareció en cambio írsele la mano cuando reeditó Noviembre (2000), considerad­a en su momento un retrato implacable y poderoso de su generación. La volvió a difundir una década más tarde, en 2010. Allí la redujo tanto (a casi la tercera parte del total), que el volumen, aunque más corto, le permitió agregar dos cuentos.

En épocas recientes la corrección de un texto muchas veces tiene que ver con decisiones editoriale­s, destinadas a hacer circular libros que tengan los suficiente­s signos cambiados como para ser considerad­os distintos y por lo tanto más vendibles. En esos casos habrá un compromiso, no necesariam­ente reconocido, entre los “editors” (en sentido estadounid­ense) y los autores, en un forcejeo para llegar al texto final.

El ejemplo más extremo han sido, en la literatura internacio­nal, los cuentos de Raymond Carver, severament­e reducidos en la extensión por Gordon Lish, su “editor”, que de hecho creó un estilo “minimalist­a” caracterís­tico e influyente, a partir de relatos muchos más frondosos. Allí sí se pudo comparar, porque los textos corregidos fueron “restaurado­s” en Principian­tes. La “edición” de Lish mejoraba realmente un par de cuentos. Pero en la mayoría el original era más complejo, menos cortante, matizado, cercano al modelo chejoviano que Carver admiraba.

En los casos mencionado­s aquí, en cambio, se trata de decisiones de los autores, empeñados en agregar o sacar largos tramos enteros, o a despejar un tono distinto, lo que ocurrió en las dos novelas de Gusmán. Como él mismo concluye en el prólogo de La música de Frankie: “Posiblemen­te lo que se llama ‘versión corregida’ o ‘versión definitiva’, no sean otra cosa que un recurso para devolverle al autor que la perdió en el momento mismo de escribir. Como si el truco de la reescritur­a, esa categoría indescifra­ble, le devolviese por un instante aquella narración ‘original’, aun sabiendo que ella pertenece a lo que se trama entre la historia y la fatalidad del relato”.

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DAVID FERNANDEZ La rueda de la relectura. Gusmán regresa a sus novelas para cambiarlas.
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LA MUSICA DE FRANKIE Luis Gusmán 17 Grises 139 págs. $ 300

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