Revista Ñ

La mano alzada bien alto,

Una distinción y una muestra permiten volver a la obra de esta gran ilustrador­a, reconocida por su sobrina, la escritora Clara Obligado.

- por Clara Obligado

Hay que imaginar Buenos Aires, hacer un esfuerzo para pensar cómo era Buenos Aires entonces, en el año 1956, momento del que yo atesoro más recuerdos de Lilian Obligado. Para entonces había triunfado la autodenomi­nada “revolución libertador­a” que derrocaría a Perón y, mientras medio país festejaba, la otra mitad guardaba silencio. Eran años oscuros, violentos, tristes. Tenía cinco años aquel verano. Había escuchado volar los aviones hacia Plaza de Mayo, había percibido el silencio de quienes me cuidaban y, con cierta alegría inconscien­te, festejaba los conatos del golpe de Estado porque me alejaban del colegio de monjas. Ese verano de 1956 mis padres decidieron alquilar una quinta en San Isidro para pasar las vacaciones. Frente a la tristeza general, contrastab­a este paisaje agreste y liberador, de grandes casonas y jardines desbordant­es. Lilian era prima de mi padre, hija de Jorge Obligado, escritor, como tantos otros hombres de mi familia, casado en “segundas nupcias”. El mundo en el que nos movíamos era cualquier cosa menos abierto. Un divorcio (que, legalmente, no existía) era un estigma. Y yo había conocido a la madre de Lilian, una mujer rubia, extranjera, que hablaba siete idiomas, muy peculiar para nuestro angosto mundo.

El universo de Lilian, del que conocía poco, me provocaba una fascinació­n sin límites. No sólo porque la gente que allí se movía poco tenía que ver con lo que me rodeaba, sino también porque era una persona muy particular. Sabía que su formación no había sido académica, y que la vocación, o el deseo de pintar, le había nacido en California, cuando tenía unos diez años y el mismo Walt Disney la había llevado de la mano a ver unos dibujos a lápiz, unas pruebas para su nueva obra: Bambi. Eran animales movedizos, con humor, y ella pensó: “yo quiero dibujar eso”. Y fue a una academia, la del profesor Puig en Buenos Aires, donde, además de animales, aprendería a pintar retratos.

La memoria, ya se sabe, rellena vacíos y dibuja falsos recuerdos. La memoria es un relato corregido, en el que Lilian, mi tía Lilian, es siempre inalterabl­emente joven. Hace su aparición un día cualquiera, visita la severa casa familiar y recorta un vestidito para una estatua que mi madre tenía sobre la mesa de salón. Tocar algún objeto artístico en la casa era convocar la furia de mi padre. Vestir a una estatua con recortes de papel, un pecado digno de las llamas del infierno. Pero Lilian era así, entraba riéndose, transmutab­a las cosas, las volvía livianas, y volvía a desaparece­r. Era más joven que mis padres y mucho más bonita que la mayoría de las mujeres que conocía. Tenía cara de gato, risa fácil, un cuerpo menudo y espectacul­ar, una melena oscura y ondulada, como la Ava Gardner.

De ella siempre tuve datos no del todo precisos. Sabía que su madre, Elizabeth Kuhn, había nacido en Suiza. Elizabeth había sido contratada por mis abuelos para cuidar de mi padre y sus hermanos que eran niños, en un viaje a Europa que había hecho toda la familia. En París, Elizabeth había conocido a Jorge, hijo del

poeta Rafael Obligado y hermano de mi abuelo; ella era una rubia despampana­nte y Jorge un poeta que se había enamorado locamente. Es evidente que el matrimonio no fue visto con demasiado entusiasmo por el entorno familiar, y tal vez tuvieran razón, porque duró poco y, cuando Lilian tenía cinco años, la pareja se separó. Elizabeth regresó a Italia y Lilian empezaría a vivir con su padre, que se había vuelto a casar, en los Estados Unidos, y por temporadas en Buenos Aires. Aquí comienzan los ires y venires, su vida en el campo, en medio de la naturaleza salvaje del río Paraná, en el castillo de “La vuelta de Obligado”, una infancia silvestre donde los animales son protagonis­tas, y luego sus regresos constantes a la gran ciudad, en los EE.UU. Por fin, Jorge Obligado se radica definitiva­mente en EE.UU., se convierte en editor del Seleccione­s del Reader´s Digest. Allí, también, en los EE. UU., Lillian se va a buscar trabajo con sus dibujos a cuestas y termina por convertirs­e en una artista muy cotizada, especialis­ta en la ilustració­n de libros infantiles. Por ella se pelean casas editoriale­s e ilustra cientos de libros, entre ellos uno escrito por su padre, The Gaucho Boy.

Mapas redibujado­s

El tiempo seguía pasando y en cada viaje la veía sacar su cuaderno y dibujar, con lápiz o acuarelas. Seguía dándome esa sensación de indecible libertad. Si mi casa era triste y oscura, la llegada de Lilian cambiaba la luz de las cosas con su risa, su tendencia al absurdo, sus transgresi­ones constantes, sus dibujos. Si íbamos a la pileta, en lugar del traje de baño con pollerita, propio de la época, ella usaba un dos piezas. Mi madre se hacía cruces, yo me escandaliz­aba pero sentía, también, que otra forma de vivir era posible.

Ese verano de 1956 en el que nos mudamos a la casa de San Isidro fue el año de la gran epidemia de poliomieli­tis, y nos dejaron al cuidado de Lilian. ¿Qué hacía ella allí ese verano? ¿Estaba de viaje? En esos días debía de tener unos veinticinc­o años, y estaba en su esplendor. Recuerdo que no dejaba de dibujar, y nosotros éramos sus modelos. Pocas cosas pueden ser tan aburridas para un niño como posar, pero pocas resultan tan sorprenden­tes como ver surgir la propia imagen en un

papel. Lilian tenía una facilidad pasmosa para atrapar el momento, el gesto, la actitud. Movía la mano con velocidad y atrapaba el tiempo. Unos años más tarde Lilian se casaba, con un hombre veinte años mayor que ella, con una ceremonia muy sencilla, en nuestra casa. Seis meses más tarde, Lilian enviudaba. Volví a verla en París, años más tarde, en 1968. Estaba casada con Szabolcs de Vajay, un noble húngaro que le llevaba nueve años y una persona muy peculiar. Era mundano, funcionari­o de la Unesco para América Latina, y la hizo compartir una vida muy high society europea, que ella combinaba con viajes de trabajo a Nueva York, publicacio­nes y vida diplomátic­a.

La primera vez que vino de visita a Madrid, era ya una mujer mayor, con el aire de quien ha estado mucho al sol y nadando en los fríos lagos de Suiza. Vivía allí desde la jubilación de su marido, en Vevey, sobre el lago, donde todavía se lanza a nadar. Una vez me acompañó a la Feria del Libro en Madrid. Con el paso del tiempo, Lilian había adoptado una curiosa costumbre: hablaba en tres idiomas a la vez y pasaba de un registro a otro sin darse cuenta, en una alegre ensalada, según lo que iba narrando. Si hablaba de su padre, o de sus hermanos, dialogaba en un inglés muy americano. Si hablaba de su marido, o de sus hijos, en francés, y volvía al castellano con acento porteño para charlar con nosotros. Este diálogo a tres voces, o a tres idiomas, era un buen resumen de lo que había sido su vida. Una vida en la que los viajes pautaron las historias y le dieron una larga experienci­a.

Una vida que parece cuento

Hace pocos años, en Ginebra, pasamos una tarde juntas, charlando, y le conté que en varios de mis libros aparecía ella como personaje. Para mí fuiste muy importante, le dije. Cuando le digo esto hace como que no me escucha, y no quiere oír tampoco que forma parte de lo mejor de mi vida, de ese territorio soleado que anida en la infancia, y que nos protege en los tiempos sombríos. Su recuerdo, alegre y positivo, es un tema constante en mi escritura, como si fuera quien enciende una vela en medio de la oscuridad. Pero cuando se lo repito, cuando le muestro mis libros y lee las historias, dice que ella no era así, y se identifica con cualquier otro personaje. Por ejemplo, con una negra del Africa, o con alguien que no se le parece en absoluto. Hace poco vino a mi casa de Madrid, se sentó en el sillón, y se puso a dibujar a mi gato. Primero fue un punto, el botón de la nariz, y de ahí brotó el animal dormido. Era mi gato, exactament­e él, con su alma gatuna e inconfundi­ble.

Hay en mi familia una larga tradición de hombres escritores. Pero hay también otra línea, silenciada, que muestra una senda de mujeres pintoras. María Obligado, hermana de Rafael, Lilian, que dibujó y escribió más de 130 libros para niños, mi sobrina Francisca Ruiz Obligado, con una carrera corta, pero prometedor­a. Me pregunto si no está allí nuestra veta creativa más fuerte. Me pregunto, también, si estas mujeres pintoras no merecen un mayor reconocimi­ento, y festejo el homenaje que ahora se hace a Lilian Obligado. Su obra es sorprenden­te e inmensa, y muy poco conocida en Argentina. Germinó lejos de nuestras fronteras, pero también nos pertenece. Entiendo muy bien lo que significa “vivir afuera”, y cómo la distancia pospone un reconocimi­ento que, en el caso de esta pintora, es más que necesario. Me dice Lilian: “Mi vida ha sido un cuento de hadas y de brujas”. C. Obligado publicó El libro de los viajes equivocado­s y La muerte juega a los dados.

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Originales. Distinguid­a por la Asociación de Dibujantes, “Trazos de vida” se llama la muestra de Lilian Obligado en el Museo Histórico Nacional (Defensa 1600), con más de 300 dibujos y bocetos.

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