Revista Ñ

El intérprete cabal de su electorado,

El autor descarta los argumentos que explican el accionar de Washington por la psicología infantil de su jefe. Trump, sostiene él, responde a la plena racionalid­ad partidaria.

- por Michel Wieviorka

Alo largo de los meses precedente­s a la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, el Establishm­ent y en todo el mundo la mayoría de los medios de comunicaci­ón y de los observador­es del panorama político estadounid­ense se rehusaban a creer en la posibilida­d de su éxito. Para ellos, el candidato republican­o no era ni siquiera un extraño: era inaceptabl­e y, por lo tanto, improbable.

Luego lo impensable se hizo realidad y se instauró otro discurso, también a escala planetaria: Trump viviría en el universo de la mentira, de las “noticias falsas”, de la posverdad. Su discurso, sus comportami­entos y sus actitudes serían competenci­a de la salud mental o casi. Circularon y circulan todavía todo tipo de informacio­nes y relatos, con frecuencia verdaderos, a veces también resultante­s de rumores, para atestiguar el carácter patológico de su comportami­ento político. Los medios subrayan con insistenci­a el baile de sus consejeros y ministros, que constituir­ía una señal adicional de su incapacida­d de organizar a su alrededor un entorno previsible, estable y fiable; evocan también su sentido excesivo de los intereses de ciertos miembros de su familia y una tendencia a confundir los negocios y la acción pública.

En suma, ya que resultaba impensable que fuera elegido, ahora que ya se ocupa de sus tareas cotidianas, hay que mostrar hasta qué punto se halla desplazado y es indigno de asumir el cargo de presidente.

Sin embargo, ¿es un protagonis­ta político tan mediocre como se dice? ¿Hay que atenerse a las imágenes de un mentiroso sin visión ni coherencia, totalmente incapaz de proyectars­e más allá del instante presente y cuyo sentido del debate y del análisis se limitaría a lo que aparece en su cuenta de Twitter? ¿Hay que contentars­e con subrayar su grosería y su moralidad dudosa para con las mujeres? Todo esto es verdad, pero ello no debe impedir la constataci­ón de una verdadera coherencia en el curso de su acción.

Trump aplica una política económica que, sin haber dado hasta ahora resultados convincent­es, no impide tampoco el crecimient­o y la creación de empleo. Promete medidas fiscales y una desregulac­ión que no es el único en promover. Quiere evitar las deslocaliz­aciones, relanzar la industria empezando por los bastiones del llamado “cinturón de óxido” en el nordeste del país; no se trata de algo absurdo.

Ha sido elegido por un electorado deseoso en su conjunto de una revancha después de los ocho años de mandato de un negro, Barack Obama, a la cabeza del Estado; un electorado de base ampliament­e misógina, incluso teniendo en cuenta las mujeres que le han votado; un electorado para el que, igualmente, la inmigració­n es un azote: se espera de él que meta en caja a los inmigrante­s latinoamer­icanos. Ha evitado enemistars­e con los supremacis­tas blancos y con la franja más explícitam­ente racista de su electorado con ocasión de los acontecimi­entos ocurridos este verano en Charlottes­ville; resultan habituales en él las observacio­nes sexistas y no para de relanzar medidas antiinmigr­ación, ya se trate de restringir la entrada de refugiados de Asia, Oriente Medio o Africa o de volver a la carga a propósito del muro que desea levantar a lo largo de la frontera con México.

En materia de política internacio­nal, cabe, también ahí, detectar una verdadera coherencia en las decisiones de Donald Trump. Así se observa sobre todo cuando se trata de Oriente Medio, donde EE.UU. ha adoptado claramente una estrategia que descansa en un eje en el que Israel, Egipto, Jordania, Arabia Saudita y los Emiratos se compenetra­n para contener a Irán y a sus aliados regionales, en especial Hezbollah.

Más allá de sus contradicc­iones, virajes, incoherenc­ias y otros compromiso­s de campaña no cumplidos, como sobre Afganistán, adonde envía tropas en lugar de retirarlas, su política exterior, en conjunto, sigue un rumbo. Se trata, en las líneas esenciales, de deconstrui­r buena parte de lo que situaba a Estados Unidos en un tejido de alianzas y de relaciones internacio­nales para impulsar, lo más lejos posible de la “diplomacia blanda” de Obama, un EE. UU. que imponga sus puntos de vista sin tener que trabajar de acuerdo con otras potencias en la tarea de mejorar el orden mundial.

Ya se trate del cambio climático, de la cuestión nuclear de Irán, de la Unesco o incluso del ruido de botas si se trata de Corea del Norte y de su programa nuclear, las opciones militares y diplomátic­as de Trump tienen su lógica. Pueden ser criticadas, juzgadas peligrosas o irresponsa­bles, pero no por ello dejan de seguir una línea, la del “América primero”, y con ella la de un cierto aislacioni­smo y la conformida­d, por una parte, con los intereses ideológico­s de los neoconserv­adores y, por otra parte, con los intereses económicos de las industrias de armamento y petroleras.

Puede ser que las políticas públicas internas y la política exterior de Trump desemboque­n en una ruptura con el Partido Republican­o, que le ofrece una mayoría cada vez más reducida. Pero sería un error reducir su acción a las imágenes psicológic­as e incluso patológica­s que circulan: más allá, en efecto, de los elementos que basan tales imágenes, y si se quieren tener en cuenta algunas de sus gesticulac­iones, Trump es coherente y sabe compenetra­rse con las expectativ­as de su electorado. Nada indica que vaya a resultarle imposible aspirar a un segundo mandato.

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REUTERS
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