Revista Ñ

Flora y fauna

- MAURO LIBERTELLA

Este año fue el aniversari­o número 30 de la terraza del Museo Metropolit­ano de Arte de Nueva York (MET). 30 años desde que a alguien se le ocurrió que podían aprovechar una de las vistas más gloriosas de la ciudad para armar algo así como una galería a cielo abierto. Todos los años, ese espacio privilegia­do le es asignado a un artista para que haga lo que quiera y este año que termina la muestra que dominó los cielos neoyorquin­os estuvo a cargo de Adrián Villar Rojas, un argentino de 37 años que es uno de los artistas más hiteros del mundo y que sin embargo sigue siendo uno de los hombres menos conocidos de este país. Pero ese es otro tema.

Hasta hace poco (terminó el 29 de octubre), miles de visitantes subían todos los días hasta el quinto piso del museo y un pasillo largo los llevaba hasta las puertas de la terraza. Ahí esperaban, como raros anfitrione­s, 17 esculturas enor- mes que Villar Rojas armó a partir de una recorrida de meses al acervo completo del museo, en la que tuvo acceso total y de la que pudo tomar miles de fotografía­s con las que finalmente armó estos hombres del pasado, para finalmente disponerlo­s en una serie de mesas a modo de un banquete imposible. Las esculturas tienen fuerza, sobre todo por la posición de los cuerpos: alguien subido a hombros de otro, o una figura egipcia de la antigüedad haciendo con su mano el símbolo que hacen los que van a un concierto de Heavy Metal. Y, sin embargo, cuando los visitantes finalmente acceden a la terraza, lo primero que hacen es caminar hasta la baranda y sacarle una y mil fotos a la línea del cielo de la ciudad. La vista es maravillos­a y es casi imposible que un artista pueda producir alguna intervenci­ón que “compita”, si esa fuera la intención, con esa masterpiec­e que es la urbe capturada desde ese punto estatégico.

Por supuesto, Villar Rojas y todos los artistas que son honrados con este encargo mayor buscan la incorporac­ión del paisaje dentro de la obra; tratan, cada uno a su modo, de absorber el contexto, de que ese paisaje se funda con sus propios trabajos. ¡Pero qué difícil! Dediqué largos minutos de mi momento en esa terraza a relevar qué es lo que miraba la gente, y para muchos las esculturas eran apenas un obstáculo que había que gambetear para llegar al punto de la sala en el que ya nada obstruía la panorámica urbana y entonces sacaban sus celulares y disparaban fotos hasta la náusea.

Unos cientos de kilómetros más arriba, en el Millenium Park de la ciudad de Chicago, sucede algo similar pero el artista resolvió la aporía de una manera que solo se puede definir como perfecta. Se trata, en este caso, de la Cloud Gate, una obra a la que por su forma todos llaman The Bean (el poroto) y que está firmada por Anish Kapoor. Ubicada en el nervio óptico de la ciudad, es un gran poroto espejado, en el que se reflejan los mejores edificios de esa ciudad que se convirtió en un laboratori­o de la arquitectu­ra moderna y luego de la posmoderna. Ahí, sí, la mirada de los cientos de turistas estaba puesta, de modo obsesivo, de modo hipnótico, en la obra. Pero mirar la obra era mirar la ciudad, así que ya nadie sabía si lo que estaba mirando era un reflejo o una realidad.

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El teatro de la desaparici­ón. Así se llamó la obra de Villar Rojas en el MET.
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Reflejos. La obra de Anish Kapoor en el Parque del milenio de Chicago.

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