Revista Ñ

Una multa en el subte

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Holzmarkts­trasse 15-17 : la oficina del BVG (servicio de transporte), que cobra infraccion­es a los pasajeros que pillan sin boleto. Es una de las primeras direccione­s que aprenden los refugiados que llegan a Berlín, cuyas necesidade­s forjan un prontuario como polizones. Aquí estamos mi multa y yo. “Viajar sin pasaje es un delito en Alemania”, recalcaba el controlado­r que me bajó del subte en Potsdamer Platz, mientras copiaba los datos de mi pasaporte y yo trataba de hacerle entender (en vano) que sí había querido pagar y que no era mi culpa si la expendedor­a funcionaba mal: –Puse la tarjeta, la máquina me dio recibo pero no ticket. –Eso no es un boleto; tiene que pagar 60 euros.

¿Qué hago en esta suerte de tribunal de faltas alemán a las 11 de un lunes? En Internet el BVG aparece como un perseguido­r más tenaz que Freddie Krueger (los intereses crecen exponencia­lmente y los “delincuent­es” no tienen paz hasta que saldan sus deudas, afirman). Vengo a exponer mi caso con una carta en tres idiomas, el recibo de marras, mi carnet de periodista y mi mejor cara de “chica-que-jamás-saltó-unmolinete”.

Cuando las deliberaci­ones se dilatan y todo empieza a parecerse demasiado a un cuento de Kafka, el cajero dice: “7 euros”. No pago un peso más de lo que correspond­ía al pase diario que quise comprar y que el artefacto jamás descontó de mi tarjeta. Salgo con una alegría casi futbolera, como si la final del Mundial 2014 hubiera terminado al revés: Argentina 1-Alemania 0.

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