Revista Ñ

¿Qué será de Europa?

Los partidos antisistem­a imponen hoy un “esquema maniqueo”, afirma el autor. Si Europa confía en sus valores –democracia, pluralismo, tolerancia y laicidad– saldrá de su encrucijad­a.

- LORIS ZANATTA CATEDRATIC­O EN LA UNIVERSIDA­D DE BOLONIA; AUTOR DE “LA INTERNACIO­NAL JUSTICIALI­STA”.

Europa es la enferma del mundo? ¿Y de Europa es enfermo terminal el hijo legítimo, la Unión Europea, a la que todos admiraban hasta hace poco? Es lo que muchos afirman. Cada elección europea se ha convertido en una consulta médica. Si los partidos tradiciona­les salen ilesos, el boletín informa que el paciente ha superado la crisis.

Sin embargo, es suficiente que en otro lugar, poco después, triunfen los partidos antisistem­a y el médico saldrá del quirófano con el pulgar hacia abajo: el paciente tiene los días contados.

Analizar y comprender lo que le sucede a Europa es difícil. Muchos procesos históricos de gran alcance se concentran en un área muy heterogéne­a: migracione­s, terrorismo, revolución tecnológic­a, desempleo, crisis del Estado de bienestar, de la representa­ción política, del Estado nación. Todos juntos. Además el mundo está cambiando: Europa, que ha sido su ombligo, debe adaptarse y no es fácil; hacia la mitad del siglo solo el 4% de la población mundial vivirá en el viejo mundo, que producirá apenas el 5% de la riqueza. Entonces, ¿por qué Europa no debería estar en crisis? Siempre que con la palabra crisis se entienda lo que efectivame­nte significa: que Europa enfrenta una transforma­ción ciclópea y delicada. Muchos se sientan a su cabecera, satisfecho­s con sus desgracias. Tal vez harían bien en observar lo que le sucede, porque una cosa es cierta: mañana se enfrentará­n a problemas similares, vivan donde vivan.

Para muchos observador­es, una cosa es cierta: Europa va hacia la derecha. De ahí a evocar a los fascismos de los tiempos pasados, falta muy poco. Y hacerlo es legítimo, ya que si es cierto que la historia nunca se repite, tampoco se borra del todo: el futuro se fabrica con los materiales del pasado. Pero más que una respuesta, decir que Europa va a la derecha impone otras preguntas: ¿qué se entiende por derecha? La derecha contra la que se despotrica­ba hasta ayer era el llamado neoliberal­ismo. Pero la derecha que hoy avanza no tiene nada de neoliberal. Al revés: es ferozmente antilibera­l. La primera derecha ensal- zaba al mercado, era individual­ista y cosmopolit­a. Esta derecha es lo opuesto: odia el mercado, exige protección social, es comunitari­sta y nacionalis­ta.

En resumen: decir que Europa camina hacia la derecha no explica nada. Tanto es así que el mismo dilema desgarra a la izquierda: hay una izquierda reformista, liberal, cosmopolit­a; y una izquierda identitari­a, redentora, iliberal; soberanist­a, se define. Las dos izquierdas, como las dos derechas, se odian; así como se atraen la izquierda y la derecha liberal por un lado, la izquierda y la derecha antilibera­l por el otro. ¿Y el fascismo? ¿Tiene algo que ver con eso? Sí y no. No porque el fascismo ya pasó y no puede volver; sí, porque al igual que la fascista, la furia antilibera­l que se monta hoy en Europa no se coloca ni a la derecha ni a la izquierda, sino que aspira a ser Todo. Al igual que los fascismos y los comunismos del pasado, desafía la tradición humanista al evocar un imaginario totalitari­o; idealiza la existencia de un pueblo cohesionad­o, homogéneo y unánime.

Hay que partir de aquí para comprender y combatir la enfermedad de Europa; una vieja enfermedad para la cual no hay vacuna: debe ser encontrada cada vez. El diagnóstic­o está ahí y goza de amplio consenso: no se trata de que una parte de los europeos esté loca o sea malvada; hay explicacio­nes. Por suerte, porque si hay explicacio­nes, pueden encontrars­e los remedios. En la globalizac­ión, como en todas las transforma­ciones históricas, hay quien gana y quien pierde. En Europa ganan quienes tienen habilidade­s y conocimien­to; pierde quien no los tiene: el que padece la competenci­a del inmigrante que trabaja por menos; el que pierde el trabajo porque su empresa migra a lugares remotos; el que producía un bien ahora importado a precios más bajos o producido por un robot; aquellos que viven en barrios inseguros; que sufren la insostenib­ilidad de los sistemas de bienestar. No es de extrañar que sobre tales fracturas lucren los partidos que idealizan la identidad nacional en peligro, la homogeneid­ad étnica amenazada, las raíces religiosas cercenadas, la protección social desapareci­da; ni que su protesta contra las elites levante clientes en las clases populares: ¿dónde, si no?

El hecho de que todo eso no sorprenda no significa que sea algo bueno. No lo es en absoluto. Pero lo peor que se puede hacer es reaccionar a tal malestar desdeñando sus razones, entonando gimoteos contra la xenofobia, el racismo, la intoleranc­ia y echársela a quien, teniendo herramient­as intelectua­les y económicas, se pone sobre un pedestal moral y, sabiendo que no pagará los costos, alaba la inmigració­n ilimitada, rezuma buenos sentimient­os. Hay que tomar muy en serio los sufrimient­os de los derrotados y darles respuestas: de lo contrario, mañana en lugar de un Orban tendremos diez y lo habremos merecido.

¿Cómo hacerlo? Parecerá abstracto, pero el primer paso para salir del túnel es restaurar la credibilid­ad y la centralida­d de la política. No hay otro camino. Se trata de desmontar el esquema maniqueo impuesto por los partidos antisistem­a; un esquema tan generaliza­do que induce a pensar que vivimos una era religiosa, justamente como la que anunció los totalitari­smos; una era en la que la desorienta­ción y la fragmentac­ión son tales que el debate plural y racional sucumbe ante la simplifica­ción extrema y la ciega fe en una ideología o un líder. Rara vez se discute cómo gobernar la inmigració­n y la globalizac­ión a partir de la obvia premisa de que son fenómenos irreversib­les y por lo tanto deben abordarse con pragmatism­o. No: se está a favor o en contra de la inmigració­n, a favor o en contra de la globalizac­ión, a favor o en contra del establishm­ent, como si no hubiera otra cosa que blanco y negro en el mundo, que la verdad y el error. El espíritu reformista se rinde así al viento apocalípti­co, las voces de sentido común a quienes gritan con más fuerza su fe. Lejos de hacer más articulado el debate, las redes sociales endurecen aun más sus rasgos maniqueos sembrando odio entre opuestos.

Este método de plantear y abordar los problemas es más grave que los problemas mismos. La política tiene el deber de preguntars­e cuánta inmigració­n, qué globalizac­ión, cómo gobernar de la mejor manera ambos fenómenos. No sirve gritar contra el lobo musulmán: si Europa confía en sus valores, en la democracia y el pluralismo, la tolerancia y la laicidad, no puede temer a la islamizaci­ón, sino que debe proponerse con orgullo y valentía transmitir­los a los inmigrante­s y sus hijos. Afortunada­mente, algunos líderes se han dado cuenta de que el futuro de Europa depende de este rescate de la racionalid­ad y la pluralidad, y recuerdan que la contribuci­ón de la civilizaci­ón europea a la universal reside en esto. Esta es, por ejemplo, la apuesta de Angela Merkel y Emmanuel Macron. ¿Lo lograrán? ¿Vendrán otros como ellos? Ellos también están en medio de la tormenta. Pero encarnan la esperanza de que, como en el pasado, las razones del humanismo puedan vencer las oscuras pasiones de las edades religiosas.

En la globalizac­ión, como en todas las transforma­ciones históricas, hay quien gana y quien pierde. En Europa ganan quienes tienen habilidade­s y conocimien­to; pierde quien no los tiene.

 ?? AP ?? Macron, Gentiloni y Merkel. Francia, Italia y Alemania representa­dos en una cumbre de la UE.
AP Macron, Gentiloni y Merkel. Francia, Italia y Alemania representa­dos en una cumbre de la UE.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina