Los presentes que concede la atención
Se reedita un clásico de la historia del arte, que por sus ideas y sus alcances alienta su utilidad en diversas disciplinas humanísticas.
Hijo de un fotógrafo aficionado, Michael Baxandall se consagró a pulir un repertorio de lentes limitado e interminable: la jurisdicción de la retina, la fantasmática memoria visual, los matices de una sombra, la pulseada entre retórica e imagen. Lo que necesita un crítico, especialmente de arte, es léxico (sobre todo expansible), y los tratados renacentistas le procuraron a Baxandall un margen generoso para sondear acepciones y proyectar sus dobleces: composizione, gratia, maniera, facilità, etc.
En Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento, sostiene que el estilo de una pintura es un material adecuado para reconstruir retazos de historia social y dedica la mayor parte del libro a lo que llama “el ojo de la época” –el contexto y las condiciones de realización de las obras– pero lo que consigue es más actual, más simple, más directo: enseñar a mirar. Sus asuntos y tratamientos son de una vigencia tan evidente como repentista: cómo hablar de lo que se ve, de lo que se observa. La contención de ciertas figuras, la expresión de las emociones en un cuadro. La inquietud como razón y efecto de por qué uno se detiene ante una pintura (a Baxandall nunca lo abandonó la extrañeza magnética e irracional de pararse frente a una imagen por un tiempo indefinible).
Heredero de cualidades que asimiló de los ensayistas E.H.
–el rigor teutónico– y Adrian Stokes –el salto poético–, en una ocasión Baxandall recordó que Lauro Quirini se preguntaba si una persona podía poseer virtudes aisladas o si dependían unas de otras formando un todo indivisible. El caso de Baxandall es claramente el se- gundo, y tienta atribuirle a su excepcionalidad como lector de textos e imágenes su facilidad para redactar, fuera de programa, una autobiografía y una novela inclasificables, que se ocupan justamente de explorar las propiedades y exigencias de aquello que el recuerdo quiere fijar y volver imborrable. (Este anómalo historiador se acordaba de memoria, años después, de la ubicación exacta de un sinfín de libros de la biblioteca del Instituto Warburg de Londres, en la que acampó durante años).
Algo en el tono de Baxandall sugiere que encontrarlo y sostenerlo constituía su método. Hay una posición que asume –es la manera en que se movía su curiosidad– que es simultáneamente lógica y desenvuelta, de giros imprevistos. Es el apartado, el paréntesis, lo que un autor ofrece de más, lo que hace la diferencia: “La sombra vuelGombrich ve difícil que veamos a unos dálmatas en parques moteados por el sol”. El autor de Modelos de intención parece haberse propuesto no decir nunca nada de un modo obvio (de allí, acaso, su estilo de trémulas torsiones), pero a la vez tenía la delicadeza de no convertir en una teoría cada cosa que pensaba.
Baxandall prefería trabajar de noche, de once a dos de la mañana, agrupando citas en fichas y montándolas en su mesa para ir recortando un ensayo. Estaba en contra de la intervención de un editor; para él, un autor es una fuerza original, intocable, que debe morir con sus “errores” (es decir, apostar a ellos). Atraído por lo que denominaba una suerte de esteticismo inherente al proceso de pensar, apuntó: “entre otras cosas, la mente es una lectora virtuosa que se lee a sí misma en voz alta”. Un médano es la imagen que prefería para los movimientos de la conciencia, y es un viento fresco, suave, dibujante, el que hace correr sus páginas. Los intereses y las curiosidades de Michael Baxandall regresan en raras elipsis, como la de cometas que hicieran siempre el mismo trayecto por el universo con el fin de asomarse por un planeta en particular, con cierta puntualidad, para que el único habitante de ese astro no olvide su identidad y, sobre todo, no deje de embriagarla.