El territorio común del arte y la ciencia
Con artistas de Argentina, México, Uruguay y Colombia, se desarrolla en 5 sedes simultáneas la novena edición de un encuentro que borra las fronteras de la creación.
Todo empieza como si fuese el primer día de clases. Quizá lejos del glamour de los vernissages pero con el entusiasmo de un padre primerizo, los jóvenes artistas van llegando a la inauguración de FASE 9, la novena edición del encuentro que pone en diálogo el arte, la ciencia y las nuevas tecnologías en el Centro Cultural de la Ciencia del Conicet y otras cuatro sedes en la ciudad de Buenos Aires (los centros culturales Recoleta, San Martín, Rojas y la Casa Nacional del Bicentenario). De a uno o en grupos –muchos de los proyectos tienen autoría colectiva– se dirigen hacia la sala de Centro Cultural de la Ciencia donde se exhiben sus obras.
“Es que hay aspectos de la obra que se terminan acá”, cuenta Facundo Colantonio, coordinador de la Escuela de Comunicación y Diseño Multimedial de la Universidad Maimónides, mientras con la mirada indica a los primeros visitantes que las áreas delimitadas con cinta negra no se pueden pisar. La obra que custodia es una coproducción de un colectivo de artistas de su universidad y el español Ricardo Iglesias –quien a través de sus instalaciones y robots aborda las relaciones entre el sujeto, el poder vigilante o los límites entre lo natural y lo artificial– y refiere a ciudades utópicas del futuro. En la línea de lo que el socialista utópico francés Charles Fourier había imaginado con su falansterio, aquí se presentan dos maquetas robóticas, que albergan vida vegetal diseñada en el laboratorio, y están montadas sobre orugas –las ruedas sobre las que se mueve una grúa o un tanque de guerra– porque en esta utopía tecnológica futurista, las ciudades serán móviles y estarán interconectadas. Una de esas “ciudades”, la que se mueve dentro de un perímetro delimitado con cinta negra, funciona como nave nodriza y está conectada con otra, satélite, que orbita en torno de ella. “Nuestra idea era dejar la obra abierta, sin vallas, pero los primeros visitantes y algunos niños se paraban arriba de las cintas que utilizan los censores para delimitar el recorrido de las ciudades, así que tuve que vallarlas, casi le pongo rejas”, bromea Colantonio.
En las dos salas de la planta baja también la vida biológica (o su emulación) convive con lo técnico y lo maquínico. En una atmósfera muy bien lograda por los curadores –Jazmín Adler, Marcelo Marzoni y Silvana Spadaccini–, en penumbras para destacar los efectos lumínicos de las obras, pero también para que los sonidos (un corazón que late en diferen- tes intensidades, una caja de resonancias que suena al ritmo de un mecanismo de poleas o los vientos de planetas lejanos) generen un mantra hipnótico que retiene al espectador en una “zona de confort” un poco alucinada y, al mismo tiempo, inquietante, gracias a esa especie de respiración artificial de la que está cargada la atmósfera.
Entre las obras más destacadas de la primera sala se encuentra “Máquina de eclipse”, de Santiago Carlomagno: una instalación interactiva que invita al espectador a mover uno de los astros celestes (¿la Tierra, el Sol, la Luna?) y generar eclipses parciales o totales con ayuda de un censor de movimiento, generando la ilusión de transformar por unos minutos no sólo el desierto (como proponía Borges, tomando un puñado de arena de un lugar del Sahara y arrojándolo al lado) sino también el universo mismo.
El juego se produce gracias a un programa informático creado por el propio artista, que lleva al sol digital proyectado en la pantalla a moverse a un ritmo extraño, propio, que el espectador debe entender primero y luego respetar, si quiere lograr el eclipse perfecto. Si eso sucede, Carlomagno –dueño de ese tipo de humor que puede conectar los fenómenos más generales con las cosas nimias de todos los días– amaga con sacar un osito de peluche a modo de premio de kermese. El proyecto nace a partir de la idea de cruzar una ciencia como la astronomía y el arte, dos campos que trabajan de diferentes ópticas la dimensión espacial. Pero tal vez lo más deslumbrante de esta obra sea su aspecto sonoro, producto de una composición original que mezcla vientos solares o frecuencias de onda de planetas remotos que el artista tomó del sitio de la Nasa. Este sonido límpido ayuda a que el espectador se tome su tiempo para interactuar con la obra, para lo cual es necesario quebrar el vértigo de lo cotidiano y entrar en conexión con la cadencia de un eclipse. “Es realmente increíble disponer libremente de esos materiales sonoros a través de la página oficial de la Nasa”, dice Carlomagno, que se reconoce fascinado por los fenómenos espaciales y que, por estos días, se encuentra trabajando en una nueva obra escultórica digital en 3D que pretende reproducir volumétricamente el problema de la basura espacial que orbita en torno de la Tierra y que, dice, “se está tornando un problema de dimensiones considerables para los conquistadores del espacio”.
La obra de la artista Sol Ramírez trabaja también con la idea de recuperar un tiempo sagrado, pero en este caso no se trata del tiempo cósmico sino del tiempo cardíaco que, al decir de la artista, depende en buena medida de nuestro estado emocional. La instalación consiste en un corazón construido con alambre tejido, por cuyo interior pasan cables –cavidades y vasos sanguíneos– que encienden lámparas led rojas, imitando la circulación de la sangre. El espectador puede manipular una perilla con la que acelera o disminuye los latidos de ese pobre corazón, latidos que se replican en un parlante además de en las luces secuenciadas.
“La obra busca generar en el espectador contemporáneo una reflexión sobre la importancia de la regulación emocional en una época en que los contextos de estrés son tan habituales como las enfermedades cardiovasculares”, dice la artista y
advierte: “Claro que regular no significa reprimir”.
Quien conoce bastante sobre este tema es el biólogo y artista visual Pablo La Padula, convocado precisamente por esta doble condición, para coordinar los “Diálogos cruzados”, un ciclo de charlas que indagó sobre las distintas miradas y los puntos en común que existen entre la práctica científica y la práctica artística.
Como se aprecia, si bien el objeto exhibido o representado es verdaderamente central en cada obra, la fuerte impronta conceptual de las piezas expuestas es una tendencia que se verifica en cada una de las cinco sedes donde se desarrolla este FASE 9: además de las obras expuestas en el Centro Cultural de la Ciencia hay obras de arte sonoro en la Casa Nacional del Bicentenario, un set de audiovisuales y performances en el Centro Cultural Recoleta, proyectos audiovisuales en el Centro Cultural San Martín y talleres de formación en el Centro Cultural Rojas. Este despliegue hace que FASE, después de nueve años de trabajo, comience a concebirse como un encuentro que ha servido como plataforma o usina de experimentación a artistas emergentes provenientes de distintas disciplinas. Las palabras que allí se escuchan, sin embargo, no tienen que ver con corrientes estéticas, más allá de algún caso en particular, como el de la instalación “Integrados y convergentes” realizada por el colectivo de investigación de la Facultad de Arquitectura y Diseño de la UNLP, donde intervienen tanto procesos analógicos como digitales para conformar una estructura o ecosistema que integra elementos solidarios. Ellos inscriben esta obra dentro del arte generativo. Pero luego siguen hablando el lenguaje de la técnica: para describir los materiales empleados o expresados en las obras no hablan de óleos o acrílicos, de claroscuros ni de pinceladas, de perspectiva o minimalismo, sino de software y hardware; incluso se bromea con los microbots, que es el robot ensamblable que Hiro Hamada, el personaje de la película de animación Grandes héroes, presenta en una feria de tecnología.
Ese ambiente, jovial lúdico y festivo pero profundamente informado, es el que se respira en las salas de FASE 9. Sólo para quienes estén dispuestos a tratar de entender.