Revista Ñ

Verso y reverso de un sexo inasible

En “Orlando”, Emilio García Wehbi retoma su mirada política del cuerpo a partir de la novela de Virginia Woolf.

- IVANNA SOTO

Orlando no es (ni puede ser solamente) ese personaje creado por Virginia Woolf un siglo atrás. En su diario íntimo, la propia autora describe el relato que dio origen a la que fue su sexta novela (entre otras alusiones, confiesa una búsqueda de fantasía en el retrato de su amante Vita Sackville-West, que acababa de dejarla por otra mujer) como “una biografía que empieza en el 1500 y termina en el presente”. Un presente que es otro que el que pone en juego el Orlando de Emilio García Wehbi, y esa es definitiva­mente su ventaja.

Orlando, una ucronía disfórica es una obra indudable del linaje Wehbi-Marcicel Alvarez. Esto significa que lo que se ve en escena es un tejido complejo. La dramaturgi­a y la actuación, una vez más, se alimentan como un palimpsest­o de todos los sexos posibles para desenraiza­r el cuerpo, su principal obsesión.

Contra la tiranía del texto, esta no es una transposic­ión de la obra de Woolf. En verdad, la puesta se deja atravesar por sus lecturas luego de que se convirtier­a en un texto clave para los movimiento­s queer y feministas: Orlando indaga (como lo hacen, de uno u otro modo, todas las obras de Wehbi) en el plano sexual, contra los mandatos sociales y políticos.

A nivel formal, Orlando bien podría ser la segunda parte de otra obra: Hécuba o el gineceo canino, que el mismo trío puso en escena en el Centro Cultural Rojas un lustro atrás. Como aquella vez, Horacio Marassi, Alvarez y Wehbi aparecen en escena replicando roles y hasta guiños escénicos: el rostro de Alvarez, escondido esta vez bajo la calavera con la que juega Orlando, magnificad­o en las pantallas, la pizza que come Marassi en escena, el discurso que interpela furiosamen­te al espectador.

Son cinco partes que representa­n cada una un siglo distinto. Con el auspicio de piezas musicales que van del Barroco a Lou Reed interpreta­das a un costado de la escena por el cuarteto de cuerdas de la Untref, Marassi es quien introduce los siglos como reacción al chillido de un silbato. Es una suerte de coro griego, un ángel desplumado convertido en bufón con remera de fútbol argentina; macho alfa que se pasea en calzoncill­os, medias blancas y mocasines negros.

Wehbi recurre una vez más a esa especie de narrador externo, un biógrafo que desmolda el texto de Woolf con citas y alusiones desordenad­as a la Historia entendida como documento. Así, se desmarca del contexto y atraviesa las décadas desde lo alto de la escena (como quien ve el mundo desde arriba, sin tocarlo) y graba conceptos como graffitis en un pizarrón enorme que cubre por completo el fondo del espacio.

Alvarez es Orlando y con su personaje habita el tiempo desentendi­da de la cronología y sus consecuenc­ias. Micrófono en mano como en Bambiland o Rey Lear, o más cerca en la Trilogía de la Columna Durruti que la pareja presentó en el marco del FIBA (pocas actrices pueden sostener tal potencia arrollador­a concentrad­a en la voz, en el acto agónico del discurrir textual) en Alvarez la palabra proferida se vuelve dialéctica.

Frente al patriarcad­o y los roles estancos de género, el personaje de Orlando integra la incertidum­bre aceptando que la noción de androginia no es suficiente: no es hombre que deviene mujer ni viceversa. El vestuario y las caracteriz­aciones –la barba incipiente pintada primero, el pelo suelto después– desmienten al lenguaje (que nombra “él” o “ella” como si fuera un modo absoluto de designar el mundo) para demostrar cuánto la realidad lo excede.

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CARLOS FURMAN En escena. Maricel Alvarez y Horacio Marassi; Orlando y el bufón.

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