Construcción de la conciencia
Cada persona que ha observado con suficiente paciencia el comportamiento de la ameba que parte de cacería en una gota de agua, debió haberse asombrado por la semejanza con una acción racional, para no decir humana, que muestra esa gotita de protoplasma. En el excelente libro de Herbert Spencer Jennings, viejo, pero digno de ser leído (Das Verhalten der niederen Organismen), se puede ver y leer la historia de tales cacerías. Reptando por el fondo de su gota de agua, la ameba se topa con otra, menor, y comienza a rodearla, extendiendo los pseudópodos. La otra trata de zafar, pero el atacante sujeta con fuerza una de sus partes. El cuerpo de la víctima comienza a alargarse, hasta que se rompe. El resto de la víctima se aleja con prudente apuro, mientras que el atacante envuelve en plasma aquello que ha arrancado y sigue su camino. Entretanto, esa parte de la víctima que ha sido “comida” se mueve vivamente. Nadando dentro del protoplasma del “depredador”, de pronto llega a su membrana superficial, la rompe y sale al exterior. El “sorprendido” atacante en principio deja que el botín huya, pero de inmediato parte en su persecución. Llega a una serie de situaciones realmente grotescas. El atacante varias veces alcanza a la víctima, pero cada vez se le escurre. Después de varios intentos inútiles, el atacante “resignado” cesa la persecución y lentamente se aleja en busca de mejor suerte cazadora. Lo más raro del ejemplo citado es hasta qué punto somos capaces de antropomorfizarlo. Comprendemos a la perfección los motivos de las acciones de la gotita protoplasmática: el devorar a la víctima, el inicial empecinamiento en perseguirla, finalmente la renuncia frente a la “toma de conciencia” de que el juego no importa un rábano. No por casualidad hablamos de eso en los párrafos dedicados al “material constructivo de la conciencia”.
Atribuimos a otra gente conciencia e inteligencia, porque poseemos ambas. Se las atribuimos en cierto grado a los animales que nos son cercanos, como perros o monos. No obstante, cuanto menos se parezca a nosotros un organismo por construcción y comportamiento, tanto más difícil es reconocer que quizá también conozca sentimientos, temores, placeres. De allí las comillas con las que equipé la historia de cacería de la ameba. El material con el que “está elaborado” un organismo puede ser en extremo parecido al material constructivo de nuestros cuerpos, no obstante, ¿qué sabemos, qué conjeturamos acerca de las vivencias y sufrimientos de un escarabajo o un caracol muriendo? Tanto mayor oposición y reser- vas despierta una situación en la cual un “organismo” es un sistema compuesto por unos criotrones y alambres, mantenidos a la temperatura del helio líquido, o es un bloque de cristales, o hasta una nube de gases concentrada mediante campos electromagnéticos. Ya nos hemos referido al problema hablando de la “conciencia de la máquina electrónica”. Ahora no estaría mal solo generalizarlo. Porque sobre si X tiene conciencia lo decide exclusivamente el comportamiento de ese X, entonces el material con el que está elaborado no tiene ninguna importancia. Así pues, no solo un robot antropomorfo, no solo un electrocerebro, pero también un hipotético organismo magnético-gaseoso con el que se pueda charlar un rato, todos pertenecen a la clase de sistemas dotados de conciencia.
El problema general puede formularse así: ¿ciertamente es posible que la conciencia sea un estado del organismo al que se pueda llegar por diversos modos constructivos, como también utilizando diversos materiales? Hasta aquí hemos considerado que no todo lo que está vivo es consciente, pero lo consciente debe estar vivo. ¿Pero y la conciencia manifestada por sistemas evidentísimamente muertos? Con este intríngulis ya nos hemos topado y de algún modo salimos adelante. Mientras el modelo a repetir sea el cerebro humano, que el material sea cualquiera lo dejamos pasar. Pero el cerebro seguramente no es la única solución posible del problema “cómo construir un organismo inteligente y perceptivo”.