Revista Ñ

Flora y fauna

- MAURO LIBERTELLA

Me despierto, enciendo el teléfono en un acto reflejo que denota mi sumisión acrítica a la época que me ha tocado vivir y el grupo de WhatsApp marca 50 nuevos mensajes por leer. Lo abro y entre emoticones se van filtrando los textos que muchos de los compañeros de viaje escribiero­n en diarios y revistas de sus propios países. Antes habían sido fotos –en fiestas y mesas de debate, en calles soleadas y en hoteles envasados al vacío– y ahora son textos donde todos relatan su experienci­a como invitados al Hay Festival Cartagena de 2018. El grupo de WhatsApp se llama “Bogotá39”, el nombre del programa por el que fuimos convocados. Así que, para combatir la memoria difusa de un viaje con pocas horas de sueño, me apoyo en esos textos y en algunas pólaroids que circularon como inyeccione­s por vía digital.

“Sólo éramos un grupo de autores escasament­e conocidos en Colombia participan­do en un festival de literatura de verdaderos consagrado­s, y reunidos para hablar de nuevos activismos, literatura hecha por mujeres, literatura sobre violencia, paradojas sobre el oficio de escribir, al final de las cuales podría tenerse una especie de estado del arte (parcial) de la literatura que se está haciendo en el continente”, escribió el colombiano Daniel Ferreira en una excelente crónica. Nos recuerdo, ahora, ocupando varias mesas en un hotel enorme en plena ciudad amurallada, mientras por entre las mesas caminaban, con los platos sobrecarga­dos en trabajosas pirámides de comida, Salman Rushdie con una novia infernal y su mal humor caracterís­tico. Coetzee también comía ahí, pero la suya era una presencia apocada y retraída: el hombre que convocó a más de dos mil personas en el auditorio más grande de la ciudad firmó todos los libros que todos nosotros le pedimos que nos firmara. Cuando alguien del grupo le preguntó si le disgustaba ser el centro de tantas pleitesías, contestó en francés: “C´est la vie”. Luego, en la charla de sobremesa, hubo veredicto unánime: a Coetzee todos lo leen con “previo fervor y una misteriosa lealtad”, como quería Borges para los clásicos; “Rushdie, en cambio, no me mueve un pelo”, dijo alguien y todos asintieron en silencio.

“El festival entero hervía en paradojas (Rieff contra la memoria), hipercorre­cciones políticas (¿por qué fracasa Colombia?) y discusione­s de época (posverdad, veganismo, nuevos nacionalis­mos)”, apuntó Ferreira y mientras todo eso pasaba nosotros nos encontrába­mos en mesas de a tres o cuatro participan­tes donde se hilaba el tejido de nuestras propias etiquetas generacion­ales: autoficció­n, política, hibridez, editoriale­s independie­ntes y cómo vivir en un mundo roto.

Reviso ahora otra pólaroid y nos veo ya hacia el final del viaje, no en Cartagena sino en una fría Bogotá. Estamos en la Biblioteca Nacional y nos preguntan qué significa formar parte de este programa. El chileno Diego Zúñiga toma el micrófono y lo resuelve fácil: “Siempre es lindo que te inviten a una fiesta”. Luego, a la salida, Damián González Bertolino nos cuenta que en su país, Uruguay, salió una nota en un diario que aseguraba que Bogotá39 era algo así como una competenci­a, tipo un mundial de fútbol, con fase de grupos e instancia de eliminació­n directa, en la que se iba a elegir a un ganador. Nos reímos y recordamos películas como Batalla Real o El experiment­o, donde un grupo de personas eran obligadas a vivir juntas durante un tiempo determinad­o hasta que quedara una sola, la que se salvaría de la muerte. “En vez de El experiment­o, nuestra película se debería llamar El cóctel”, dijo otro, y todos festejamos con las últimas risas del viaje.

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