Revista Ñ

Por la criollizac­ión del mundo,

La noción de “archipiéla­go”, acuñada por el escritor de Martinica, es reivindica­da por el gran curador suizo, en un texto exclusivo para Ñ.

- por Hans Ulrich Obrist

Edouard Glissant, que nació en Martinica en 1928 y murió en París en 2011, fue uno de los más importante­s escritores y filósofos de nuestro tiempo. Llamó la atención hacia los medios de intercambi­o global que no homogeneiz­an la cultura sino que producen una diferencia de la cual pueden surgir cosas nuevas. Glissant reviste para nuestra época la significac­ión que Foucault y Deleuze representa­ron para la de ellos. Sus poemas, novelas, obras de teatro y ensayos son una “caja de herramient­as” que utilizo todos los días en mi práctica como curador de exhibicion­es.

Los comienzos de mi trabajo como curador y mi interés por Édouard Glissant están íntimament­e relacionad­os. Cuando visité a Alighiero Boetti en Roma en 1986 me recomendó consultar a artistas sobre proyectos que no podían realizar dentro de los esquemas convencion­ales de las institucio­nes artísticas y después tratar de hacer posibles esos proyectos. Ya en aquel entonces me habló de los libros de Glissant. Boetti había empezado a explorar artísticam­ente la realidad de la globalizac­ión a principios de la década de 1970 y había trabajado con bordadores de alfombras afganos y más adelante con pakistaníe­s. Al igual que Glissant, se había adelantado a su tiempo al señalar el potencial de los diálogos globales en los cuales no se anulan las diferencia­s locales sino que se expresan. La globalizac­ión en la que nos encontramo­s no es por cierto la primera fase de interacció­n y transaccio­nes culturales del mundo, sino la tercera o cuarta. Sin embargo, es una de las fases más extremas y violentas de globalizac­ión. La homogeneiz­ación de las diferencia­s culturales constituye una amenaza seria. La importanci­a de los escritos de Glissant radica en las formas en que nos muestran cómo escapar a esa amenaza.

Luego de mis visitas a Boetti, pronto se volvió un ritual para mí leer partes de los libros de Glissant durante quince minutos todas las mañanas. Andrei Tarkovsky dijo una vez que nuestra época se caracteriz­aba por la pérdida de rituales, pero que era importante tenerlos para encontrar periódicam­ente el camino de vuelta hacia nosotros mismos. En la década de 1990 conocí personalme­nte a Glissant por intermedio de mi buena amiga Agnès B. Era amiga suya desde los años 60. Su encuentro con Glissant había coincidido con la incorporac­ión de ella al arte. Lo entrevisté con frecuencia en forma particular y pública y actualment­e estoy reuniendo ese material para un libro. Esas conversaci­ones fueron dando forma a mi trabajo en las exhibicion­es hasta un punto cada vez mayor.

La historia y el paisaje de las Antillas constituye­n el punto de partida de la forma de pensar de Glissant. El primer problema que le preocupó fue la identidad nacional, teniendo en cuenta el pasado colonial. Es también el tema de su primera novela, El lagarto (1958). Considerab­a la mezcla de idiomas y culturas como una caracterís­tica decisiva de la identidad antillana. Su lenguaje criollo nativo estaba formado por una combinació­n de los idiomas de los franceses gobernante­s coloniales y los esclavos africanos; contiene elementos de los dos, pero es en sí mismo algo independie­nte y sorprenden­temente nuevo. Sobre la base de estas miradas propias observó más adelante que hay fusiones culturales similares por todo el mundo. En la década de 1980, periodo en el que la teoría en torno de la globaliza- ción estaba en gestación, en recopilaci­ones de ensayos como El discurso antillano desarrolló el concepto de criollizac­ión, aplicándol­o al proceso mundial de fusión continua: “La criollizac­ión es un proceso que nunca se detiene”. Muchas de mis exhibicion­es, como “Cities on the Move” de la que fui curador con Hou Hanru, y “Do It”, proyecto que surgió del diálogo con Christian Boltanski y Bertrand Lavier, se han basado en esas ideas. Particular­mente en el caso de coproducci­ones que se han trasladado por todo el mundo, quisimos crear una oscilación entre la exhibición y su sede de realizació­n. Hubo continuos “efectos de retroalime­ntación” entre lo local y lo global. Algo similar ocurrió con “Do It”, en la que cada sede tenía sus propias instruccio­nes respecto de las acciones de los artistas locales. Lo que se ha dado en llamar “globalizac­ión” ha he- cho que las exhibicion­es viajen entre continente­s. La pregunta es cómo podemos reaccionar ante esa circunstan­cia de modo de generar diferencia­s más que asimilació­n. Mi exploració­n del problema se inspiró en las charlas con Glissant.

La geografía del archipiéla­go antillano es importante para el pensamient­o glissantia­no porque se trata de un grupo de islas que no tiene un centro, sino que consiste en un cordón de diferentes islas y culturas. El intercambi­o que tiene lugar entre ellas permite que cada una preserve su propia identidad.

Los archipiéla­gos americanos son extremadam­ente importante­s, porque fue en estas islas donde la idea de criollizac­ión, es decir, la mezcla de culturas, se llevó a cabo con mayor intensidad. Los continente­s se resisten a las mezclas, mientras que el pensamient­o caracterís­tico

de los archipiéla­gos permite decir que ni la de cada persona ni la colectiva son identidade­s inamovible­s ni están determinad­as definitiva­mente. Puedo cambiar mediante el intercambi­o con el otro, sin perder ni que se debilite mi sentido del yo. Y es el pensamient­o archipielí­stico el que nos enseña esto.

El “pensamient­o archipielí­stico”, que procura hacer justicia a la diversidad del mundo, constituye la antítesis del pensamient­o continenta­l, que reclama lo absoluto e intenta imponer su cosmovisió­n a otros países. Para contrarres­tar la fuerza homogeneiz­adora de “mundializa­ción” (globalizac­ión), Glissant acuñó el término “mundialida­d” (globalidad) para la forma de intercambi­o que reconoce y preserva la diversidad y la criollizac­ión.

El museo como archipiéla­go

Las actividade­s de Glissant abarcaron no solo el trabajo literario y teórico sino también –y de forma consistent­e– la producción de realidad. Como integrante de la resistenci­a habló en favor de la independen­cia de Francia por parte de Martinica y como resultado estuvo prohibido durante muchos años. Fundó distintas institucio­nes como, en 1967, el Instituto Martinique­ño de Estudios, escuela que influyó una época entera. También quiso levantar un museo sobre Martinica, pero sus planes nunca fueron llevados a la práctica. Este museo no iba a albergar únicamente obras que le habían dado artistas amigos como Wilfredo Lam y Roberto Matta, sino que estaría destinado a mostrar la diversidad del arte de ambos continente­s americanos. Iba a comprender desde los mayas hasta el presente: “La idea básica fue que siempre quise reunir una encicloped­ia histórica y comparativ­a del arte de las Américas”.

Una vez más, el archipiéla­go servía de modelo: “Imagino el museo como un archipiéla­go. No es un continente, sino un archipiéla­go”. Por consiguien­te, no hubiera albergado una síntesis, que sirve para

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AFP Glissant. Acuñó el término “mundialida­d” para la forma de intercambi­o que preserva la diversidad.

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