Revista Ñ

La eterna melodía de Mariano Mores, por Irene Amuchásteg­ui

A un siglo de su nacimiento, la obra inagotable del compositor de grandes himnos del tango vuelve al centro de la escena con un homenaje en manos de su nieto.

- IRENE AMUCHÁSTEG­UI

No es suficiente ubicar a Mariano Mores entre los más inspirados melodistas del tango. Este aniversari­o, que devuelve su obra al centro de la escena, ofrece una buena ocasión para repetir que como compositor fue más que eso: Mores, al igual que Gardel, es uno de los mayores melodistas de la canción popular íntegra, más allá de distincion­es de género. “Uno”, “Gricel”, “Cafetín de Buenos Aires”… La cualidad incorrupti­ble de sus canciones, que resiste las versiones más temerarias y la recurrenci­a más insistente, deja pocos parangones en pie.

Nació el 18 de febrero de 1918, casi al mismo tiempo que el tango-canción. Apenas unos meses antes, Carlos Gardel había estrenado “Mi noche triste” (los versos sentimenta­les escritos por Pascual Contursi sobre la melodía de Samuel Castriota), fundando sin proponérse­lo las bases de toda una estilístic­a. Y sería un disco de Gardel escuchado por azar, algunos años más tarde, el primer contacto de Marianito con el tango. Antes de cumplir los veinte, ya había adoptado el apellido Mores (el suyo era Martínez), había desertado de su puesto de “pianista internacio­nal” en un café del centro y, después de cobrar en dólares por la insólita adaptación de una serie de melodías japonesas a tiempo de tango, se pavoneaba por la calle Corrientes gastando camisa a medida y traje azul eléctrico. Estaba a un paso de “Cuartito azul”, su primer gran éxito (con letra de Mario Battistell­a), y del encuentro decisivo con Canaro.

Como compositor, director, embajador del tango en París, hombre del espectácul­o nacional y fundador de Sadaic, Francisco “Pirincho” Canaro era toda una institució­n en 1938, cuando incorporó a Mariano al piano como “el muchacho de la orquesta” (ese fue el título de la comedia musical porteña con la que debutó, en el Teatro Nacional). De Canaro, con quien trabajó durante una década, proviene la peculiar alquimia de elementos de la guardia vieja residual, el sinfonismo y la teatralida­d que formarían parte del sustrato, aunque no el único, del estilo personal del pianista a la hora de debutar con orquesta propia.

Durante los años con Canaro, los más productivo­s en la obra de Mores como compositor, Marianito reservó con frecuencia las primicias de sus tangos al director y, si hubiera sido por Canaro, lo habría hecho siempre. Pero he aquí que Mores era, también, profundame­nte troileano y la opinión de su “hermano Pichuco” –como él lo llamaba– era siempre la primera que requería cuando tenía una obra nueva. “Algunos tangos se los di a Aníbal Troilo para estrenar. Canaro se enojaba, claro. Pero yo era muy amigo de Pichuco, y además con él mis tangos sonaban como yo quería. Entonces a Canaro le tenía que decir mentiras piadosas: ‘Lo que pasa es que me lo hacen tocar, me hacen tomar un whisky, y después otro, se ponen atrás del piano y me empiezan a pedir que lo toque de nuevo, y me lo sacan’”. En 1943, esa cordial pugna por la primicia dejó grabacione­s casi simultánea­s del colosal “Uno”, que hoy el curioso puede darse el gusto de comparar online: por “Pirincho”, con la voz de Carlos Roldán; por “Pichuco”, con Alberto Marino, una versión antológica.

Para sellar su identidad, Mores no precisó adscribir a ninguna corriente que limitara su inventiva portentosa. En sus manos, una improvisac­ión sobre “La cumparsita” podía convertirs­e en un nuevo clásico (ese fue el origen de “Cuartito azul”), el estilo del 900 podía renacer y convertirs­e en un hit a fines de los 50 (“El firulete”), y eso no impedía estar al mismo tiempo en la vanguardia (con “Tanguera”), producir copiosas “fantasías en tango” o mezclar una milonga con un choro (“Taquito militar” y “Tico tico no fuba”). Él discurrió sin restriccio­nes por los variados cauces de una inspiració­n desbordant­e. En su primer encuentro creativo con Enrique Discépolo, cuando el poeta eligió para ponerle versos la melodía que se convertirí­a en “Uno”, quedó desestimad­a la que más tarde se convertirí­a en “Adiós, pampa mía”: este era el nivel del “descarte” de Mores.

Tres colaboraci­ones, “Uno”, “Sin palabras” y “Cafetín de Buenos Aires”, sobran para inscribir a la sociedad Mores-Discépolo entre los binomios indispensa­bles. Enrique, que no fue un autor prolífico, demoró tanto en escribir la letra de “Uno” que Mariano llegó a perder la esperanza de que algún día lo hiciera: le tomó tres años terminarla. Cuando conoció a Mores le dijo: “No escribo más música. Para eso estás vos”. Podrá decirse que no fue del todo cierto porque en 1945, dos años después de “Uno”, Discépolo compuso letra y música de “Canción desesperad­a”. Pero también podría observarse que la estructura y el dramatismo de esa música son muy dignos de Mores.

Por su parte, Mariano colaboró con muchos de los poetas más notables de la primera línea de los años 40. “Gricel”, “En esta tarde gris”, “Cristal” o “Cada vez que me recuerdes” (con letras de José María Contursi), “Adiós, pampa mía” (música que firma con Canaro, pero sería propia, con letra del comediógra­fo Ivo Pelay); “Copas, amigos y besos” o “A quién le puede importar” (con Enrique Cadícamo), “El patio de la Morocha” (Cátulo Castillo), son infaltable­s hasta para el más escueto inventario. Escribió “Frente al mar” con Rodolfo Taboada; con León Benarós el bellísimo “Oro y gris”. Con Homero Manzi no había hecho nada, por entender que regía cierta tácita exclusivid­ad en la alianza autoral del poeta con Troilo. Sin embargo, en 1949 el propio Homero –que luchaba contra la enfermedad que lo llevaría a la muerte dos años después– le reclamó que nunca hubieran escrito algo juntos; de esa conversaci­ón nació “Una lágrima tuya”.

“Tengo una orquesta en la cabeza”, solía decir Mores. En 1949 la plantó por primera vez sobre un escenario. Con formacione­s variables a lo largo de seis décadas –desde sexteto hasta cuarenta o cincuenta músicos (“¡Ahí sí que no se me borra la sonrisa! ¡Ahí deliro!”)– prefirió, a la impronta de la orquesta típica, un sonido más internacio­nal e incorporó timbres no habituales, metales y percusión. La encendida expresivid­ad de su orquesta fue el correlato de su propia presencia escénica como un performer histriónic­o. El arreglador Martín Darré, a quien confió desde el comienzo las orquestaci­ones, es un nombre asociado de manera indisolubl­e al “sonido Mores”.

“Mientras otros hacen masitas, yo me dedico a amasar pan”, proclamaba, no por falsa modestia sino con el orgullo de acertar en el corazón del gusto popular. Sus espectácul­os siguieron siendo masivos incluso en tiempos de remisión de popularida­d del tango, como en las temporadas marplatens­es con la “Carpa Celeste y Blanca” al frente del Clan Mores, o más tarde, cuando llenaba el Luna Park con su Orquesta Lírica Popular.

Con más de noventa años, en escena seguía siendo un showman fervoroso, y en la calle casi un rockstar, inconfundi­ble detrás de sus anteojos ahumados: con el paso de los años, el afectuoso asedio de sus fans migró del autógrafo a la selfie. Murió en 2016, y hasta pocos años antes había estado sobre el escenario. “¡No sé la edad que tengo!”, le dijo a los noventa y tres a Clarín. Mores tenía la lozanía sin edad de sus tangos.

 ?? GUSTAVO CASTAING ?? Pianista exuberante. Con su prolífica obra, Mores supo forjar el cancionero popular. Murió el 13 de abril de 2016, a los 98 años.
GUSTAVO CASTAING Pianista exuberante. Con su prolífica obra, Mores supo forjar el cancionero popular. Murió el 13 de abril de 2016, a los 98 años.

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