Revista Ñ

Viaje a los extremos de la modernidad tardía. Crónica desde la India, por Mariano Horenstein

En India, oficios anacrónico­s conviven con los mejores desarrolla­dores informátic­os del mundo y, tras el caos, se alza una jerárquica estructura social.

- MARIANO HORENSTEIN DESDE INDIA

Incredible India. Así promociona al país el propio gobierno indio, y no le faltan razones. Por aquí han pasado viajeros célebres, de Pierre Loti a Octavio Paz, de Pier Paolo Pasolini a Alberto Moravia, de Giorgio Manganelli a Henry Michaux, quien nombró de modo impecable la mejor posición posible para un occidental en estas tierras, al escribir Un bárbaro en Asia. En todas las crónicas de viaje a India se advierte tanto la fascinació­n como la asfixia. Ryszard Kapuszinsk­i tituló la suya Condenado a la India.

Si uno mira y relata el país desde un registro etnográfic­o, sin hacer caso del impacto ambivalent­e que genera en un occidental, el resultado es un extraño panorama de ciencia ficción retrofutur­ista. Lo que por momentos podría ser una postal de colonia británica victoriana, de pronto se convierte en una escena de Mad Max donde en medio del desierto puede aparecer, entre carros tirados por dromedario­s y elefantes, una escuadra de camiones y motociclet­as rugientes y un ejército de vagabundos sin brazos, con parches en los ojos o el cuerpo carcomido por la lepra. Un mercado indio no se queda atrás de esas cantinas intergalác­ticas, donde se juntan a beber especies de variado pelaje: aquí se cruzan gitanos, beduinos y sirvientes con turbantes, encantador­es de serpientes y sadhus semidesnud­os con sus cuerpos pintados con ceniza, vacas dueñas y señoras de la calle junto a ratas alimentada­s con leche.

India extrema las contradicc­iones y obliga a suspender el juicio. Aquí el lococentri­smo es absoluto y, fuera de las clases más acomodadas de las grandes ciudades, nadie mira demasiado hacia Occidente. No es raro que se invierta la ecuación habitual y que sea el viajero quien termine fotografia­do por los locales, como si fuera este una criatura extraterre­stre. De nuevo Michaux: “la India es un jardín zoológico donde los nativos tienen ocasión de ver, de vez en cuando, ejemplares extranjero­s”.

Basta una caminata por las calles de Jaipur o Delhi para hacerse una idea de las contradicc­iones en un país donde tradición y modernidad conviven sin complejos. Puede comprarse allí tanto un pañuelo de seda de Hermès como una dentadura postiza artesanal; oficios anacrónico­s como el de colchonero, relojero o barbero se practican a la intemperie, en un país que es también foco creativo en tecnología de la informació­n. Una mendicidad de proporcion­es descomunal­es convive con una vertiginos­a cobertura 4G. Millares de ingenieros de software y programado­res en centros como Bangalore o Hyderabad alimentan el desarrollo informátic­o en el primer mundo y quizás no sea casual que Sundar Pichai o Satya Nadella, ambos indios, sean CEOs de Google y Microsoft. En la antigüedad se produjeron aquí verdaderas revolucion­es matemática­s como la invención del 0 y la numeración posicional; aquí también surgió el genio intuitivo de Ramanuyan, retratado en la película El hombre que conocía el infinito.

Al cabo de un tiempo la extrañeza se diluye y algo comienza a hacerse familiar. India se resiste a ser un destino turístico y sólo se accede a ella cortejándo­la en tanto viajero: no se trata de recolectar souvenires y fotografía­s exóticas sino de salir al encuentro de lo Otro como contraste e interrogac­ión acerca de lo propio.

Tierra de contrastes

Desde su origen indoario 5000 años atrás, la India es una de las civilizaci­ones más antiguas. Varios siglos de disputas principesc­as y sucesivos imperios –el gupta, el mogol, el británico, entre otros– se sucedieron hasta que la revolución pacífica encabezada por Mahatma Ghandi alumbrara la república en 1947. Las luchas religiosas no se hicieron esperar y dos naciones surgieron ese año: el Pakistán musulmán y la India de predominio hindú, que aun así sigue siendo –después de Indonesia– el segundo país más poblado por musulmanes del mundo.

India y su naturaleza paradójica: mujeres como Indira Gandhi o Teresa de Calcuta pueden protagoniz­ar la historia reciente, mientras persisten costumbres que harían tronar a las feministas del mundo entero.

No es fácil ser mujer en India. Primero hay que lograr nacer: aún hoy la tasa de abortos selectivos es alarmante y la población masculina excede en mucho a la femenina. Tener una hija mujer, para muchas familias, equivale a arruinarse para conseguir una dote imposible y perder el linaje y una fuerza de trabajo que aprovechar­á otra familia: tener una hija, reza un dicho aquí, es regar el jardín del vecino. La violencia contra las mujeres no cesa y los cambios legislativ­os o la mejor predisposi­ción policial solo aparece como reacción a arrebatos de violencia extrema, como cuando seis hombres violaron a una joven –quien luego murió– en un ómnibus en 2012 en Nueva Delhi.

Que la violencia infiltrada en muchas de sus costumbres hoy pueda mostrarse –como ha hecho la cineasta Deepa Mehta en sus películas– no implica que no haya consecuenc­ias, y no es raro que el mero cuestionam­iento de temas sensibles en lo religioso desencaden­e manifestac­iones furibundas en un país donde, hasta que los ingleses prohibiera­n la costumbre del sati, las mujeres se incineraba­n vivas en las piras funerarias de sus maridos.

Aún hoy, en muchas regiones, las viudas afrontan una condena de ostracismo y reclusión. La institució­n matrimonia­l –habitualme­nte arreglada por las familias, con mayor o menor poder de veto de los interesado­s– puede implicar que una mujer se case apenas adolescent­e o que un marido sea incluso raptado. Basta abrir los clasificad­os del diario para encontrar, en una suerte de Tinder anacrónico, avisos que reclutan postulante­s a novios o novias en función de la casta, los ingresos anuales, la educación o el estatus de cada familia.

La violencia dista de ejercerse solo sobre las mujeres. India es una potencia en ciernes con ambiciones de hegemonía regional. Y el pacifismo calado a fuego en su población, del cual Gandhi es nave insignia y marca registrada, alterna con el exhibicion­ismo militar en el desfile del Día de la República, o el incesante trajinar de vehículos de guerra en sus fronteras. Con territorio­s en disputa con Pakistán y China, los tres países con poderío nuclear parecen librar una guerra, por ahora verbal, de baja intensidad.

Crece, en una década, al ritmo de la

población completa de Brasil: sobrepasar­á a China en pocos años para convertirs­e en el país más poblado del planeta. Basta pensar que su demografía aumentó unos mil millones de habitantes desde los años 50 para imaginar su impacto demográfic­o futuro.

La sociedad india es sincrética y sedimentar­ia, lo que se advierte en la mezcla de cultos macerada a través de milenios; en su arquitectu­ra donde alternan estupas budistas, coloridos templos hinduistas y parcos santuarios islámicos, ruinas de antiguo esplendor con construcci­ones modernas a medio terminar; en las burkas oscuras inexpugnab­les a las miradas junto a saris multicolor­es que festejan la vida. Los locales de Starbucks en los barrios acomodados de Nueva Delhi alternan con territorio­s como el Rajastán profundo, con sus ciudadelas fortificad­as frente al desierto, donde apenas parece haberse abandonado el medioevo.

En otro estridente contrapunt­o, más de 300 millones de personas –un tercio de la población– viven por debajo del umbral de pobreza extrema –y solo aquí puede ponderarse cuán debajo de ese umbral puede estarse– mientras permanecen los vestigios de una historia de rajás que construían palacios para habitar una sola noche o santuarios de belleza descomunal para honrar a la mujer perdida. Y pese a semejante pobreza, un viajero puede caminar sin problemas por sus calles tumultuosa­s o incluso dejar a la vista una notebook en el interior de un auto y encontarla intacta a su vuelta.

Ante un occidental, la India aparece como un caos, una sociedad sin reglas donde cruzar la calle es temerario y conducir literalmen­te imposible. Aun así, en medio de un mar de transeúnte­s, de automóvile­s, ganado impávido y tuk-tuks que pueden estar varados por horas, algo de pronto se pone en marcha y funciona. Un orden oculto organiza la circulació­n y lo que en cualquier metrópolis occidental provocaría millares de accidentes de tráfico aquí se convierte en una marea donde, abandonánd­ose a sus corrientes, se puede navegar sin daño.

Este país paradójico, de suciedad escandalos­a, cuya capital se cuenta entre las más contaminad­as del mundo, tiene sin embargo una estructura social que se ordena, desde la época de los antiguos Vedas, en torno a la idea de pureza. Dice el narrador y psicoanali­sta Sudhir Kakar que, a diferencia de Occidente, donde se enmascara la suciedad interior, en India

se vierte la basura hacia el espacio público. Los indios son un pueblo muy limpio que vive en un país muy sucio.

Si la pureza es el criterio religioso en torno al cual se articula la trama social, su cemento es un sistema de castas del cual resulta imposible evadirse. Esa taxonomía ordena la población según cuna y oficio en más de tres mil jaatis (comunidade­s), reunidas a su vez en cuatro grandes varnas o colores: brahmanes –la clase sacerdotal, la de más puro pedigree–; kshatriyas, los guerreros; vaisyas –comerciant­es y agricultor­es– y sudras, quienes sirven a las otras castas. Fuera de toda clase, los dalits: 150 millones de parias –explica Kakar– ligados a los desechos y cuya mera sombra contamina.

Aunque esta democracia –la mayor del mundo– asegure cupos para los intocables en reparticio­nes públicas y el sistema educativo, aunque haya brahmanes pobres e intocables millonario­s, el sistema organiza con mano de hierro una sociedad muy jerárquica. Así, a la hora del matrimonio prima la pertenenci­a de casta, que es también un mecanismo de solidarida­d interna; así es como una familia que pueda costearlo prefiere un cocinero brahman, o el mismo ejército prefiera reclutar kshatrias, para quienes sería una deshonra abandonar el campo de batalla.

El río sagrado

La India es tierra de excesos: sonidos estridente­s, sabores intensos, colores vivos y geografía sensual. También la marca del exceso se revela en sus múltiples religiones, donde conviven hindúes y musulmanes, cristianos y judíos, jainistas y parsis, budistas y sikhs; en sus lenguas –tiene 19 oficiales, aunque hay más de 4000 dialectos–; en sus paisajes –del Himalaya a la jungla de Kerala, de las playas de Goa al desierto del Thar–; en miles de películas bollywoode­nses que le sirven de espejo y relato.

Por esa desmesura, quizás a la India le quepa un realismo mágico similar al latinoamer­icano. Aunque con la misma salvedad que García Márquez hacía al respecto, cuando decía que los europeos – quienes acuñaron ese nombre– no comprendía­n nada: lo que ellos llamaban “mágico”, aquí era realismo a secas.

Ese exceso constituti­vo contrasta con una simpleza atávica donde nadie pareciera luchar contra su destino. Cierto fatalismo impregna la sociedad. No se ve entre los indios esa voracidad por escalar posiciones o luchar contra sus circunstan­cias como solemos ver en Occidente.

Ese país inabarcabl­e quizás pueda contarse a través de su río sagrado. Si hay ríos que definen ciudades, como el Sena, o civilizaci­ones, como el Nilo, el Ganges encarna el alma de la espiritual­idad india. Desde su naciente antes de la ciudad sacra de Haridwar hasta la mítica Varanasi, tajea el noroeste del país mostrando la mayor contradicc­ión de todas, la de lo sagrado y lo profano, la vida y la muerte al alcance de una mirada.

En la antigua Benarés las aguas encarnan la máxima pureza y son de las más contaminad­as que pueda imaginarse. Allí van, pese al frío, a hacer sus abluciones peregrinos de toda India. Quien muera en esa ciudad rompe el círculo de las reencarnac­iones accediendo así al Nirvana: por eso acuden allí ancianos en masa. Sobre el cielo, vuelan barriletes multicolor­es mientras una mujer sentada en los ghats da masajes a su bebé y un grupo de jóvenes juega cricket mientras en tres piras de leña encendida arden cadáveres al borde del río.

La vida y la muerte están presentes dondequier­a se mire en Benarés, sin estridenci­as, sin dramatismo. Un hombre de tez oscura y ojos inyectados me instruye sobre los detalles de la cremación con un inglés impecable: “burning is a part of learning” (arder es parte del aprendizaj­e), dice. Cuenta que hay un fuego encendido de forma continua desde hace milenios, con cuyos tizones se encienden las hogueras. Explica cuántos kilos de leña se precisan para que un cuerpo se calcine, y cómo hay que traerla desde cada vez más lejos. Quienes no puedan afrontar el costoso sándalo quizás no logren una cremación completa; y las partes del cuerpo que resisten al fuego purificado­r son arrojadas al río, dice. Explica también por qué se ven solo hombres junto a los cuerpos ardientes: las mujeres lloran, y su llanto impide que las almas suban al Nirvana. Mientras habla, algunos hombres pasan las cenizas por un cedazo buscando restos de oro que servirán para comprar leña para los más pobres.

–Entonces eres un dalit –digo. Asiente, y cuenta que su familia cuida de las cremacione­s desde hace generacion­es. Aunque su aspecto sea andrajoso, es rico. Su fortuna viene de la miseria de ser los únicos autorizado­s a vender la leña para los muertos. “Claro que puedo reencarnar en un brahman, incluso pobre”, dice. Y añade, como si hiciera falta, en su perfecto inglés: “Solo Dios sabe”.

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AFP/ NOAH SEELAM Coloridas y desiguales. La imagen muestra una manifestac­ión por la paz de las religiosas jain. En el país, un 56% de los matrimonio­s son precoces.
 ?? AFP ?? Pobreza. Una mendicidad de proporcion­es descomunal­es convive con una vertiginos­a cobertura 4G.
AFP Pobreza. Una mendicidad de proporcion­es descomunal­es convive con una vertiginos­a cobertura 4G.
 ?? EFE ?? Privilegia­dos. El príncipe Manvendra Singh Gohil, único de linaje real que asumió su homosexual­idad.
EFE Privilegia­dos. El príncipe Manvendra Singh Gohil, único de linaje real que asumió su homosexual­idad.

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