Versiones en pugna de un pasado sangriento, por Michel Wieviorka
La decisión del Senado polaco de criminalizar a quienes vinculen al país con el Holocausto abre un debate sobre los usos de la memoria.
Qué es la verdad histórica y a quién corresponde establecerla? ¿Al Estado, a los historiadores, a los agentes que cuestionan el discurso nacional en nombre de su memoria? Tales cuestiones surgen periódicamente, sobre todo cada vez que uno o varios nacionalismos sienten la necesidad de señalar su identidad apoyándose en la historia. La sacudida es frecuente: cada nación tiende a privilegiar su versión del pasado pisoteando, en ocasiones, otra; además, en el seno de una misma nación, la relación con el pasado puede variar de forma considerable, por ejemplo, entre grandes familias políticas o religiosas. ¿Quién dirá, por caso, que el discurso nacional catalán, en sus diversas variantes, se corresponde perfectamente con el discurso español en las suyas? ¿O que la historia de la guerra civil española es la misma en los nostálgicos del franquismo y en los herederos de la República? Pero, en tales circunstancias, ¿cómo cabe decir la verdad? ¿No es posible, como han intentado en algunas experiencias historiadores de las dos naciones, alemana y francesa, por ejemplo, articular comisiones mixtas en búsqueda del consenso?
Un episodio reciente nos muestra que estas cuestiones lacerantes o desgarradoras se plantean al mismo tiempo a la escala de las naciones y a la del planeta: la reciente votación por parte del Senado polaco de una ley que castiga con hasta tres años de cárcel a quien atribuya a la nación o al Estado polaco los crímenes de los nazis en la Polonia ocupada. En ese país, pero también en otros, en efecto, las reacciones han sido rápidas e intensas. En Israel, el primer ministro Benjamin Netanyahu ha expresado su “viva oposición” a esta ley que la dirección de Yad Vashem, el memorial del Holocausto en Jerusalén, ha dicho lamentar en términos más moderados. En Estados Unidos, el Departamento de Estado ha mostrado en términos muy diplomáticos su “inquietud”.
Es posible que el gobierno polaco dé marcha atrás dada la magnitud de la indignación en el mundo. Ocurre, no obstante, que este asunto plantea preguntas importantes.
Unas afectan a la historia misma tal como se enseña en las escuelas y los manuales de enseñanza. Esa historia ha sido, durante largo tiempo, un relato nacional glorioso que evita cualquier rasgo que pudiera empañar a la propia nación y que, por lo general, valora el discurso de los vencedores. Luego se necesita al menos medio siglo para cuestionar ese discurso; para tomar en consideración los recuerdos y padecimientos sufridos por colectividades humanas dominadas y, en mayor o menor grado, destruidas, que los “vencedores” y quienes guían la nación tienen tendencia a negar, olvidar o minimizar.
En América Latina, movimientos indígenas e intelectuales protestan por el monopolio de los vencedores en el afianzamiento de la historia de la colonización y dan a conocer la perspectiva de los vencidos. En Estados Unidos, la intervención de los defensores de los derechos civiles y de los indígenas ha acabado con el relato de la conquista del Oeste, y Hollywood ha dejado de producir películas en las que unos buenos cowboys daban cuenta de indios bárbaros, estúpidos y alcoholizados. A partir del movimiento en favor de los derechos civiles y luego del Black Power, la existencia y la historia de los afroamericanos han comenzado a ser reconocidas.
Por su parte, en varios países de Europa, la acción conjunta de intelectuales, demócratas y supervivientes y descendientes de las víctimas del genocidio judío ha transformado el relato histórico sobre el Holocausto, desde luego de forma desigual, como puede apreciarse precisamente en Polonia: el trabajo de la Alemania Occidental sobre sí misma ha tenido mayor éxito que el que cabe observar en la antigua Alemania Oriental, en Austria y en Europa central. Y en Turquía, renuente tanto tiempo a reconocer el genocidio armenio, un principio de cambio ha sido perceptible en el contexto del asesinato del periodista armenio Hrant Dink en el 2007, antes del giro autoritario impulsado por Erdogan.
La presión para que la historia se disocie de un discurso nacional más o menos apologético procede también de historiadores que practican desde los años ochenta una historia global mundial y no sólo nacional. Y los esfuerzos conjuntos –o no– de movimientos contestatarios y de intelectuales, empezando por investigadores en ciencias humanas y sociales, hacen retroceder a veces a los poderes conservadores y detienen la tendencia a confiar al Parlamento la tarea de establecer la verdad histórica: se trata de una tarea que corresponde a los historiadores.
Estas cuestiones revisten un giro agudo en la Polonia contemporánea, un país con un fuerte pasado antisemita y en la actualidad enredado en las derivas de un nacionalismo radical. Hay polacos de admirable trayectoria bajo el yugo nazi; Yad Vashem ha contado 6.620 polacos distinguidos como “justos entre las naciones”. Otros, en gran número, han dado pruebas de indiferencia, y el premio Nobel de Literatura Czeslaw Milosz ha escrito páginas magníficas sobre este tema; otros, por su parte, se han sentido satisfechos de ver a los judíos de Polonia desaparecer en los campos de la muerte. Algunos entregaron judíos a los nazis, 250.000 según el historiador Jan Grabowski, autor del libro Caza de judíos; algunos también mataron judíos: 1.600 en la pequeña localidad de Jedwabne en 1941, por ejemplo, como ha consignado el historiador Jan Gross y reconocido el ex–presidente de Polonia, Aleksander Ksanewski en 2001. O en 1946, con ocasión del pogromo de Kielce, en el agitado y turbulento contexto de la toma del poder por parte de los comunistas.
Es cierto que Polonia ha sido en primer lugar víctima de los nazis y que no ha sido su Estado el que ha instalado y asegurado el funcionamiento de la “solución final”. La expresión “campos de la muerte polacos” es, pues, inapropiada. Pero de ahí a criminalizar cualquier afirmación que impute cierta responsabilidad a polacos en la destrucción de los judíos de Europa hay un paso que una nación democrática no debería franquear. Reconocer las situaciones de violencia del pasado nacional, y los errores de una parte de la población o de ciertos dirigentes políticos es crecer, no rebajarse; es un acto de grandeza dejar que los historiadores hagan su trabajo. Es, al parecer, lo que no aceptan las autoridades polacas.