Revista Ñ

Venecia leída en la borra del agua

- MATIAS SERRA BRADFORD

En minutos, de un tren a un pequeño barco: la pérdida de eje es inmediata. A la desestabil­ización de la llegada a Venecia la aceleran el cambio de transporte y de terreno, el balanceo y el sueño retrasado. Compensa el viento frío del Gran Canal, que despabila mientras el vaporetto avanza y los palacios en estado de semiabando­no complacido, terminal, se asoman del pasado –o del reverso del presente– y prometen hundirnos con ellos en la próxima marea.

El verde pálido del agua es el de un estanque entrevisto en una casa ajena en la infancia. Uno no entra a una ciudad, accede a un escándalo. La postal aparente usurpa algo en nosotros y uno gira para palpar qué es lo que falta de un bolsillo. La imagen que se tenía –empacho que el visitante declaró como equipaje de mano– se descascara a medida que la nave va y el idilio entre agua y piedra escenifica borradores de procesos mentales indescifra­dos.

En la cubierta uno se cree inmóvil y lo (demasiado) visible gira al modo de un carrusel en cámara lenta, plano en parte rotatorio, en parte expandido. Fácil creer que acá nació el cinemascop­e (Canaletto lo inauguró sobre tela). La sensación de que algo se inicia, aunque no pueda adivinarse qué: después de Venecia lo que viene es una coma, o dos puntos.

Acá uno busca impregnars­e de un elemento –el agua es una máscara– que nunca dejará de ser inasible; acaso la indiferenc­ia de Venecia hacia la ambición de sufrir. Se viaja para ver otra cosa (diversa de lo que uno ya sabía) y los sucesivos puentes, en efecto, alientan la ilusión de que se pasa a otra fase, y a otra, pero tal vez son sólo escotillas que se entreabren para dejarnos caer otro tanto. En Venecia algo en nosotros se desfonda y uno sólo espera que sea el peor disfraz. Se sospecha que aquí un espejo empezará a ondular, a rizarse, a reemplazar huellas. Venecia hace olvidar velozmente lo que el paseante acaba de hacer y este se marea cuando se detiene. Paradojas del destino, como quemarse un dedo en una ciudad líquida.

Venecia invita –la verónica de un torero– a escribir y a fotografia­r mecánicame­nte. La belleza evidente es una pared y ante una cámara el lugar pone la otra mejilla. Reina la venta abusiva de plumas y cuadernos (¿suponen que todos los turistas son aspirantes a escritores, o es la puesta en escena de su sarcasmo?). Comprar libros en Venecia es un acto redundante, pero quizá acá se lea de noche para sembrar en la memoria luces reflejadas. Detrás de la hidrocefál­ica iglesia de Salute campean calles con un vacío generoso. Qué ridículo caminar rápido en Venecia. Los jardines de islas se repliegan doblemente y las plazoletas exhiben sus perfectos árboles invisibles. Qué raro será nadar después de haber cruzado este principado de canales.

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M.S.B. Canal cerca del puente del Rialto. Un gondoliero maniobra en medio del “tráfico”.
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