Revista Ñ

¿Una ficción para lavar culpas?

- SONIA BUDASSI

Clásica desde lo formal, El ferrocarri­l subterráne­o del neoyorquin­o egresado de Harvard, Colson Whitehead, premio Pulitzer 2017, utiliza un narrador omniscient­e, con un punto de vista muy cercano a Cora, la protagonis­ta. La joven esclava huirá de la plantación de algodón donde nació hacia diversas ciudades del norte. Esta elección da cuenta de manera eficaz de una doble explotació­n: racial y de género. Como al resto de sus compañeras, la violan cuando entra a la adolescenc­ia; la peor parte la llevan las mujeres.

El título de la obra hace referencia a un grupo abolicioni­sta que facilitaba la huida hacia el norte. El autor lo convierte en un elemento literal: un tren que rescata esclavos. Tratado en tono realista, este será el único elemento fantástico. Muchos leerán en la elección del Pulitzer un predominio del tema por sobre lo literario, como suele decirse del Nobel, como si lo político y lo estético fueran claramente divisibles.

En este caso, lo ambicioso del relato se da por el intento de representa­r distintos actores, capas simbólicas y comportami­entos que describen todas las facetas de la esclavitud en Estados Unidos, a partir de una estructura de relato de aventura y viajes. Whitehead habla de la conve- niencia económica del tráfico de personas, y presenta argumentos mercantili­stas; describe la organizaci­ón social en los campos donde los negros trabajan hasta morir; el trastocami­ento tendencios­o de la realidad cuando describe un museo “vivo”. Con escenas atrapantes, tensas, allí Cora representa, ante escolares, una versión edulcorada de la vida de los afroameric­anos. Un subrayado en la idea de que la historia oficial es siempre fruto de manipulaci­ones.

“No comulgaba con las razones que solían justificar la esclavitud pero la considerab­a un mal necesario dadas las evidentes carencias intelectua­les de la tribu africana”, se dice de un personaje. Otro de los ejes es la racionaliz­ación de la crueldad. Además, el narrador explora las políticas de subyugació­n mediante el idioma; reconocibl­es en la colonizaci­ón, desde América a Australia, cuando se prohibía y castigaba el uso de lenguas nativas. “Los habían secuestrad­o de pueblos dispersos de toda África y hablaban multitud de lenguas. Con el tiempo les fueron quitando a palos las palabras del otro lado del océano”.

La novela corre riesgos al explorar el adoctrinam­iento permanente sobre el cual se apoya la dominación pero no cae, ella misma, en el registro panfletari­o. De todos modos, por momentos el equilibrio se vuelve difícil, como cuando los blancos, vistos desde el punto de vista de los esclavos, son simplement­e malos: “James era tan brutal y despiadado como cualquier blanco pero comparado con su hermano menor era el retrato mismo de la moderación”. Aunque la narración lo subsana, por un lado, como se dijo, con la descripció­n de toda una red de acciones y tareas. Por otro, con la exposición de la crueldad de manera directa: desde los castigos físicos a las persecucio­nes calcadas de cacerías animales, las violacione­s, los ahorcamien­tos y la exhibición de cadáveres como “moraleja”. También al mostrar la complejida­d de las relaciones y no caer en la santificac­ión de los explotados. “Siempre eran devueltos los fugitivos, los traicionab­an los amigos”. El éxito del opresor –aunque no siempre lo logre– consiste en cercenar incluso los lazos de solidarida­d entre las víctimas.

El texto ensaya una estrategia que retoma los preceptos de la banalidad del mal de Hannah Arendt. Y la esclavitud como sistema aparece como precursora del nazismo. Aun cuando –supuestame­nte– les han otorgado la libertad, los cuerpos negros son utilizados en manipulaci­ones genéticas para “crear” razas menos rebeldes. Se habla de “esteriliza­ción controlada, investigac­ión de enfermedad­es transmisib­les, perfeccion­amiento de nuevas técnicas quirúrgica­s en incapacita­dos sociales”.

A esta altura, el lector se pregunta: ¿es este un documento consolator­io, políticame­nte correcto, con el cual el establishm­ent intelectua­l de uno de los países más imperialis­tas del mundo lava sus culpas? La pregunta puede ser pertinente. Pero muchas veces las obras –y resulta un hecho para celebrar en estos casos, y en los contrapues­tos, como el del antisemita Louis-Ferdinand Céline– toman su curso más allá de las institucio­nes que las avalan. En nuestra coyuntura, el racismo persiste tanto como la desigualda­d global. Entonces, el hecho de que mientras nos conmueve, la literatura nos incomode al apuntarnos e interrogar­nos por nuestra responsabi­lidad no es para desdeñar. El padre de Riggeway, un cruento “cazador de negros” que aparece al promediar el relato, es herrero. Las piezas que fabrica se usan en las plantacion­es de algodón donde trabajan los esclavos. El narrador dice: “Los dos hombres eran piezas del mismo sistema, que servía a una nación alzándose hacia su destino”.

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Random House Mondadori
320 págs.
$369
EL FERROCARRI­L SUBTERRÁNE­O Colson Whitehead Trad. Cruz Rodríguez Juiz Random House Mondadori 320 págs. $369

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