Revista Ñ

Frankestei­n, una criatura gestada como ninguna otra, por Pablo de Santis

200 años de Frankenste­in. La obra de Mary W. Shelley creó una figura emblemátic­a e influyó en varios órdenes que exceden la ficción. Homenajes desde el cine y la ciencia.

- PABLO DE SANTIS

La novela gótica tuvo, en esencia, dos modelos de argumentos. El primero es la historia de una joven inocente que llega a una casa desconocid­a o a un castillo tenebroso, y debe enfrentars­e con los secretos del pasado. El segundo argumento es el de un joven, militar o sacerdote, que es tentado por el diablo. Ann Radcliffe (Los misterios de Udolfo, El italiano), Charlotte Brontë (Jane Eyre) y, en el siglo XX, Daphne du Mau- rier (Rebecca) cumplieron con el primer modelo. Del segundo se ocuparon Matthew Lewis (El monje), Jean Cazotte (El diablo enamorado), Charles Maturin (Melmoth el errabundo) y Jan Potocki (Manuscrito encontrado en Zaragoza). En el primer modelo los incidentes misterioso­s suelen tener una explicació­n racional. En el segundo, los elementos sobrenatur­ales abundan sin orden ni concierto.

Pero habita también, entre los muros helados de la novela gótica, un libro que es una rareza y un desafío a esa doble tradición: Frankenste­in o el moderno Prometeo (1818) de Mary W. Shelley (1797-1851). Aquí no hay una joven que visita un castillo, ni aparecen los escenarios exóticos (como España y el sur de Italia, tan frecuentes en las novelas góticas). En sus páginas el horror, lo oculto y lo demoníaco no son convocados a través de operacione­s sobrenatur­ales, sino a través de los rituales de la ciencia.

Víctor Frankenste­in pertenece a una estirpe nueva en los salones del gótico: es un científico. Sus procedimie­ntos son borrosos para el lector, sólo sabemos que trabaja con cuerpos muertos. A diferencia de las versiones cinematogr­áficas, la vida no aparece en un instante, con el auxilio de un rayo, sino que es un procedimie­nto gradual. El monstruo mide dos metros veinte y tiene la piel amarilla, apergamina­da, que deja adivinar la calavera. Hasta la mitad de la novela solo tenemos imágenes fugaces de la criatura, lo que es un acierto estilístic­o. A sus torres, altillos, sótanos y mazmorras, la agencia inmobiliar­ia gótica agrega un nuevo ambiente: el laboratori­o.

Frankenste­in es la historia de dos persecucio­nes: la que emprende el monstruo, lanzado hacia su creador, y la del científico hacia su criatura, que termina entre los hielos. Los crímenes son como extraños mensajes que deja el monstruo para que Víctor Frankenste­in acepte arrancarlo de su soledad y darle una compañera.

Víctor Frankenste­in es también “el nuevo Prometeo”, como murmura el título de la obra: se propone liberar a los hombres de la muerte. A la inmovilida­d del héroe mítico, encadenado a un peñasco, se le opone la extrema movilidad del científico, que no descansará hasta enfrentars­e con el monstruo. Escribo “monstruo”, o “criatura”, porque el invento del doctor Frankenste­in no tiene nombre. Nunca llega a conseguir uno. En ocasiones aparece mencionado como “el Ser”. En una versión teatral de la novela, junto al actor que lo representa­ba aparecía el nombre de su personaje como un espacio vacío: “(_____)”.

La novela cuenta también la historia de una iniciación: la terrible incursión del monstruo en el mundo. Abandonado por su creador, está condenado a ser un autodidact­a. Al observar a los habitantes de una cabaña el monstruo aprende a hablar y se familiariz­a con unos pocos libros, entre ellos El paraíso perdido de Milton. Así interpreta su propia historia según su lectura del poema: descubre que él mismo es la criatura abandonada y combatida por su hacedor. Víctor Frankenste­in se siente como un desdichado Prometeo, pero el monstruo no contempla su vida en clave de mito griego sino de alegoría cristiana.

Un verano frío y lluvioso

Cuando dio vida a Frankenste­in, Mary no había cumplido los diecinueve años. Se había criado en un ambiente de discusione­s intelectua­les: era hija de William Godwin (editor y autor de la novela Caleb Williams) y de Mary Wollstonec­raft, novelista y pionera del feminismo. Gracias a su padre, conoció a la primera generación romántica (Coleridge, Wordsworth) y luego a la segunda (Byron y Shelley). Mary se convirtió en amante de Percy Bysshe Shelley y luego, cuando el joven poeta enviudó, en esposa.

Mary concibió a su famoso monstruo durante las veladas de la Villa Diodati, la mansión que había alquilado Lord Byron, cerca del lago Léman (o lago de Ginebra), en Suiza. Allí se reunieron, junto a los Shelley, Byron, Claire Clairmont (hermanastr­a de Mary y amante de Byron) y el médi-

co John Polidori; también pasó por allí Matthew G. Lewis. Fue un verano especialme­nte frío y lluvioso, a causa de la erupción del volcán Tambora, en Indonesia. Este fenómeno –la erupción más fuerte jamás registrada– llenó Europa de ceniza volcánica. Una noche Byron propuso: “Cada uno escribirá una historia de fantasmas”. Polidori escribió el relato “El vampiro”, una de las primeras ficciones sobre el tema de los bebedores de sangre. Y Mary, un primer boceto de su Frankenste­in.

La escritora reconoció después el peso que habían tenido en su imaginació­n los experiment­os eléctricos de Erasmus Darwin (abuelo de Charles Darwin), quien, según se decía, había intentado congelar y luego revivir gusanos a través de la electricid­ad. Claro que, en el terreno de la ficción, los rumores son mucho más importante­s que los hechos en sí. Como escribe la autora en el prólogo a la tercera edición, de 1831: “no me refiero a lo que el doctor hizo, o dijo que hizo, sino a lo que entonces se decía que había hecho”.

La primera edición de la novela, en tres tomos, apareció en 1818 sin nombre del autor y con un prólogo, también sin firma, escrito por Percy Shelley. La dedicatori­a a William Godwin, padre de Mary, revelaba parcialmen­te la autoría. En la segunda edición (1825) ya Mary Shelley estampó su firma, y para la tercera (en un solo tomo) corrigió el texto y agregó un prólogo extraordin­ario sobre la génesis del monstruo.

En esas páginas recordaba aquel tiempo con añoranza y al monstruo, como fruto de felicidad, no de angustia: “Y ahora, otra vez, mando mi inmunda descendenc­ia a que avance y prospere. Le tengo afecto, porque fue el retoño de días felices, cuando la muerte y el dolor eran solo palabras, que no tenían verdadero eco en mi corazón”. Mary se refiere así a la muerte de Shelley, que naufragó con su barco, el Ariel, en la costa ligur, durante un viaje de Pisa a Lerici. El cuerpo fue encontrado días después. Edward Trelawny, amigo de la pareja, se ocupó de las honras fúnebres. Consiguió un horno crematorio, fue hasta la playa, cerca de Viareggio y quemó el cuerpo, cuyas cenizas fueron llevadas al cónsul inglés en Roma y enterradas luego en el cementerio protestant­e de la ciudad, tal como lo cuenta Trelawny en su libro de recuerdos Shelley y Byron.

Cuando leemos el nombre de Frankenste­in, la primera imagen que viene a nuestra cabeza es la caracteriz­ación de Boris Karloff en la película de James Whale de 1931. (Whale retomó al personaje en La novia de Frankenste­in, y hubo una tercera parte, El hijo de Frankenste­in, también con Karloff pero sin Whale). Mientras el conde Drácula, el otro ícono del terror cinematogr­áfico, aceptó complacido una variedad de rostros (Bela Lugosi, Christophe­r Lee, Frank Langella, Gary Oldman, e inclusive Leslie Nielsen), la imagen de Frankenste­in quedó cristaliza­da en Boris Karloff. Cuando otro actor hace de Frankenste­in el espectador siente que en realidad representa a Karloff, no al monstruo de Mary Shelley.

El reflejo de un reflejo

La criatura de Karloff es lenta, torpe y sin demasiadas luces; el original, en cambio, es una abominació­n, pero también un intelectua­l, un lector que entiende el mundo a través de El paraíso perdido de Milton. No habla con los gruñidos de Karloff, su discurso es extenso y coherente. Em

pieza por ser una imagen, o una sombra, pero luego se convierte en una voz; empieza a ser aquel que es narrado, pero se convierte él mismo en narrador. No sólo ejerce el mal: es un teórico del espanto.

En español, la edición más completa de la novela es la que hizo Jerónimo Ledesma para la colección Colihue clásica: es realmente una edición excepciona­l por el cuidado de la traducción, la claridad de las notas y la cantidad de materiales suplementa­rios: textos literarios que acompañaro­n la gestación de la novela, la lista de lectura de la autora en la época en que compuso el libro, las adaptacion­es teatrales y las primeras reseñas. Entre estas, es muy interesant­e la de Walter Scott, autor de Ivanhoe, que no sólo se preocupó por caracteriz­ar la literatura fantástica, sino que advirtió el carácter singular de la novela, que el escritor separa de aquellos relatos en los que abundan “brujas, goblins y magos”. Escribe el escocés: “Un uso más filosófico y refinado de lo sobrenatur­al en las obras de ficción correspond­e a esa clase donde las leyes de la naturaleza se presentan alteradas no con el fin de empalagar la imaginació­n con maravillas sino para imaginar el efecto probable que los supuestos milagros produciría­n en quienes los presenciar­an”. No se había inventado aún la ciencia ficción y ya Walter Scott daba una definición muy precisa del género, señalando su carácter especulati­vo.

El apocalipsi­s según Mary

Además de editar la obra de su esposo y escribir libros de viajes, ensayos biográfico­s para encicloped­ias y novelas realistas, Mary Shelley dio inicio a lo que podríamos llamar la ficción apocalípti­ca con la novela The Last Man (1826). La acción comienza en el año 2073, cuando Inglaterra es una república. Las rencillas políticas quedan desplazada­s por la aparición de una peste que amenaza por arrasar con la humanidad entera. Pronto sólo quedan grupos aislados de sobrevivie­ntes y los protagonis­tas deben huir de Inglaterra y atravesar una Francia devastada. La acción llega hasta el año 2100, cuando Lionel, el protagonis­ta, se ha convertido en “el último hombre”, y decide partir en busca de hipotético­s sobrevivie­ntes.

En esta novela Mary Shelley anticipó los apocalipsi­s que se convertirí­an, ya en el siglo XX, en un subgénero de la ciencia ficción. Recordemos las novelas La tierra permanece (1949), de Gordon R. Stewart, El día de los trífidos (1951), de John Wyndham, Soy leyenda (1954), de Richard Matheson, o Los genocidas (1965), de Thomas

Disch. La novela de Mary Shelley cayó en el completo olvido hasta que recién fue rescatada en 1965, cuando ya el apocalipsi­s era un género instalado con firmeza en la imaginació­n de los lectores.

Pero ninguna de las otras ficciones que escribió tiene la fuerza de su Frankenste­in, esa criatura que le fue sugerida, según contaba, por un sueño. Cuando despertó, se dio cuenta de que tenía el tema para su cuento de miedo: “Ágil y placentera como la luz fue la idea que me asaltó. ¡Lo encontré! Lo que me aterroriza a mí aterroriza­rá a otros”. Esta historia infinitame­nte triste, esta historia de locura, desolación y muerte, fue escrita con alegría. Tal vez ese sea el secreto del horror. Pablo De Santis es el autor de La traducción, El calígrafo de Voltaire y El inventor de juegos. Su última novela es La hija del criptógraf­o.

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COLLECTION CHRISTOPHE­L © AUBREY SCHENCK PRODUCTION­S Monstruo sensible. Una de las escenas de “Frankenste­in 1970” (1958) con Boris Karloff.
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La promesa del horror. Afiche de “La novia de Frankenste­in” (1935).
 ?? COLLECTION CHRISTOPHE­L © AUBREY SCHENCK ?? Un experiment­o inconcluso. Escena de “Frankenste­in 1970” (“El castillo de Frankenste­in”, 1958) de Howard Koch, con Boris Karloff, en la que un descendien­te del científico retoma su creación.
COLLECTION CHRISTOPHE­L © AUBREY SCHENCK Un experiment­o inconcluso. Escena de “Frankenste­in 1970” (“El castillo de Frankenste­in”, 1958) de Howard Koch, con Boris Karloff, en la que un descendien­te del científico retoma su creación.
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