La autora de sus días, por Esther Cross
Creció en Londres, “la ciudad oscura”, en una casa donde la familia tenía una editorial y librería en planta baja. Sus padres eran escritores y pensadores de avanzada. Su relación con la palabra escrita nunca fue ingenua. Los libros contaban historias, formulaban teorías, eran una fuente de ingresos y un modo de vida.
Algunos se convertían en armas de doble filo, como Memorias de la autora de “Vindicación de los derechos de la mujer”, la biografía que su padre escribió sobre su madre. William Godwin contó la vida personal de Mary Wollstonecraft, muerta diez días después del nacimiento de Mary, convencido de que las biografías rescataban a las personas de “las fauces de la muerte”. Pero el libro despertó más morbo que empatía y generó un escándalo de proporciones.
Quizá por reacción, Mary Shelley fue siempre muy reservada. Coleridge la describió como una niña de silencio cadavérico. De grande fue discreta y precavida pero no pudo evitar que se ensañaran con ella. Poco antes de morir la extorsionaron por unas cartas. Criticaron su carácter, su aspecto, sus relaciones. “¿Van a atacarme, van a defenderme?”, se preguntó, espantada, en su diario al enterarse de que un amigo pensaba publicar una biografía de su marido, el poeta Percy B. Shelley. Quería desaparecer detrás de sus libros.
Y sin embargo, su vida y su obra se entreveran. El romanticismo excedía el campo estético, era una forma de vivir, y Mary Shelley y sus compañeros siempre estuvieron en la mira de la opinión pública. Su relación con Percy B. Shelley fue una historia de amor, una amistad entre escritores y un proyecto reformista. Trataron de alcanzar la máxima coherencia posible entre práctica y teoría, pese a que, como comentó Virginia Woolf, era difícil hacer feliz a la humanidad y a las personas de carne y hueso al mismo tiempo. Encararon el proyecto con optimismo: “Mary cree que con el amor podremos resistir todas las calamidades”, anotó Percy B. Shelley. Viajaban por Europa como una vanguardia itinerante. En el trayecto murieron tres de sus cuatro hijos. Mary Shelley resumía esa época en términos trágicos y la comparaba con una novela romántica: “En nuestro camino hacia la desgracia se presentaban obstáculos casi insalvables y nosotros, enceguecidos, los vencimos”.
Después de la muerte de Shelley en un naufragio, empezó la etapa de la lucha solitaria. Vivió la transición del romanticismo a la era victoriana “como la única sobreviviente de una raza”, decepcio- nada de las personas, agobiada por problemas económicos que equiparaba a la cárcel, con ciertos agravantes: “Todo porque soy una mujer (...) Muchas mujeres que conozco hubieran querido ser hombres. Yo no; no hubiera tenido más talento, y de hecho me hubiera convertido en un ser egoísta, incapaz de conformarse con nada”. Pero hechos y emociones presentan una versión parcial y el cuadro, como dijo ella misma, se completa con la obra de su imaginación.
“Escribo a la mañana”, “leo a la tarde”, “salgo a caminar”, son las frases que se repiten todos los días, todos los años, en sus diarios. En los peores momentos, corrige textos y traduce. Su forma de reaccionar era la escritura. Cuando tenía dieciocho años, escribió Frankenstein, la primera novela de ciencia ficción de la literatura, matriz del monstruo con mayúsculas, radar del miedo y el espíritu de su época. Cuando Percy Shelley murió, ella organizó una campaña entre amigos y editores, reunió sus textos inéditos y publicó su obra con la idea de “conservarlo vivo” para los lectores. Escribió biografías, crónicas de viaje, cuentos, ensayos y novelas. El último hombre es considerada la primera novela futurista de exterminio.
Poco después de enviudar recibió en Génova su escritorio, que había despachado hacía tiempo desde Inglaterra. Le pareció una buena noticia. Murió en Londres en 1851 por un tumor cerebral, después de una agonía larga y dolorosa, atendida por su nuera y su hijo. En uno de los cajones de ese mismo escritorio encontraron, guardados con llave, sus reliquias y sus diarios.