Precursor de la imaginación posorgánica, por Roger Koza
En el comienzo del filme La novia del doctor Frankenstein (1935), Byron, Mary Shelley y su esposo poeta, Percy. B. Shelley, discuten sobre la publicación de una novela de monstruos debido al agotamiento de temas amorosos. Es un inicio inteligente el concebido por James Whale para insistir –después de haber estrenado El doctor Frankenstein (1931)– con ese monstruo concebido por la célebre escritora que murió en 1851 pero inmortalizó a la criatura que desafiaba el origen sagrado de los hombres.
Publicada en 1818, Frankenstein, o el moderno Prometeo tenía como título el apellido del científico que crea al monstruo y construía un denso vínculo con el mito griego en clave moderna. El endemoniado doctor suizo sería para Shelley un descendiente de Prometeo. Es comprensible la filiación pero también se podría sugerir que la novela, más que remitir a la mitología griega, estaba en sintonía con un nuevo espíritu de época que buscaba ensayar acerca del origen de la vida sin la interdicción teológica. La imaginación especulativa tenía mayor libertad. El proceso de secularización en marcha liberaba criaturas rarísimas, en tanto que la angustia se fijaba en la inmortalidad o en la misma regeneración de la materia. Había algo más en todo esto que un Prometeo moderno.
El gran problema del monstruo, tanto en la novela como en el cine, desde su primera adaptación –Frankenstein (1910) a cargo de J. Searle Dawley– es si puede o no superar el gruñido y expresarse en palabras. La primera versión pertenecía aún al cine silente, pero una gran novedad en La novia del doctor Frankenstein es la adquisición del lenguaje; también el placer por escuchar música, fumar y tomar. En efecto, de la primera a la segunda película de Whale hay una sustitución lúdica de la indagación científica por una comicidad contenida que tiene mucho de parodia.
Eso lo entrevió, unos 40 años más tarde, el genio de Mel Brooks en El joven Frankenstein (1940), una extraordinaria comedia que puede ser leída como una superación de las dos películas de Whale: la ansiedad ontológica por la finitud y la comicidad frente al dramatismo filosófico que alberga la creación de una nueva vida sin intermediación divina se combinan muy bien en el filme de Brooks, que tiene un rigor formal tan notable como los de Whale: véanse la elección y elaboración laboriosa de planos, la escala asimétrica entre los hombres, la arquitectura y los interiores, también la relación tenebrosa entre luz y oscuridad. Pero lo más interesante es la premisa materialista en esas tres películas: la elección del cerebro. La procedencia resulta determinante. Se busca el de un genio, se consigue el de un asesino. En este amasijo ontológico el cerebro es crucial.
Esto se vuelve a repetir en Robocop (1987), la magnífica película de Paul Verhoeven, en la que un policía acribillado será tomado como materia para un experimento científico y se convertirá en un robot ideado para mantener el orden de una Detroit asediada por la criminalidad. El sarcasmo en el filme está al servicio de la crítica cultural y nunca debilita la especulación filosófica que postula un remanente material ligado a la memoria, resistencia orgánica por la que el robot no puede imponerse sobre la subjetividad del buen policía. Aquí, la elección de la materia prima del experimento garantiza una feliz fusión subjetiva con la máquina.
El último descendiente de Frankenstein es un niño. En A.I. Inteligencia artificial (2001), el hijo-adoptivo robot nace de la cibernética, pero ese plus que se les adjudica a los entes orgánicos, el de la inteligencia o la dependencia de un orden simbólico, es aprendido por un ente mecánico. El complejo de Edipo es finalmente un programa, y el niño robot lo aprende, lo vive y lo padece. Ya no hace falta la materia para gestar la vida humana. Esto no lo pudo prever Shelley, pero sin su visión decimonónica acerca del origen de la vida no hubiéramos fantaseado con una forma de existencia posorgánica.