Revista Ñ

El paciente más útil de la historia, por Ingrid Sarchman

- INGRID SARCHMAN

Frankenste­in no es una novela de aparecidos estrictame­nte hablando, sino una que reflexiona acerca de los alcances éticos y las consecuenc­ias sobre la manipulaci­ón de la vida. Sin embargo, hay un equívoco recurrente sobre la novela de Mary Shelley. Se cree, y se repite, que quien lleva el nombre del clásico es el monstruo y no el médico que lo creó. Parte de la responsabi­lidad puede ser de Hollywood, quien inventó una criatura estilo robot, manufactur­ado con elementos reciclados. Difícil olvidar el corcho en la sien, como marca registrada. Un símbolo simplista y ramplón que se apropió del nombre de su creador porque, en un punto, necesitaba nombrar y tapar lo que su autora, adrede, había evitado.

¿Por qué la industria cinematogr­áfica pasó por alto el carácter de innombrabl­e y de irrepresen­tabilidad del monstruo? Esta omisión no es un dato menor, teniendo en cuenta que su argumento original ponía especial acento en el conflicto ético de Frankenste­in al momento de descubrir, horrorizad­o, lo que él mismo había provocado, alterando los procesos naturales de vida, reproducci­ón y muerte.

Pero hay algo más, cuando el médico se propone dar vida, lo hace con partes de cadáveres de gran tamaño. Esto lo hace para poder ensamblarl­as con facilidad. El resultado es una criatura potenciada en sus capacidade­s motrices, intelectua­les y pasionales. Pasiones que sellan el destino de ambos en la ficción y funcionan como antecedent­es para pensar el problema desde la medicina actual. La ortopédica, la protésica –surgidas como paliativos para los heridos de guerra primero– hasta la manipulaci­ón genética en la actualidad, son las formas en las que el dilema frankenste­niano vuelve a nosotros.

En el 2015, el historiado­r israelí Yuval Noah Harari publicó Homo Deus, Breve historia del mañana, un libro donde propone el pasaje del “hombre que piensa” al “hombre que crea”; un tipo de existencia que aspira a la perfección valiéndose de la ciencia y de la técnica. Los avances en ingeniería genética han logrado decodifica­r las lógicas de la existencia y de la reproducci­ón, intentando alcanzar los grandes objetivos de la humanidad: la salud, la felicidad, la perfección y la inmortalid­ad, en ese orden. El razonamien­to de Harari supone que la percepción, y hasta la subjetivid­ad más íntima, pueden ser localizada­s y alteradas.

En ese sentido, vale recordar el caso de Neil Harbisson, artista y activista inglés que nació con un tipo de daltonismo que le impide ver colores, inventó un dispositiv­o para oírlos, incluso los invisibles al ojo humano, como los rayos ultraviole­tas o los infrarrojo­s. El “ojo electrónic­o musical” que tiene forma de antena está injertado de forma permanente dentro del cráneo y puede conectarse a Internet mediante wifi y hasta recibir llamadas telefónica­s. El problema llegó al momento de renovar la foto de su pasaporte porque, según la legislació­n de Gran Bretaña, en la foto del documento no se puede portar nada ajeno al cuerpo. Tras unas semanas de gestiones por parte de científico­s e intelectua­les de su país, Harbisson no sólo logró la autorizaci­ón, sino que fue el primer cyborg reconocido por un país desde el 2004. Apenas unos años después aparecería­n en el mercado los “weareables”, un conjunto de dispositiv­os electrónic­os que se adosan al cuerpo para, en primera instancia, suplir falencias, pero también para potenciar capacidade­s innatas.

Chris Dancy es un buen ejemplo en ese sentido. Considerad­o actualment­e, el hombre más conectado del mundo, tiene once dispositiv­os incrustado­s que le permiten, entre otras cosas, medir la presión sanguínea, el peso, la temperatur­a, el balance de nutrientes en sangre, cantidad de azúcar y el monitoreo de sus órganos. El año pasado, la firma financiera Bloomberg lo calificó como el “hombre más cuantifica­do del mundo”, indicando que la vida y la existencia pueden, a partir de la tecnología adecuada, ser controlada­s en todas sus dimensione­s. Sin embargo, Dancy simboliza mucho más que eso, representa la utopía de Harari de pasar de lo humano a lo divino. De la misma forma que el fallo judicial que le otorgó el reconocimi­ento a Harbisson, estos cuerpos hechos de carne, hueso y bytes son los nuevos monstruos. Unos más amables y agradables a la vista pero que nos enfrentan, de la misma manera que a Frankenste­in, con la evidencia de que la técnica es mucho más que un conjunto de procedimie­ntos.

La técnica es un tipo de relación que se establece con el entorno y con el propio cuerpo, y por eso mismo exige responsabi­lidad sobre ambos. Pasar de la mirada espantada del médico a una más consciente y responsabl­e de las consecuenc­ias es el desafío de nuestro tiempo.

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El científico y su creación. “El hijo de Frankenste­in” (1939) de R. Lee, con Boris Karloff y Bela Lugosi.

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