Prohibido en la guerra, rociado en las calles. Entrevista con Anna Feigenbaum, por Ana Prieto
Historia del gas lacrimógeno. Negocio global en alza, se mueve sin regulación. Entrevista con Anna Feigenbaum, autora de una investigación sobre este arma “menos letal”.
Un humo blanco recorre el mundo amasando fortunas y sin rendir cuentas. De la Primavera Árabe a la previa mundialista en Brasil, de las calles de Caracas a las de Cisjordania y Ferguson, del Tucumán de agosto de 2015 al Buenos Aires de diciembre de 2017, el gas lacrimógeno es un negocio en alza que se dispersa sobre la base de leyes ambiguas y secretismo. Pocas de las denominadas “armas menos letales” han gozado de los beneficios de las relaciones públicas como este “disuasivo químico”, cuyo origen se encuentra en la carrera armamentista de la Primera Guerra Mundial, su apogeo bélico en la guerra de Vietnam, y que hoy, prohibido a los ejércitos por la Convención sobre Armas Químicas de 1993, se utiliza para aplacar descontentos civiles en los cinco continentes.
El gas lacrimógeno en todas sus variantes (CS, CN, CR además del OC o gas pimienta) no tiene la letalidad del sarín o la capacidad de horadar la piel del gas mostaza. Sin embargo el Protocolo de Ginebra entiende que en un conflicto armado su uso podría alentar el empleo de químicos más peligrosos. Así ocurrió, en efecto, entre franceses y alemanes en agosto de 1914: los primeros, según se ha documentado, arrojaron granadas de bromuro de xililo a los segundos y les dispararon mientras emergían de las trincheras enceguecidos y en pánico. Los segundos, en una represalia que demoró ocho meses, liberaron cerca de 170 toneladas métricas de gas de cloro en la batalla de Ypres
¿Cómo llegó el gas lacrimógeno, prohibido por su potencial para hacer escalar los conflictos, a ser usado recurrentemente en las calles de nuestros días? La investigadora de la Universidad de Bournemouth, Anna Feigenbaum, lo explora en su libro Tear Gas: From the Battlefields of WW1 to the Streets of Today (“Gas lacrimógeno: de la Primera Guerra Mundial a las calles de nuestros días”, publicado por Verso Books y no traducido al castellano). A través de archivos históricos y médicos, solicitudes de información pública, entrevistas y visitas a ferias internacionales de armas (donde proveedores mundiales como Combined Systems Inc. de EE.UU. y Condor NãoLetal de Brasil despliegan sus existencias año a año), Feigenbaum rastrea el mercado global de este producto tóxico y no regulado, y el lobby norteamericano e inglés que posibilitó que no solo pueda ser utilizado legalmente, sino que también sea concebido como un agente inocuo. Sus efectos perniciosos merecen, según la autora, investigaciones sistemáticas. Pero, además, muchas veces no es el químico el que daña, sino el impacto de su cartucho al ser disparado por la policía. Así murió el docente neuquino Carlos Fuentealba, en abril de 2007. –De todas las armas “menos letales”, ¿por qué te interesaste en el gas lacrimógeno?
–Se trata del arma menos letal más antigua que todavía se usa en la actualidad. Cuando comencé a investigarlo, me di cuenta de que la idea general del control de disturbios provenía en gran medida de la presión internacional para usar gases lacrimógenos, particularmente para controlar protestas laborales y movimientos independentistas coloniales. Debido a que el gas lacrimógeno puede afectar a grandes grupos de personas tanto físicamente (al causar dolor) como mentalmente (al crear pánico), ayuda a la policía a retomar el control del espacio y no solo de personas individuales. Eso hace que sea un arma eficiente en cuanto a costos y tiempo.
–Si comprar, producir, almacenar y utilizar estos gases no es ilegal, ¿por qué suele haber tanto secretismo en torno a esas actividades?
–Porque los gobiernos no siempre quieren que la gente sepa qué armas están comprando o vendiendo, en general escudándose en razones de seguridad. En segundo lugar, existe el secreto corporativo. Al igual que con otros tipos de contratos, las empresas no quieren que sus competidores conozcan sus precios o negociaciones. La tercera razón tiene que ver con la burocracia comercial. Debido a que los recursos para controlar disturbios no se clasifican de manera estándar como “armas de fuego” o “armas”, a menudo se los llama “equipos”, “suministros” o “químicos” de forma más genérica. Esto significa que incluso
si aparecen en un presupuesto público, todo lo que la gente verá serán estas expresiones generales.
–¿Qué desconocemos acerca del gas lacrimógeno?
–No hay datos sobre el número de personas que han muerto por gases lacrimógenos o en relación con su despliegue. No sabemos si causa cáncer, problemas respiratorios en el largo plazo o abortos involuntarios (esto ha sido documentado en estudios médicos de revisión por pares e informes de derechos humanos, pero raramente se investiga).
–¿Qué tan útiles fueron los datos abiertos en tu investigación?
–Este proyecto no hubiera sido posible sin datos abiertos, conocimiento de cómo funcionan las solicitudes de libertad de información y la capacidad de trabajar con herramientas digitales para hacer investigaciones basadas en datos. Cuando existe un interés en no divulgar información al público, particularmente en casos como este, las habilidades de datos son esenciales para impulsar la transparencia gubernamental y corporativa. –¿Cuál es tu respuesta al argumento de que es mejor ser gaseado que recibir un disparo?
–¿Prefieres que te disparen y te arrojen gases lacrimógenos o que tu gobierno escuche tus quejas? Es importante reconocer cuándo el poder elimina la opción de alternativas no violentas. Y lo hace para justificar formas cada vez más represivas, en el intento de que agradezcamos que no nos esté disparando, en lugar de enojarnos porque no nos está escuchando.