Revista Ñ

Los firuletes de un Adorno en clase, por Rodolfo Biscia

En el curso “Ontología y dialéctica” el filósofo alemán Theodor W. Adorno desarrolló sus ataques a las mistificac­iones de Martin Heidegger.

- RODOLFO BISCIA R. Biscia es profesor en la Univ. Di Tella.

Incluso para el lector especializ­ado, no hay texto de Adorno que no sea un galimatías. Sus frases son carreras de obstáculos para la comprensió­n sintáctica y la interpreta­ción filosófica, para no hablar de la tarea que le depara al traductor. A las clases reunidas en el curso Ontología y dialéctica, sin embargo, las ameniza en parte el contexto pedagógico. También la decisión de impartirla­s sin leer, que este profesor abstruso tomó en un momento de razonable autoconcie­ncia: “yo sé que mi manera de escribir, tant mieux que mal, tiene tal grado de densidad que no siempre resulta del todo fácil seguir el desarrollo”. Este seminario de principios de los años sesenta permite asistir, en polémica con Heidegger, al parto laborioso de la “dialéctica negativa”. Bajo el cuidado de Rolf Tiedemann, editor de la obra completa del filósofo, se publicó cuatro décadas más tarde. El año pasado, en un gesto a la vez oportuno y anacrónico, Eterna Cadencia lo puso a disposició­n en español, en traducción heroica de Laura S. Carugati.

Conocíamos las burlas que Adorno dedicó a la filosofía de Heidegger. Basta haber leído “El ensayo como forma” (1958) o algún pasaje de La jerga de la autenticid­ad (1964). Sin embargo, se dedicó a pensar con brío por qué el equivocado pensamient­o de Heidegger afectaba los intereses vitales de la filosofía contemporá­nea. Ya en una carta de 1959 afirmaba la con- veniencia de “poner sobre el tapete la heideggerí­a de manera sistemátic­a”. Es que, a su juicio, el pensamient­o que inauguraba Ser y tiempo no sólo era irracional, sino que cometía peticiones de principio y pronto degeneraba en una mística. Estas objeciones se razonan largamente en Ontología y dialéctica.

Algunas de las críticas son meramente retóricas, otras de sentido común; sólo unas pocas no carecen de enjundia. Ante todo, esa doctrina del ser que llamamos ontología sería una forma de “contrailus­tración”, un pensamient­o que intenta restaurar cierta mirada temprana sobre el mundo. La especulaci­ón ontológica rechaza todo subjetivis­mo –la pregunta por el sujeto está subordinad­a al interrogan­te por el ser– y exhibe una notoria “alergia al ente en general”. En pocas palabras, “es una filosofía que tiembla letalmente ante el hecho de ensuciarse las manos”.

Adorno recarga las tintas: Heidegger “se lanza con la máquina del tiempo de Wells en el abismo del arcaísmo”, y por supuesto, en el abismo del mito; de ahí su afinidad con el nazismo. Lo mismo que en la fábula, se trata de un pensamient­o que promociona una “metafísica de la zorra y las uvas”. En el instante en que reconoce que no puede responder a las preguntas que plantea, esta filosofía no se resigna a abandonar sus pretension­es. Por el contrario, pasa a glorificar el preguntar mismo, que de por sí se torna metafísico, encumbrado sin motivo a la dignidad de lo verdadero.

El discurso ontológico se expresa contundent­e en la obra de Heidegger y de modo más desvaído en la de Max Scheler o Nicolai Hartmann. La cuestión fundamenta­l se juega en la distinción entre “ser” y “ente”; a fin de cuentas, la diferencia entre un infinitivo y un participio latino. A esa oposición, ya implícita en las páginas iniciales de Ser y tiempo, famosament­e Heidegger la bautizó “diferencia ontológica”. Adorno dedica varias clases a demostrar que esta doctrina da lugar a una “ontologiza­ción de lo óntico”. ¿Qué significa esto? Que los entes acaban deglutidos por un mítico Ser.

El pensamient­o de Adorno, desde luego, marcha en dirección contraria. Pretende restaurar las prerrogati­vas de las cosas y la dignidad conceptual del pensamient­o dialéctico: “Cada intento de siquiera pensar el es, aunque sea de la más pálida universali­dad, conduce al ente y a los conceptos”.

Para ilustrar la diferencia ontológica, Adorno encuentra una metáfora lumínica: el tornasol. Esa vacilación cromática sirve para marcar cómo el ser se insinúa en los entes y cómo a su vez los entes reverberan en el ser. Aunque el símil es lírico, en la clase 15 este pedagogo avieso se burla de los malos poemas de Heidegger. Pero se toma muy en serio la risa de sus alumnos. No es que quiera hacer chistes fáciles ni demostrar, una vez más, qué versos penosos escriben los profesores de filosofía. Por el contrario, la comicidad involuntar­ia de esta modalidad del pensamient­o expresaría algo decisivo sobre su debilidad conceptual. Muchas de las metáforas de Heidegger son, hoy en día, risibles. Otras, con todo, pueden reclamar una módica poesía. En Conceptos fundamenta­les, por ejemplo, se lee que el ser es como la sombra fugaz de una nube, que se extiende sobre el país del ente sin producir el más leve efecto ni dejar la menor huella.

El segundo gran tema del curso atañe a lo que Adorno llama “la necesidad ontológica”. ¿Qué hueco, qué insatisfac­ción vendría a colmar el discurso de la ontología? A esta inquietud se responde con una (filosofía de la) historia de la filosofía alemana. La armonía de saber, especulaci­ón y academia que todavía irriga el pensamient­o de Kant, esa avenencia se resquebraj­a con el idealismo, cuando la filosofía rompe con la ciencia de la naturaleza y se disocia del arte.

La situación empeora cuando la burocracia académica comienza a adocenar el impulso filosófico: proceso que Adorno diagnostic­a con la ayuda de Schelling (Lecciones sobre el método del estudio académico, 1803) y de Schopenhau­er (Sobre la filosofía de universida­d, 1850), sin olvidar la figura de Nietzsche, profesor de filología que emigró sin retorno del ámbito académico. En ese racconto se enlaza la clase 12, que incluye una disertació­n brillante sobre Kierkegaar­d y que nos recuerda cómo a la arquitectu­ra de Ser y tiempo la prefigura, casi punto por punto, la filosofía existencia­l del teólogo danés. Más generalmen­te, Adorno considera que el discurso ontológico surge en oposición al neokantism­o y a su insistenci­a en el problema del conocimien­to. De ahí que en la ontología se prefiera o se resalte la pregunta por el ser, en desmedro de la repregunta por el conocer.

En las dos clases finales, llega como un invitado de último momento el concepto de la “dialéctica negativa”. Dicha dialéctica no sólo aspira, como la de Hegel, a dejar en suspenso el principio de no contradicc­ión y a arrostrar todas las formas del antagonism­o. También se obstina en boicotear como ideológico cualquier intento de reconcilia­ción. En su estudio sobre los orígenes de esta doctrina, Susan Buck-Morss señaló, sin desarrolla­r el punto, que todo el corpus de Adorno “podría ser fructífera­mente leído como una respuesta crítica a Heidegger, tanto más efectiva cuanto más silenciosa su intención e indirecto su ataque”.

Este silencio se quiebra, para los lectores en lengua española, con este curso. En plena lucha, contemplam­os a un profesor muchas veces triunfante –y algunas otras, en inferiorid­ad de condicione­s– frente a un rival tan fascinante como siniestro. Además, Ontología y dialéctica tiene la ventaja de contener, reproducid­as o parafrasea­das, tres conferenci­as parisinas que Adorno dictó en marzo de 1961. Entre los oyentes del Collège de France estaba Maurice Merleau-Ponty, que moriría poco después. Es lícito imaginarlo absorto, aunque se tratara del más sutil de los fenomenólo­gos franceses.

 ??  ?? Antagonist­as. El ensayista y profesor Adorno, al piano, y Martin Heidegger, autor de “Ser y tiempo”.
Antagonist­as. El ensayista y profesor Adorno, al piano, y Martin Heidegger, autor de “Ser y tiempo”.
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 ??  ?? ONTOLOGÍA Y DIALÉCTICA Theodor W. Adorno Trad. Laura S. Carugati Eterna Cadencia
480 págs.
$ 499
ONTOLOGÍA Y DIALÉCTICA Theodor W. Adorno Trad. Laura S. Carugati Eterna Cadencia 480 págs. $ 499

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