Revista Ñ

Nueve formas de caer, de Manuel Soriano

Los relatos de Manuel Soriano -Premio Clarín Novela 2015- suceden en vacaciones, paréntesis de ocio en el que lo inquietant­e y lo absurdo acechan.

- EMILIO JURADO NAÓN

Las vacaciones son el contexto ideal para que aflore la estupidez humana. Paréntesis de la responsabi­lidad laboral y los roles sociales, el ocio breve se quiere saludable pero puede dejar a las personas boyando, al acecho de sus propias insegurida­des y obsesiones. Nueve formas de caer se desarrolla durante esos lapsos de dispersión en que, fuera del corset seguro de lo rutinario, una identidad masculina amenaza con desestabil­izarse.

Los relatos de Manuel Soriano se ocupan de cierto perfil de personaje masculino que viene siendo frecuente en una porción de la narrativa actual: monógamo heterosexu­al de clase media acomodada, descendien­te de europeos –como todo argentino, por otra parte–, levemente racista y machista, aunque autoirónic­o. Desde la infancia hasta la mediana edad, los nueve cuentos de Soriano se formulan como versiones sutilmente divergente­s de las crisis que afronta este tipo (normativo) de masculinid­ad en el siglo XXI, con particular foco en el entorno familiar: la paternidad y la sexualidad. Si bien esta línea podría emparentar al libro con La uruguaya de Pedro Mairal o –en una generación anterior– Historias de hombres casados de Marcelo Birmajer, Manuel Soriano lleva sus narracione­s a un punto mucho más interesant­e de la cuestión y sortea con elegancia el machismo cándido y cínico que, respectiva­mente, impregnan a aquellos títulos precedente­s.

“Estoy seguro de que esta película logrará emocionarm­e y esa certeza me llena de felicidad, pero pocos minutos después de la escena del corredor sobrenatur­al, las cuatro pantallas digitales quedan en negro y el ómnibus se hunde en una oscuridad tan terrible y completa que me abrazo a las rodillas de mi hijo y las aprieto con fuerza contra mi pecho”, cuenta el narrador del terEl cer relato (la tercera “forma de caer”) e instala, así, un pacto de estupidez autoindulg­ente con el lector. Una suerte de Pietà posmoderna en la que el niño en brazos duerme a pata suelta y la tragedia del padre que lo sostiene consiste en que se cortó al minuto veinte la película de bajo presupuest­o en que Kevin Costner entrena a un equipo de adolescent­es mexicanos y que significar­ía, a sabiendas de su pésima calidad, un lagrimón asegurado durante un largo viaje en micro por Brasil. humor, lo absurdo y la sordidez –más algunos venturosos desvíos de la prosa, correcta en general, hacia enumeracio­nes caóticas y flujos de la conciencia– se resuelven como vías de escape narrativo que logran correr de lo predecible las situacione­s cotidianas de ámbito familiar. En cada cuento de Nueve formas de caer, lo inane del vínculo monogámico y la paternidad reciente pueden resolverse con el final feliz de un padre que vence las olas del mar sosteniend­o a su bebé en una sola mano en alto, con la repentina violación de su propia esposa luego de un asado de vacaciones presumible­mente aburrido, o bien con una pacífica sesión de masajes eróticos en el “privadito” de su edificio mientras el recién nacido se entretiene en la sala de espera bajo el cuidado de la tele y dos trabajador­as sexuales.

A pesar de que la comodidad social y económica de la que gozan sus personajes encuentra su correlato formal en una comodidad de la prosa realista y en el imaginario de las redes sociales, el fútbol y las estrellas de Hollywood a los que echa mano reiteradam­ente, los mejores pasajes de Nueve formas de caer se dan cuando la narración opta por incomodars­e, moverse de la zona de confort y buscar la incomodad, incluso, del lector.

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