Revista Ñ

Por un decadentis­mo íntimo

- LEONARDO SABBATELLA

En Carta a mi padre, Franz Kafka describe el miedo que sentía por su progenitor y enumera los comportami­entos paternos que lo llevaron a la inhibición y la nulidad. De forma más cruda y brutal, el libro Mierda del polaco Wojciech Kuczok puede leerse también como una carta al padre. La idea fija de la novela es el viejo K., personaje al que siempre se regresa por una vía u otra, lugar donde empiezan y confluyen todos los desvíos del libro, como si fuera imposible escapar de su omnipresen­cia familiar, de su locura cotidiana, y que, látigo en mano, somete a su hijo a continuas sesiones de tortura.

Menos analítica y profunda que la carta de Kafka, esta deriva por tres momentos de una vida (la novela se divide en una tríada de capítulos: “Antes”, “Entonces” y “Después”) constituye una educación en la crueldad y una mirada sobre la naturaliza­ción de las relaciones autoritari­as entre padres e hijos. En cierta forma, se trata de una historia recurrente en distintas épocas y regiones, una especie de estructura clásica, de trama reconocibl­e, de forma vincular repetida que hace que Mierda se pueda leer de manera extemporán­ea (uno de los efectos más perturbado­res del libro es que en más de un pasaje se pierden las coordenada­s temporales, y cualquier momento en el que estuviera situada sería compatible). Al fin de cuentas, la violencia de un padre sobre un hijo es un sintagma que encuentra equivalent­e en todas las lenguas y culturas.

Sin embargo, la violencia que sufre el hijo en Mierda no es solo una violencia familiar (ejecutada por el padre, legitimada a través de la omisión por la madre) sino una violencia de las institucio­nes en general. Y la familia es la primera institució­n que le hace sentir el rigor de los golpes y el desprecio al hijo, pero no será la única. Ahí están la escuela y el sanatorio, otros dos espacios que se tornan insufrible­s para el personaje, donde es hostigado y agredido, y donde no puede defenderse de ningún modo. En cierta forma, es un personaje desprovist­o de las herramient­as y los hábitos, de las reacciones y actitudes, necesarias para sobrevivir en esos lugares donde una y otra vez termina siendo sometido.

La violencia del relato, de los hechos referidos, impregna a la violencia formal que adopta la frase de Kuczok; un tipo de frase arisca, silvestre, incorregib­le. La novela parece proyectar una imagen propia del expresioni­smo alemán, mezcla de deformidad y tristeza, de miseria y locura; un decadentis­mo íntimo.

Hay en Mierda un juego tipográfic­o

que reafirma su condición expresiva. Las palabras “este” y “esta” aparecen casi siempre en un cuerpo de letra más grande. Pero también sufren ese tratamient­o otras palabras claves como “desaparece­r”, “correspond­ía” o “limpiar”. Palabras-llaves, palabras en relieve, que de un modo impreciso (y hasta aleatorio) parecen ir cifrando otra escritura o, al menos, otra dimensión en la cual leer la novela. Esos términos que irrumpen y gritan desde la página se convierten en hipervíncu­los vacíos, en significan­tes más grandes que aquello que el lector puede leer, que señalan un plus de sentido tan evidente como solapado.

El odio por el padre es tan fuerte que lleva al hijo a suplicar cada día que estalle una guerra con el único objetivo de alistarse en el bando contrario al del padre, para así, amparado por la ley marcial, poder matar a tiros al viejo K. De esa clase de odio, de esa clase de desprecio casi edípico (matar al padre), se nutre Mierda, un gran basurero sentimenta­l.

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FED FED’17. El año pasado participar­on 140 editoriale­s de Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Ecuador, Perú, Venezuela y España.
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Trad. Enrique Mittelstae­dt Dobra Robota 156 págs. $300

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