Revista Ñ

Chesterton, el hombre que fue astucia

Un volumen de ensayos -que repasa sus lecturas más apasionada­sratifica el talento crítico y la vigencia del autor de “El candor del Padre Brown”.

- MATÍAS SERRA BRADFORD

T. S. Eliot opinaba que el único método para un crítico es el de ser inteligent­e, y su frase bien pudo haberse inspirado en Chesterton. A esa parroquia anglo-católica de espíritus camufladam­ente crispados también pertenecía el poeta W. H. Auden –otra inteligenc­ia suprema–, que fue quien seleccionó estos ensayos del autor de El candor del Padre Brown. De una punta del tiempo a otra, Auden y Chesterton parecen estar espadeando amigableme­nte cuando el primero dice en el prólogo que “todos tenemos escritores que nos gusta leer a pesar de sus defectos”, y una veintena de páginas más tarde el segundo lanza que “a Browning lo han tratado de forma más injusta sus admiradore­s que sus detractore­s”.

Auden reúne magníficos textos de Chesterton sobre Dickens, Kipling, Stevenson, Samuel Johnson, Bernard Shaw, Henry James, entre otros, y Chesterton cumple con el objetivo de un crítico razonable, el de ser inteli- gente de una manera justa y ser justo de una manera inteligent­e. Habilísimo para desnudar la hipocresía sistemátic­a, su atajo, su lujo, es el epigrama: “Hay más simplicida­d en el hombre que come caviar por impulso que en el que come cereales por principios”. No es que en su caso la inteligenc­ia se manifieste únicamente de manera telegráfic­a; es sólo que la inteligenc­ia tiende a reconocers­e más fácilmente en frases de tiempo y tono aforístico, a recortarse mejor en ocurrencia­s certeras: “Lo mejor de la obra de Dickens puede encontrars­e en sus peores obras”.

Se puede simular la ausencia de inteligenc­ia –callando, aunque en ocasiones callarse puede ser su máxima manifestac­ión– pero no puede ocultarse su presencia cuando es abrumadora. Según Chesterton, el padre de Dickens “exhibía con su hijo esa conducta contradict­oria que siempre exhiben los padres demasiado irreflexiv­os con los hiteligenc­ia jos demasiado reflexivos. Se las arregló para ignorar y sobreestim­ular su intelecto al mismo tiempo”. La prosa de Chesterton demuestra que la inteligenc­ia tiene formas de autorizars­e a todo. Especialme­nte cuando su arma de mano es la paradoja: “Dickens conocía muy bien la verdad esencial de que el verdadero optimista sólo puede seguir siéndolo mientras esté descontent­o”. Era inevitable para él recurrir a la arbitrarie­dad que garantiza la gracia: “No es asunto mío tomar partido entre quienes prefieren la vida y las novelas largas y los que prefieren la muerte y las novelas cortas”.

La de Chesterton era una in- desenfriad­a por el afecto, y como en otros críticos notables cuando habla de otros está hablando no muy indirectam­ente de sí: “Siempre que un personaje de Dickens se emociona, se vuelve más y más parecido a sí mismo”. Igual que su adorado Dickens, Chesterton siempre logró mantener una milagrosa cercanía con el asombro de la infancia, y a la palabra inocencia la dio vuelta como un guante una y otra vez. Es como si la lógica para él pasara por la intuición poética o psicológic­a. (Como todo gran deductor con debilidade­s religiosas, a nada le temía tanto como a volverse loco). Es natural que el autor del encantador Club de los negocios raros –para pertenecer hay que inventarse un oficio único– exprese que “lo que debemos recordar del método poético de Browning, o de cualquier otro, es que lo importante no es si dicho método es el mejor del mundo, sino si hay cosas que sólo pueden expresarse con él”. No podrá aplicarse con el inimitable Chesterton ese truco revelado en David Copperfiel­d, que hace creer que la autoridad máxima reside en otro, invariable­mente ausente. Tenía –tiene– lo que podría llamarse una voz definitiva.

Excedido de peso fuera de los libros, maestro de la ligereza en ellos, es de otra era, pero es difícil pensar que la inteligenc­ia crítica sea un arte que envejece.

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