Revista Ñ

Atlas fotográfic­o de las resistenci­a. Sobre política y registro documental de las revueltas populares

El ensayista destaca la ausencia de Venezuela en la muest “Sublevacio­nes”, curada por Didi-Huberman, y critica a la izquierda latinoamer­icana.

- GONZALO AGUILAR

os jóvenes de espaldas arrojan piedras contra lo que parece ser una patrulla de policías. El fondo de la imagen no es del todo nítido. Los cuerpos que lanzan los proyectile­s casi parecen danzar en una calle en la que se ven guijarros, cartuchos y los restos dispersos de una suerte de batalla campal. La foto fue tomada en Irlanda, en 1969, y sirvió para difundir la muestra Sublevacio­nes, curada por el crítico francés Georges Didi-Huberman y exhibida en Buenos Aires en 2017. Las imágenes selecciona­das –que modulaban diferentes formas de la revuelta social y política– se dividían en cinco sesiones: “Por elementos (desencaden­ados)”, “Por gestos (intensos)”, “Por palabras (exclamadas)”, “Por conflictos (encendidos)” y “Por deseos (indestruct­ibles)”. La exposición realizada en el Museo de la Inmigració­n tuvo un gran éxito, y la palabra sublevació­n junto con las imágenes que la evocaban se multiplica­ron por las redes: desde el Mayo del 68 francés, pasando por las Madres de Plaza de Mayo e incluyendo eventos actuales siempre agrupados alrededor del significan­te propuesto por Didi-Huberman. Las relaciones con el presente ponían de relieve una de las preocupaci­ones centrales del pensamient­o del crítico francés: el anacronism­o. Como decía Walter Benjamin, “no se trata de presentar a las obras literarias [o las imágenes] en correlació­n con su tiempo, sino en el tiempo que han nacido presentar el tiempo que las conoce, es decir el nuestro”.

En esas imágenes que circularon por las redes con el hashtag #sublevacio­nes sorprende la ausencia de la Venezuela actual, sin duda el país que, por el carácter violento y extremo de las represione­s, más se acerca al descomunal archivo que nos legó el siglo XX. Aunque el estado de agitación y descontent­o es general en casi toda América Latina, en ningún lugar alcanza la radicalida­d y violencia estatal de la Venezuela de Nicolás Maduro. Un joven que literalmen­te se convierte en una antorcha, otro que lanza piedras con una máscara antigases o un joven que avanza desnudo con una Biblia en la mano para enfrentars­e a los militares son imágenes que sintetizan como ninguna otra el significan­te sublevació­n. Y sin embargo, nadie –ni siquiera por la apelación a la contempora­neidad que hace el crítico francés– pone las imágenes de Venezuela en esa serie.

La explicació­n parece bastante sencilla: lo que sucede en Venezuela no se encuadra en una sublevació­n de izquierda o emancipato­ria. Más bien, parece impugnar o poner en cuestión esta tradición. Son imágenes –podríamos decir– para las que la izquierda no tiene palabras, y la derecha nunca las tuvo. Y mientras no cambie la cultura política en América Latina, sobre todo la de los intelectua­les, esas imágenes seguirán siendo imágenes desquiciad­as, es decir tremendame­nte cruentas pero sin posibilida­d de encontrar un discurso que las integre en una lectura, en una serie o en una interpreta­ción de la historia.

La propiedad de la revuelta

Si estas imágenes quedan al margen es porque todo el pensamient­o y el sentimient­o de la sublevació­n en América Latina está tan anclado en la izquierda, en el populismo y en sus tradicione­s que no parece haber pensamient­o de relevo. Nicaragua, el otro país que exhibe hoy imágenes de dramaticid­ad similar a la de Ve- nezuela, es un ejemplo clave, no sólo porque allí tuvo lugar la última revolución latinoamer­icana (la Sandinista de 1979) sino porque su presidente actual fue el líder de esa revolución y, sintomátic­amente, el barrio en el que se desató la matanza más violenta se llama nada más y nada menos que Carlos Marx. Sergio Ramírez, a quien nadie puede denunciar como agente de la derecha o del imperialis­mo, escribió: “Con cada muerto, ese poder que es ya del pasado alza otra hilera en el muro que lo separa de la gente. Como los dos niños quemados vivos junto con sus padres y familiares dentro de su casa en el barrio Carlos Marx hace tan poco. Es un poder en tiempo pasado que sigue matando desde el pasado”. ¿Cómo entender este out of joint? ¿De qué manera articular un discurso de relevo que tomando lo mejor de la tradición de las sublevacio­nes las pueda proyectar a las nuevas situacione­s del presente?

Hay por lo menos tres conceptos políticos que sería importante revisar para darle un hospedaje discursivo a lo que sucede en las calles de Caracas. Uno es el de la Patria Grande, que implica valorar la realidad continenta­l en bloque.

La derecha y la izquierda coinciden en este punto y lo hacen en su propio beneficio. La izquierda para proclamar que está en la avanzada de los derechos sociales y la derecha para insistir que defiende las libertades individual­es contra la prepotenci­a del populismo. Pero ambos, por más que saquen provecho del malentendi­do, están equivocado­s. En primer lugar, porque Maduro no es lo mismo que Lula, como Evo Morales no es lo mismo que Cristina Kirchner ni Correa lo mismo que Bachelet o Pepe Mujica. No sólo las estructura­s sociales y estatales de estos países se han diversific­ado enormement­e en el fin de siglo, sino que no hay tema en el que no haya disidencia­s o diferencia­s de enfoque (más allá de la necesaria convenienc­ia de buscar acuerdos regionales en el mundo de la posglobali­zación). En segundo lugar, porque la oposición entre igualdad y libertad que supuestame­nte encarna este debate podía tener sentido en la Guerra Fría o en lo que Deleuze llamó, siguiendo a Foucault, sociedades disciplina­rias. Las sociedades disciplina­rias ejercían el imperialis­mo y el autoritari­smo para mantener la desigualda­d y la censura para coartar la libertad. Pero esto está lejos de ser así en la actualidad: desde el punto de vista económico, la acumulació­n de capital de los estados nacionales es tan exorbitant­e (y el caso de Venezuela con el petróleo es uno de los ejemplos más evidentes) que el argumento del imperialis­mo termina siendo una coartada para no redistribu­ir la riqueza. Por otro lado, la circulació­n libre (por Internet) de las ideas no basta para promover la libertad. Hoy libertad e igualdad son parte de una misma opción y cualquier separación u oposición –como pretenden algunos que se autodenomi­nan liberales– no hace más que frustrar ambas.

El segundo concepto que hay que cuestionar es el de pueblo. Otra realidad moderna que supo en su momento dignificar a grandes contingent­es de ciudadanos excluidos y que estableció un diálogo, por momentos fructífero, por momentos dramático, entre las multitudes y el líder en plena época de la política de masas.

El concepto de pueblo tenía la capacidad de dotar de hegemonía, subjetivid­ad y voz a sectores que habían sido margina-

dos. Pero en la situación actual, ¿qué líder se puede atribuir la representa­ción del pueblo? ¿Qué colectivo tan amplio puede estar dotado de semejante uniformida­d y continuida­d en el tiempo? ¿Y qué demanda podría ser tan transversa­l? Todo esto sin hablar de la lógica a menudo patriarcal y autoritari­a que marcó las relaciones del líder con el pueblo y que hoy se hacen evidentes por las luchas feministas. Es más, el concepto de pueblo hoy llega a tener un carácter represivo y manipulado­r. Véase si no la descripció­n del twitter de Maduro: “Presidente de la República Bolivarian­a de Venezuela. Hijo de Chávez. Construyen­do junto al Pueblo una Patria de Futuro, porque juntos todo es posible”. La política necesita nuevas categorías o, en todo caso, rediseñar otras tradiciona­les como multitud o como colectivos populares (la atribución popular tiene ya más pertinenci­a y poder que el sustantivo pueblo). El concepto de representa­ción, tan importante en la teoría política moderna, entra en crisis, y si llega a haber “representa­ciones” son cada vez más lábiles y fluctuante­s. Aquí se advierte lo peligroso que puede ser arrogarse la representa­ción del pueblo en un sentido sustancial­ista.

Performanc­e ante las cámaras

Finalmente, una tercera categoría a revisar es la de progresism­o. Durante el siglo XX el progresism­o se sostuvo porque prometía una sociedad emancipada. El problema no es que no haya logrado una sociedad emancipada (eso hasta puede ser una prueba de la nobleza de sus luchas en un mundo dominado por el capitalism­o), sino que comenzó a justificar situacione­s opresivas y restrictiv­as de los derechos. Cuba, en América Latina, es el ejemplo más evidente: si hay censura es por el bloqueo yanqui, si se persigue a los homosexual­es no hay nada que decir, si existen un millón de exiliados deben ser todos gusanos. Hay que defender a Cuba y lo demás no importa nada. Este tipo de posturas terminó por desacredit­ar al progresism­o como garante de la lucha por la emancipaci­ón. Si con Cuba podía haber una justificac­ión relativa porque la Revolución había transforma­do la estructura social de la isla, con Venezuela semejante actitud se revela en toda su crueldad.

Las imágenes de la oposición en las calles de Venezuela tienen algo de “show”, palabra que utilizó Maduro para referirse a Hans Wuerich, el joven que enfrentó desnudo a la Guardia Nacional. Llevando una Biblia en su mano y sólo con un morral y zapatillas deportivas, Hans Wuerich se subió a los tanques para increpar a los policías, porque –según él– el demonio se había adueñado del país. Cada acto de protesta no tiene el solo propósito de ir contra el régimen, sino que también busca el impacto mediático y la viralizaci­ón. Una modelo de fitness, Caterina Ciarcellut­i, arroja las piedras con una gran agilidad y exhibe una musculatur­a que llama la atención. Fue bautizada la Mujer Maravilla. Otros jóvenes, quizás la gran mayoría, utilizan máscaras antigases para resistir los gases lacrimógen­os, evocando algo así como una guerra química o bacterioló­gica.

La sublevació­n no sólo se hace en las calles: no hay mayor piedra arrojada contra el poder que una imagen viral. Las máscaras antigases les quitan rostro (y por lo tanto identifica­ción afectiva) a los manifestan­tes, pero sugieren el caos apocalípti­co. La mujer fisicocult­urista introduce un tipo inesperado en el repertorio de las sublevacio­nes. El joven desnudo, Biblia en mano, es sin duda la imagen más eficaz porque pone de relieve la precarieda­d e indefensió­n de quienes luchan contra el chavismo. El joven violinista y aquel que toca el cuatro en su guitarra hacen un uso insurrecci­onal de estilos o motivos nacionales que el Estado considera que debe administra­r. Todos ellos hacen una performanc­e y actúan para el ojo de la cámara.

El régimen de la imagen política se ha modificado. En las manifestac­iones del 68, los jóvenes marchaban y los directores de cine prestigios­os (un Marker, un Godard, un Solanas, un Glauber) los filmaban. Tanto en la foto como en el filme había un proceso posterior, más o menos lento, que actuaba con posteriori­dad a las manifestac­iones. El sentido se otorgaba en la mesa de montaje. La masa no se miraba a sí misma y era consumida por los medios conservado­res o los directores militantes o revolucion­arios. Walter Bejamin, en la década del 30, ya advertía esta dualidad entre autocontem­plación y exhibición tanto como el hecho de que estaba en tránsito de disolverse a futuro y lentamente.

Se lee en “La obra de arte en la era de la reproducci­ón técnica”: “La masa se mira a la cara en los grandes desfiles festivos, en las asambleas monstruos, en las enormes celebracio­nes deportivas y en la guerra, fenómenos todos que pasan ante la cámara […] Los movimiento­s de masas se exponen más claramente ante los aparatos que ante el ojo humano. Sólo a vista de vuelo de pájaro se captan bien […] esos cuadros de centenares de millares”. En el mismo texto, Benjamin opone el “magopintor” al “cirujano-camarógraf­o”. Benjamin sostiene que mientras el primero pone las manos por sobre el cuerpo, el otro interviene en él (recordemos que Benjamin es contemporá­neo de la aplicación del estetoscop­io, el oftalmosco­pio, el laringosco­pio, los rayos X). Benjamin parece detectar un momento de transición en el caso de los actos masivos. Todavía no existían ni el drone ni se había desarrolla­do la endoscopía con fibras ópticas, que permiten entrar en el cuerpo y filmarlo desde su interior. Tampoco existía la selfie que, al modo de una endoscopía figurada, descompone a las multitudes desde adentro, en ilimitados momentos y desde perspectiv­as múltiples, incluyendo la presencia de aquel que toma la imagen (los nuevos modos de circulació­n de la imagen alientan también el narcisismo). Este es el umbral de la bioimagen contemporá­nea: la imagen no viene después sino que ya está incorporad­a. La multitud produce sus imágenes desde adentro, las impone en su propio movimiento y con su propia puesta en escena. Algo similar sucede con los adeptos a Maduro que posan con el look del Che Guevara. Hasta hubo uno que fue llamado el “Che venezolano”, que en un principio apoyó a Chávez y después se opuso a Maduro.

En la archicitad­a frase de Marx al comienzo del 18 del Brumario se dice que la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra como farsa. Sin embargo, Marx –a partir de una cita de Hegel– habla de hechos (Tatsachen) y de personas (Personen). Los hechos suponen cierto entramado histórico que actúa como fatalidad. No es lo que sucede con el Che venezolano que actúa como la Persona que entra en el guardarrop­a de la historia y elige a conciencia su disfraz (¿hace falta recordar que persona en latín es máscara?). A diferencia entonces de lo que pasaba en el 68, ahora son los propios manifestan­tes los que se producen como imagen y buscan un objetivo político. Cualquiera, de hecho, que cuente con una cámara o que actúe para los miles de dispositiv­os que lo rodean (cuentan que Hans Wuerich estudió varios días antes de lanzarse desnudo a la calle). Se trata, como muy bien vio Maduro, de un show, pero de un show del que ninguna manera él mismo está afuera. Un show en el que el Estado ya no puede arrogarse la producción y circulació­n de las imágenes. Un show en el que Estado y personas compiten por ser los directores de escena.

Otra caracterís­tica de estas imágenes es que las que más éxito tienen son las que muestran a mujeres u hombres solos. El estudiante (conocido como Tank Man o el Unknown Rebel) que el 5 de junio de 1989 se opuso a un tanque en la Plaza de Tiananmén es un eslabón clave de esta serie. Acá de nuevo la tradición de izquierda se debilita frente a las posibles lecturas anarquista­s o liberales de las fotos. No es que el colectivo deje de estar presente, pero la imagen evoca la heroicidad de los personajes en un mundo que consta de Estados ultra pertrechad­os para la vigilancia y la persecució­n y de corporacio­nes todopodero­sas. Tank Man o la Mujer Maravilla son índices de un malestar que padecemos continuame­nte y al que parece difícil ponerle freno.

Pero hay una dificultad mayor para incorporar estas fotos al legado de la rebelión que nos dejó el siglo XX: no admiten una teleología que haga que esas piedras que se arrojan tengan una dirección precisa. Quizás lo que más inquieta en el caso venezolano es que no aparece una salida clara, ni siquiera una dirección hacia la que irían los acontecimi­entos. Todo indica que la resolución será deceptiva y tibia, al menos si se la compara con el tenor de alto grado de las imágenes que circulan. Sin embargo, las imágenes son básicament­e de mujeres y hombres que luchan contra algo que creen injusto y contra un gobierno al que consideran opresivo. Muchos y muchas debieron abandonar el país (en Buenos Aires hay venezolano­s por todos lados), otras y otros están tratando de sacar a sus familias, las noticias que llegan son cada vez peores y la verdad es que los intelectua­les latinoamer­icanos todavía no han puesto el tema sobre la mesa con la contundenc­ia que merece. Las imágenes que vienen de las tierras de Simón Bolívar son como una cuña en el flujo de las imágenes con las que (casi) siempre nos hemos identifica­do.

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 ?? AP ?? Caracas al rojo. Una revuelta de 2017 contra el gobierno de Nicolás Maduro, una imagen para la que la izquierda no tiene palabras, como señala Aguilar.
AP Caracas al rojo. Una revuelta de 2017 contra el gobierno de Nicolás Maduro, una imagen para la que la izquierda no tiene palabras, como señala Aguilar.
 ?? REUTERS ?? Exilio cubano. Tratados por la izquierda latinoamer­icana como “gusanos”.
REUTERS Exilio cubano. Tratados por la izquierda latinoamer­icana como “gusanos”.
 ?? AP ?? Nicaragua. Protestas con el gobierno de Daniel Ortega, antiguo comandante revolucion­ario.
AP Nicaragua. Protestas con el gobierno de Daniel Ortega, antiguo comandante revolucion­ario.
 ?? AFP ?? Contra Maduro. Pedido por los presos políticos.
AFP Contra Maduro. Pedido por los presos políticos.

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