Revista Ñ

Una feria, dos libros, miles de libros. Sobre la FED ‘18, séptima feria de editores, que reúne a sellos independie­ntes

El 10, 11 y 12 de agosto se presenta la nueva edición de la feria con más de 200 editores locales y más de 30 de América Latina y España.

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–Totalmente Sabato.

Las manos de Julio

Esas manos de Falú, su estatura, me llevan al aspecto de muchacho eternament­e creciendo que era Julio Cortázar. Tuve el número de su calle, en la calle L´Eperon, de París, pero no tuve tiempo de buscarlo en el verano de 1972. Así que seguí rumbo a Ámsterdam con mi amigo Carlos A. Schwartz, que siempre fue fotógrafo, excepto ese día. Íbamos caminando por la plaza de la Bolsa y este amigo canario, arquitecto también, altísima persona, me gritó desde su lado:

–¡Juan! ¡Julio!

En aquel entonces sólo había un Julio, como solo había (todavía) un único Ernesto argentino, con permiso de Sabato. Habíamos leído Rayuela como si fuera un libro contado al oído, y hablar de Cortázar era hablar sin apellidos. Él era el mayor Julio de nuestras vidas, y buscábamos sus libros y sus hechos, sus declaracio­nes y hasta sus silencios, como si fuera una novia o una estrella donde no se durmiera nunca.

Así que ver por casualidad a aquel gran hombre de nuestras vidas fue un placer inmenso que administra­mos con el sosiego que pudimos acumular para disimular la pasión de los nervios. Él fue muy solícito, aceptó nuestros parabienes, nos preguntó por nuestras procedenci­as y por nuestros nombres. Al decirle el mío, aquel hombre amable y circunspec­to hizo una broma que entendí porque Edmundo A. Esedín del Ródano me había recitado mil veces el Martín Fierro. “Ah, Juan Cruz, como el sargento”.

Escribí un largo artículo sobre aquel breve encuentro, y tiempo después él subrayó la exageració­n. “Hubieras escrito la Biblia si hubiéramos estado un rato más”. Luego lo entrevisté ya sentados los dos, y hablamos de Nicaragua, que era entonces la sangre de su corazón. Unos meses antes de su muerte aquel hombre de manos largas, pintadas por la edad, de mirada rota por las despedidas, pasó por Madrid camino de Segovia, para estar con uno de los grandes argentinos de mi vida, Mario Muchnik. Ya no lo volvimos a ver.

Cuando me hicieron editor rescaté sus libros con un eslogan: “Queremos tanto a Julio”. Con los años puede gustarte más lo que dijo de esto o de lo otro. Pero esas son mezquindad­es del tiempo. Ahora Cortázar sigue siendo aquel gigante que nos regaló más de mil noches de amor de nuestras vidas.

Tomás Eloy da un paso hacia la computador­a

La primera vez que vi a Tomás Eloy Martínez él estaba de pie con un primer ejemplar de Santa Evita en sus manos. Estaba en el Hotel Palace de Madrid, aquel en el que Borges disfrutaba de las luces amarillas.

Años después lo vi en el mismo hotel, ya le había pasado la tragedia de tráfico que mató a su mujer y a él lo dejó malherido. Tenía, en todos estos encuentros, la elegancia de alguien que no tiene prisa, el amor por la palabra hecha historia, el gusto por hablar como si la sintaxis fuera consecuenc­ia de su inteligenc­ia natural.

Era amabilísim­o, algo raro en escritores en ejercicio y aun jóvenes, pues incluso murió joven, como por no aturdir a los demás con las reiteracio­nes de los que llegan a ancianos y se creen chiquillos. Le escuché contar, como a Manuel Vicent o a Jorge Fernández Díaz, historias increíbles que él hacía probables o posibles sólo por la credibilid­ad que le daba la sintaxis perfecta, hecha con el cincel de sus lecturas. Hablaba de sus pasiones y de sus viajes, como periodista, sobre todo, y abría el apetito a cualquiera que quisiera seguir este oficio de nieblas y tinieblas.

Lo amé más cuando leí su recopilaci­ón Lugar común la muerte, y sobre todo lo amé cuando fui a verlo la última vez. Aquel hombre que era uno de los asiduos de la alegría de vivir con otros seguía sin renunciar a la respiració­n colectiva, a ese ejercicio singular y plural de la amistad. Así que nos convocó en su casa, cuando ya sólo tenía unos hilillos de energía en su voz y en su cuerpo.

Entonces hablamos, cómo no, de periodismo. Y con un dedo solo pulsó en busca de algún dato una tecla de la computador­a. Es indecible el trabajo que se tomó para ir desde la silla a la mesa en la que estaba ese aparato. Ahí fue cuando amé más a Tomás Eloy Martínez, y siempre lo digo, porque simboliza su modo de ser siempre, mientras vivió, un periodista. Un ser humano que además era periodista.

Este año, la séptima Feria de Editores (FED’18) suma más protagonis­tas, charlas y activiades. Los invitados del exterior serán la eslovena Renata Salecl, el autor y editor mexicano Eduardo Rabasa y el portorriqu­eño Eduardo Lalo, que cerrará la feria entrevista­do por Claudia Piñeiro.

Estarán presentes decenas de editoriale­s argentinas independie­ntes, como Ediciones Godot, Fiordo, Entropía, Sigilo, Musaraña, Mil Botellas, Blatt & Ríos, Pequeño Editor, Limonero, Ediciones del Zorro Rojo, Adriana Hidalgo y Pípala, Gourmet Musical, Caja Negra, Beatriz Viterbo, Periplo, Mardulce, La Bestia Equilátera, Eterna Cadencia, Alto Pogo, entre muchas otras. Y editoriale­s de Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Perú, Uruguay y Venezuela.

A modo de adelanto, comentamos dos novedades de las numerosas que las editoriale­s presentará­n en la feria.

 ?? EDUARDO GROSMAN ?? Masividad. Tomás Eloy Martínez fue uno de los escritores más leídos de la Argentina de fin de siglo.
EDUARDO GROSMAN Masividad. Tomás Eloy Martínez fue uno de los escritores más leídos de la Argentina de fin de siglo.

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