Revista Ñ

ARMONÍAS EXQUISITAS EN EL PARAÍSO MUSICAL

La edición 98 del Festival de Salzburgo fue una postal casi utópica: miles de personas consagrada­s a lo mejor de la música clásica.

- POR EUGENIO MONJEAU

Hace poco más de dos semanas terminó la 98a edición del Festival de Salzburgo. Las palabras con las que, con adorable estridenci­a, comienza La novicia rebelde, “the hills are alive with the sound of music”, sintetizan bastante bien lo que significa el Festival para la economía y la vida de esa localidad del norte de Austria. 2.800 personas trabajan directamen­te para el Festival o en las actividade­s que de él se derivan (desde la venta de unas hermosas bermudas de cuero a mil euros cada una hasta el expendio de panchos las 24 horas del día) y que generan unos 180 millones de euros anuales. El Festival da pábulo a mucha de la mejor música del mundo y también del teatro, y entre sus homenajead­os constantes se encuentran los dos salzburgue­nses más famosos: Wolfgang Amadeus Mozart y Thomas Bernhard. A Bernhard se lo homenajea en una de las fachadas del Landesthea­ter, y en la carta del café Bazar se lee una frase de él que dice algo así como: “He pasado mi vida entera en los cafés y solo en ellos he logrado cierta paz”. Pero las palabras del propio Bernhard respecto de la ciudad son todo menos pacíficas: “La ciudad está poblada por dos clases de personas, los que hacen negocios y sus víctimas”, para luego denun- ciar “el proceso espectacul­ar de la celebridad mundial de esa ciudad”, una “perversa máquina de belleza”, “máquina de falsedad, productora de oro y oropel”. Es cierto que Salzburgo es una máquina de belleza y de oropel, pero lo es de un modo positivo. Por un lado, el interés del público en lo que está haciendo es total: no tose, no se mueve en sus asientos, no llega tarde, no habla, no suenan celulares. Pero esa devoción se complement­a con una creativida­d y una libertad inusitadas para la indumentar­ia: en una función de La flauta mágica se puede ver a un hombre con las dichosas bermudas al lado de otro vestido con un smoking sensaciona­l y una señora de vestido austríaco tradiciona­l. Salzburgo es al mismo tiempo la capital mundial del disparate y el ámbito ideal para escuchar la mejor música clásica, y es en esa ambigüedad donde radica gran parte de su riqueza. En los diez días que estuve allí escuché la Filarmónic­a de Viena, la Sinfónica de Londres, la Filarmónic­a de Berlín, al legendario Maurizio Pollini y la promesa Khatia Buniatishv­ili, vi una de las primeras grandes óperas de todos los tiempos, L’incoronazi­one di Poppea, y una de las últimas, Salomé. Y sobre todo vi y escuché a directores de or- questa en una cantidad, una calidad y una diversidad que no podría haber imaginado. Quiero detenerme en dos de ellos, que, con grados parecidos de genialidad, no podrían ser más distintos: uno, atildado, británico, gordo, con cara de buenazo. El otro, flaco, atlético, con cara de loco y como venido de otro mundo. Se trata de Ivor Bolton y Teodor Currentzis. Bolton es un gran especialis­ta en la obra de Mozart y dirigió, como en otras oportunida­des, a la Orquesta del Mozarteum de Salzburgo. Fue extraordin­ario ver a estos grandes músicos en acción, descifrand­o los gestos de Bolton, que a mí se me hacían perfectame­nte incomprens­ibles. Infinitas y diminutas figuracion­es con las manos eran los chispazos que funcionaba­n como estímulos para los miembros de la orquesta. El extremo opuesto lo ocupa la figura de Teodor Currentzis. Currentzis hizo con su orquesta MusicAeter­na las nueve sinfonías de Beethoven en cinco conciertos. Si Bolton movía las manos en pequeños impulsos eléctricos, Currentzis parecía más bien una tempestad que se cernía sobre los músicos, o un viento que los arrastraba en la dirección que él quería. Toda relación entre una orquesta y un director empieza como una suerte de danza, porque el director mueve su cuerpo de cierta forma para responder a la música que está escuchando (como en toda danza), pero con una peculiarid­ad: esos movimiento­s, determinad­os por la música que le llega mientras dirige, determinan a su vez el modo en que esa música ha de seguir. Bolton parecía seguir un conjunto de reglas que desconocem­os, como bailes folklórico­s de un pueblo lejano. En Currentzis, en cambio, no había más que inmediatez entre sus movimiento­s (de cada músculo del cuerpo) y el sonido de la orquesta. Proust escribió que “el tiempo libre de que disponemos cada día es elástico: las pasiones que sentimos lo dilatan; las que inspiramos lo acortan y el hábito lo llena”. Es cierto que las pasiones lo dilatan. Al tercer o cuarto día en Salzburgo, luego de unos ocho conciertos, sentía que hacía una semana y media que estaba en la ciudad. Perono era agotador. Era el resultado de la intensidad de esas pasiones, concentrad­as en este caso bajo la forma de óperas y conciertos. El hábito que rellenaba el resto del tiempo lo constituía­n los almuerzos en el Bazar, las siestas infaltable­s y la planificac­ión de camisas y corbatas.

 ??  ?? El de Salzburgo es uno de los festivales más antiguos de la Era Moderna.
El de Salzburgo es uno de los festivales más antiguos de la Era Moderna.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina