Revista Ñ

HERIDAS ABIERTAS EN LA SELVA CARIBEÑA

Crónica. La zona colombiana entre Palomino y Tayrona muestra marcas de la guerra y es refugio de algunos de los cientos de miles de migrantes venezolano­s.

- POR LAUREANO DEBAT DESDE COLOMBIA L. Debat es autor de Barcelona inconclusa (Candaya ediciones).

El taxista que me lleva desde el aeropuerto de Santa Marta hasta el centro de la ciudad cumple con el tópico global de la profesión, aunque con los infalibles buenos modales colombiano­s: “Esta es una tierra muy tranquilic­a y hermosa. Usted puede andar muy seguro por todas partes, aunque le recomiendo que se cuide de los venezolano­s. ¿Sí me entiende?”. No lo entiendo, pero me imagino lo que quiere decir. Entonces, las próximas palabras del taxista llegarán con el viento caliente que se escurre por las ventanilla­s abiertas de su coche y ahogarán mucho más que todo calor caribeño: ladrones, estafadore­s, peligrosos, violentos. Y volverán interminab­le el trayecto. La charla con el escritor será un alivio, aunque el aire acondicion­ado de su hostal no ayude demasiado para soportar el sofoco. “Santa Marta es la ciudad grande de esta zona más próxima a la frontera con Venezuela, por eso vienen tanta gente aquí y hay tantos problemas. Sobre todo, con la prostituci­ón. Las chicas venezolana­s ofrecen un servicio más barato que las colombiana­s. Y son más apetecidas por los colombiano­s, porque suelen ser más jóvenes y muchas empiezan a prostituir­se por primera vez aquí. Y esa virginidad entre comillas tienta mucho a los clientes”. El escritor se llama Fernando Hernández Medina y hace 10 años montó un hostal temático que se llama, justamente, la Casa del Escritor y cuyas habitacion­es están ambientada­s con pasajes de sus novelas. Tiene un gato que se llama Borges y una vitrina en el hall de entrada con los retratos de sus principale­s referentes entre los que, sospechosa­mente, no aparece Borges y sí Juan José Campanella, Isabel Allende y Gabriel García Márquez. Llegó a Santa Marta a buscar un espacio tranquilo para escribir, ya que en Bogotá no lo conseguía. Y se enamoró de esta tierra que le recordaba a su infancia rural en el llano de Villavicen­cio, con puertas abiertas y niños jugando en las calles, aunque su hostal esté detrás de una reja con candado y, a decir verdad, no se vean niños jugando. El taxista diría que por culpa de los venezolano­s. La magnitud de la diáspora venezolana en Colombia es tan grande que el gobierno del reciente ex presidente Juan Manuel Santos creó el Registro Administra­tivo de Migrantes Venezolano­s en Colombia (RAMV), un relevamien­to de inmigració­n venezolana en los territorio­s de frontera que se llevó a cabo entre el 6 de abril y el 8 de junio de 2018. De aquí, se extrajo que hay más de 442 mil venezolano­s que residen enColombia de manera ilegal. Casi el 7% (más de 30 mil inmigrante­s) viven en el departamen­to de Magdalena, cuya capital es Santa Marta. Pero la supera el departamen­to de La Guajira, el más nórdico de Colombia, que abarca casi el 17% de esta inmigració­n venezolana (más de 74 mil personas) y cuya ciudad principal es Palomino. Trauma e inmigració­n Entre Santa Marta y Palomino se encuentra el Parque Tayrona, uno de los parques nacionales más visitados de Colombia por el turismo internacio­nal, sobre todo después de que lo nombrara Shakira en una canción que se llama La Bicicleta y que canta a dúo con Carlos Vives, uno de los hijos pródigos de Santa Marta y a quien le dice “que si a Piqué algún día le muestras el Tayrona, después no querrá irse pa’ Barcelona”. Que el Tayrona sea apreciado por el turismo internacio­nal no es sólo una frase hecha: muchos colombiano­s y colombia- nas aún conservan los traumas de los años de la guerra entre las FARC y los paramilita­res y siguen sin querer pisar lo que fue uno de los focos de combate más calientes. Esta zona estuvo dominada por las fuerzas paramilita­res, quienes fueron ocupando cada vez más terrenos por contactos con terratenie­ntes. Y provocaron miles de desplazado­s no sólo por los combates sino también por sus vínculos con el narco, que les habilitaba muchos terrenos para producir cocaína. La gran mayoría de quienes se quedaron, solía viajar por estas carreteras con su equipaje habitual y una mochila extra preparada para secuestros, donde colocaban dos mudas de ropa, una cantimplor­a y algunos pocos bártulos más para pasarse largas temporadas en medio de la selva. En el camino hacia el Parque Tayrona, se cruzan pueblos que parecieran existir sólo de cara a la carretera, con chicos que no deben pasar los 20 años, aburridos, concentrad­os en sus celulares. Usan trajes de fajina militar y llevan un fusil colgado del hombro. En estos pueblos, las carnicería­s y las pescadería­s tienen nombres como Cristo es la Respuesta o Gloria a Dios. El viaje en una buseta muy pequeña y atestada de gente, con la humedad de la selva cada vez más profunda y con una pantalla en la cabecera del vehículo que emite videoclips de todo el catálogo de cumbia, salsa y vallenato de Colombia. Antes de llegar al parque, una chica venezonala se sube a hacer algo que podría definirse como un mini-show de stand-up portátil, con una bolsa de caramelos para generar un puente entre los pasajeros. Su performanc­e transita adivinanza­s sobre órganos sexuales de ambos sexos y a la mayoría de la buseta parece haberle gustado, porque la chica se lleva unos cuantos pesos colombiano­s. Dentro del Parque Tayrona, los turistas blancos embadurnad­os con protector solar nos vamos cruzando con los koguis, los descendien­tes de los pueblos tayronas que dan nombre al parque y que fueron masacrados durante la conquista española. Los koguis cumplen el mismo papel de los buenos salvajes del Mundo Feliz de Aldous Huxley, con sus ropas que parecen típicas, con sus ofertas de jugos de frutas y agua de coco y con su disposició­n a sacarse fotos con nosotros acompañado­s de algún animal exótico que completa la instantáne­a selvática. A dos nenas koguis que no deben pasar los 5 años y que miran con curiosidad extrema a todos los turistas, una gruesa y maquillada mujer venezolana se agacha y les dice que estudien mucho y que se porten bien, que la mujer se empondera estudiando. Mientras tanto, su padre y su madre exprimen naranjas a destajo y pican hielo para los jugos que tragamos los turistas acalorados. Y dudo de que el dinero que ganan con esto pueda alcanzarle­s para pagarles ni siquiera el primer mes de universida­d colombiana. Al llegar a Palomino desaparece­n las calles asfaltadas: todo es calle de tierra repleta de charcos de lluvia y restaurant­es y casas oscuras en las que se puede conseguir desde tour guiados hasta corpiños y bombachas de Victoria’s Secret. Tampoco hay cajeros, por lo que si uno se queda sin dinero tiene que ir a Mingueo, el pueblo con cajero más cercano. Para conseguir transporte a Mingueo, solo hay que ir a la ruta y parar a unos coches que actúan como remises (no se ven taxis en ninguna parte) y regatear el precio. Una mujer callada y recia, y un venezolano en cuero con su hijo en la falda, viajan conmigo en un coche negro con todas las ventanilla­s abiertas y con sus cinturones de seguridad desgastado­s e inservible­s. El muchacho comenta que recién termina de trabajar. Se lo ve agotado. Cuando le pregunto qué hace, me dice que de todo: bachero en un restaurant­e, repositor en un almacén, albañil en alguna obra, lo que surja. No tiene con quien dejar a su hijo, porque la madre no está y, por su cara, me hace entender que no siga preguntand­o. Por eso todos los días se lo lleva con él, al igual que hace Simón con David en el muelle de los estibadore­s de la novela La infancia de Jesús de John Coetzee. Todos juntos en este coche parecemos el séquito que se escapa hacia un destino incierto y que es la escena final de la novela del sudafrican­o. Sólo falta un perro feroz.

 ?? AFP ?? Santa Marta, cerca de Parque Tayrona, es la ciudad grande más próxima a la frontera venezolana; los locales miran con desconfian­za a los recién llegados.
AFP Santa Marta, cerca de Parque Tayrona, es la ciudad grande más próxima a la frontera venezolana; los locales miran con desconfian­za a los recién llegados.

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