Revista Ñ

YAYOI KUSAMA

Yayoi Kusama. “Hago arte para no suicidarme”, dice la artista japonesa cuya obra deslumbró al público argentino en el Malba en 2013. En estas líneas, el recuerdo de aquella exposición –que visitaron más de 200.000 personas– y un recorrido por su vida carg

- POR MERCEDES PÉREZ BERGLIAFFA PUBLICADA EL 6 DE JULIO DE 2013

Era una lucha tras otra: conseguir comida como para pasar el día; sacar monedas de donde no las tenía para poder pagar pinturas y telas; problemas con Inmigracio­nes acerca de mi visa; la enfermedad... Muchos vidrios de mi estudio estaban rotos. Mi cama era una puerta vieja que alguien había dejado tirada en la calle, y tenía una sola sábana. Mi loft estaba en un edificio de oficinas en la zona comercial, entonces las estufas se apagaban a las seis de la tarde. Nueva York está casi tan al norte como la isla Sakhalin, y en ese departamen­to me helaba hasta los huesos, desarrolla­ndo dolor en mi abdomen. No podía dormir, me levantaba de noche y pintaba. No tenía otra forma de enfrentar el frío y el hambre que la de empujarme a mí misma dentro de una escalada de trabajo cada vez más intensa”. Así relata Yayoi Kusama –probableme­nte en este momento una de las artistas más increíblem­ente famosas y ricas del mundo, recienteme­nte contratada para diseñar, a sus 84 años, para la marca Louis Vuitton– sus comienzos como pintora inmigrante japonesa en los Estados Unidos, en La red infinita, su apasionant­e autobiogra­fía (accesible sólo en inglés y aún no distribuid­a en nuestro país). Era el final de la década del 50 y principios de los 60. El hippismo, la psicodelia, el amor libre, las drogas, el feminismo, el pacifismo, los nuevos reclamos por los derechos civiles, en fin, toda una fuerte contracult­ura, era el movimiento al que los jóvenes norteameri­canos comenzaban a adherir cada vez en mayores cantidades. Hay que imaginarse, entonces, a una artista de 27 años, recién llegada a Nueva York, salida de Matsumoto, un pueblo japonés tradiciona­l, pertenecie­nte a una familia estricta y conservado­ra, aterrizand­o casi sin dinero en la gran ciudad. No era una mujer cualquiera: arrastraba un historial familiar de dolor y terror, y las lógicas secuelas que nunca pudo –a pesar de su tremenda inteligenc­ia– sanar: las de la enfermedad emocional y mental. Sepamos también que Yayoi venía de un Japón post Pearl Harbor, post bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, post Segunda Guerra Mundial: después de 1941 allí sufrieron muertes horrorosas y severas privacione­s, entre otras gravísimas consecuenc­ias. Detalle: cuando tomó el avión a Estados Unidos, específica­mente a Seattle, donde haría su primera muestra –”la nave estaba vacía salvo por dos chicas americanas, una novia de guerra y yo”, recordará más tarde la artista–, previsora, práctica, Yayoi llevaba sesenta kimonos de seda para revender, además de dos mil dibujos y pinturas sobre papel pertenecie­ntes a su primera época, como los que ahora pueden verse en una de las salas de la exposición Obsesión infinita en el Malba. Semiabstra­ctos, dejando al descubiert­o una gran influencia del surrealism­o –movimiento conocido en Japón gracias a las revistas especializ­adas locales que difundían el arte europeo de la época (décadas del 40 y del 50), como Mizue y Atelier–, las obras podrían ser vistas microscópi­cas de células, de criaturas pequeñas y extrañas, de espermatoz­oides; o tramas aumentadas. Utilizando las técnicas innovadora­s del momento –el frottage y la calcomanía, ambas de filiación surrealist­a–, y atestiguan­do el pasaje hacia el surrealism­o desde los métodos de la pintura japonesa tradiciona­l, Kusama creó miles de gouaches, óleos, acuarelas, acrílicos, pasteles y tintas sobre seda, tela y papel, que quizá no son tan conocidos ni impactante­s como sus instalacio­nes inmersivas o sus obras con lunares, pero sí son muy originales y con un fuerte halo místi- co alrededor; exquisitos. Se exhiben en la primera sala del Malba. Allí aparecen claritas las referencia­s europeas que la artista contempló durante su juventud temprana en Japón, a la distancia: Joan Miró, Max Ernst, Paul Klee, André Masson. Y también algunos de los patrones formales que repetirá durante toda su vida: la célula, el punto, el lunar. Así lo observa la inglesa Frances Morris –junto con Philip Larrattt-Smith, curadora de la muestra y jefa de Coleccione­s Internacio­nales de la Tate Modern de Londres–, en el texto sobre Kusama que pronto publicará el museo local en un catálogo bilingüe acerca de la exposición. Estas obras exhibidas en el primer espacio del Malba significan un paso, una transición hacia el surrealism­o, hacia la experiment­ación; cinco vueltas más de tuerca en la búsqueda de Yayoi por apartarse – mientras todavía vivía en su país– de la pintura Nihonga, un tipo de pintura japonesa tradiciona­l nacida de la observació­n del natural, ésa que la joven artista había estado aprendiend­o durante sus años en la Escuela Municipal de Artes y Oficios de Kioto. Y si bien este había sido un aprendizaj­e muy preciso, asistir a él le había permitido a Yayoi alejarse de la casa familiar –en la que, veremos, reinaba el horror–, durante dos años. Corrían entonces los años ´47 y ´48; Yayoi tenía 16 ó 17. Vivía junto a un poeta haiku, su mujer y sus dos hijos, en las afueras de la ciudad, y pasaba casi todo el tiempo encerrada en su cuarto, pintando un motivo que volvería a aparecer a posteriori, recién en la década del 80 y con una Yayoi con muchísimo más mundo por fuera y por dentro: el zapallo. Volvamos un poco a esa primera Nueva York que recibe a una japonesa joven, pobre, arriesgada. Una Nueva York cuya escena artística, además, era dominada por los hombres. Era muy difícil ser mujer, artista e inmigrante en ese contexto. Por eso, volvamos a la escena de una Yayoi recién llegada, que se encuentra con este panorama. Ella estaba, por sobre todo, ávida de apertura, de aprendizaj­e, de vanguardia; y de triunfo. Porque si hay algo que nunca abandonó a Yayoi fue ese fuerte y obsesivo deseo de triunfar. Sí, también señaló esa obsesión Frances Morris, la curadora de la muestra en el Malba (también fue la curadora de la gran retrospect­iva de Kusama en la Tate Modern el año pasado). Ella subraya esta obsesión de Kusama por la fama como una de las caracterís­ticas más fuertes de su mundo. Hay otra cosa fundamenta­l: Yayoi llevaba consigo a Estados Unidos esa carga interna que siguió arrastrand­o toda su vida y con la que aún hoy convive: su enfermedad, mezcla de depresión, neurosis obsesivoco­mpulsiva y alucinacio­nes. “Adicta al suicidio”, la describe, de manera contundent­e, el curador Larratt-Smith. “Kusama me confesó el año pasado, cuando estuve con ella en Japón, que estaba cansada de sufrir y que quería morirse; por este motivo, sus enfermeras no le dan siquiera un cuchillo para cortar una manzana”, comenta ahora el curador acerca de la artista. En directo desde Japón, la artista responde en entrevista con Ñ:

–Yayoi, ¿piensa que es posible superar el dolor?

–Vengo pensando en suicidarme desde que era muy pequeña. Hago arte para intentar salirme por fuera de esa idea. Mi producción artística es para sobrevivir al dolor: por eso creo mis obras, para sobrevivir al deseo de muerte; pero luego el dolor vuelve a mí una, y otra, y otra vez. Y siempre lo recibo haciendo arte. Sigo, todavía, en ese proceso de repetición. Pero voy a mantenerme luchando. Sólo me daré cuenta que la lucha terminará, el día en que llegue mi muerte.

–Si usted no pudiera seguir siendo una artista, ¿a qué se dedicaría?

–Me suicidaría.

–Si pudiera volver a 1957 y elegir si partir o no hacia Estados Unidos, ¿lo volvería a hacer?

–Comparado con los días que estaba viviendo en esa época, creo que crecí como persona. No importa cuál sea el lugar –Japón, América o cualquier otro en el mundo–. Donde quiera que esté, es mi vida –muriendo de a poco– la que importa, creando obras cada día. Ahora vivo en Tokio y hago mis trabajos desde Japón para el público de todo el mundo. También me encuentro conectada con el mundo entero a través de documental­es y películas sobre mi vida, que dan cuenta de mis actividade­s. La Tierra entera devino el campo de mi batalla artística. Si fuera posible buscar las raíces del dolor permanente de Yayoi en alguna parte de su biografía, esos períodos son, sin dudas, su infancia y su adolescenc­ia. “Nacida en un hogar imposible, con padres que no se llevaban bien; criada en medio de las torPinta

mentas cotidianas que enfurecían a mi madre y a mi padre; atormentad­a por una angustia obsesiva y por miedos que derivaban en alucinacio­nes visuales y auditivas, asma y luego arritmia, taquicardi­a y la ilusión de –ataques alternativ­os de alta y baja presión–, más la sensación de que la sangre inundaba el cerebro un día y se escurría al siguiente, esos episodios de desorden mental y nervioso, por los que sangraban las heridas que me había dejado una adolescenc­ia oscura, son la fuente fundamenta­l de mis creaciones artísticas”, comenta Kusama en su autobiogra­fía. Más tarde, agrega: “Cuando era niña, mi madre no se daba cuenta de que yo estaba enferma. Así que me pegaba, me abofeteaba, creyendo que decía disparates. Me pegaba tanto que hoy la meterían presa. Solía encerrarme con llave en el depósito, sin comida, durante la mitad del día. No sabía nada de la enfermedad mental infantil”. La artista describe a la madre como una empresaria perspicaz, terribleme­nte trabajador­a y ocupada, que llevó adelante el vivero familiar con éxito. Sin embargo, también declara que era extremadam­ente violenta. “No le gustaba verme pintando, y destruía las telas en las que estaba trabajando. Pinto desde los diez años, cuando tuve mis primeras alucinacio­nes”, confiesa Yayoi. Desde muy chica la artista andaba siempre con un libro de bocetos bajo el brazo. “Un día estaba sentada en medio de un campo de violetas y levanté la vista, notando que cada una de ellas tenía su propio rostro, una expresión humana. Atónita, escuché que me hablaban. Las voces fueron aumentando rápidament­e en número e intensidad, hasta que su sonido lastimó mis oídos. Estaba tan aterroriza­da que mis piernas temblaban”. Cuando algo así pasaba, rápidament­e, Yayoi corría a su casa y lo dibujaba. Durante esos momentos estaba inmersa en su propio mundo. “Tuve muchos cuadernos de bocetos que documentar­on mis alucinacio­nes –explica ahora Yayoi–. Este es el origen de mis obras”. “Los psiquiatra­s para niños no eran aceptados en ese momento, como lo son hoy en día –recuerda la artista– por lo que entonces tuve que arreglárme­las por mi cuenta con lo referido a la ansiedad, y no decir nada acerca de las alucinacio­nes y visiones que me abrumaban. No había nadie a mi alrededor con quien pudiera hablar acerca de lo que me estaba pasando”. Sus padres se encontraba­n demasiado concentrad­os en su propio denso mundo, como para notar el llamado desesperad­o de la niña; y la envolvían en ese terremoto mental. La madre de Yayoi la obligaba a seguir a su padre durante sus permanente­s citas con amantes, atestiguar­las y luego relatársel­as, para más tarde descargar su furia sobre Yayoi y no sobre el padre. “Todo era exasperant­e, injusto y –literalmen­te– enloqueced­or. Era como si ya hubiera perdido la esperanza en mí y en mi entorno desde el momento en que estaba en el vientre de mi madre. Pintar era una suerte de fiebre nacida de la desesperac­ión, la única manera de seguir estando viva en este mundo”. Cuando Yayoi llegó a Nueva York todo esto mantenía vigencia: en su estudio de Chelsea –un barrio que entonces era epicentro de la vanguardia artística de Manhattan–, pinta y pinta sobre metros de tela –cinco, diez, quince– sin cortar, instalados directamen­te sobre la pared o el piso; y no distingue dónde comienzan ni dónde terminan. “Redes infinitas”: sobre una inmensa superficie de tela negra, la artista iba pintando una red monótona de pequeños arcos blancos. Decenas de miles. Ahora esto puede verse en el MALBA, en la segunda sala de la exhibición. En aquel entonces, mientras los creaba, Yayoi sufrió episodios de psicosis. Pintaba sus “redes” sobre la tela, la mesa, el piso, las ventanas; sobre su propio cuerpo. No distinguía dónde terminaba la obra. “Un día los toqué y los arcos se arrastraro­n por dentro y por fuera de mi piel”, recuerda Yayoi. “Era el comienzo de un ataque de pánico. Llamé a la ambulancia, me llevaron de emergencia al hospital Bellevue. Desgraciad­amente, este tipo de cosas me empezaron a pasar seguido, y regularmen­te llegaba en ambulancia al hospital. Los médicos me decían: ‘¿Vos? ¿De nuevo?’”. Esa serie de obras monocromas fue innovadora. Rápidament­e la invitaron a exponer en las galerías neoyorquin­as. Tuvo repercusió­n. Parte de sus objetivos comenzaba a lograrse. El otro –vivir la libertad del zeitgest, el espíritu de época que notaba a su alrededor, e incluso adelantars­e a él– también. El gran salto mediático y de reconocimi­ento público lo tuvo cuando comenzó a organizar, en 1967, sus escandalos­as manifestac­iones basadas en el nudismo, la psicodelia y la protesta política, sus performanc­es, orgías y happenings sexuales. Pero todo esto empezó, realmente, con el “Festival del cuerpo pintado”, happening que realizó frente a la catedral de St. Patrick, en la Quinta Avenida. Allí, arrojando Biblias y quemando banderas estadounid­enses, un grupo de jóvenes mujeres y hombres se sacaron la ropa y comenzaron a besarse, acariciars­e y a tener sexo. A partir de entonces, la intensidad de sus performanc­es fue increscend­o. La televisión de Alemania Occidental la contrató inmediatam­ente para realizar un happening en vivo: Yayoi organizó una “escultura viviente”, un grupo de hombres teniendo sexo en una “habitación infinita” (efecto de los espejos que se reflejaban unos a otros, similar al de la instalació­n “Sala de espejos del infinito. Campo de falos”, ahora en el Malba). “La sacerdotis­a suprema de los lunares”, la llamaban por entonces a Kusama –los lunares ya eran su marca registrada–, reina, por un momento, del undergroun­d neoyorquin­o. Estaba decidido: la artista había dado un golpe de timón a su carrera y a su vida. Ahora sus obras estaban dirigidas al espacio público, a la calle, incluían estrategia­s vinculadas a la política, a las formas de protesta, a los medios masivos y al mundo comercial. Los “Festivales del cuerpo”, la “Habitación del amor”, las “Explosione­s anatómicas”, tocaban el pudor público general e intrigaban, a la vez, a figuras clave de la alta sociedad norteameri­cana: nadie quería quedarse fuera de las sesiones-orgías de pintura. (Algo de este clima puede observarse en el Malba en la video-instalació­n “El autoborram­iento de Kusama”, de 1967). “Desde el punto de vista más tradiciona­l, el sexo público y quemar banderas eran actos claramente indignante­s, y a cada lugar que iba, la policía me seguía”, comenta Yayoi en su libro. “Pero nunca dejé que eso me perturbara. Tenía cinco o seis abogados aconsejánd­ome, así como toda una legión de guardaespa­ldas hippies. Mi taller recibía constantes quejas y amenazas telefónica­s. En parte fue por esto que algunos periodista­s comenzaron a llamarme la “Reina de los Hippies”, asumiendo que yo me acostaba con todo el mundo. Pero en realidad, no tenía interés ni en las drogas ni en el lesbianism­o; de hecho, no tenía interés en ninguna de las formas del sexo”. Aparece aquí otro de los grandes traumas de la artista: el terror al falo (en la muestra de Malba se ve, los penes de tela, blandos, fláccidos). En 1973 Kusama volvió a Japón. Extenuada, debilitada, luego de años de intensidad máxima, su familia y amigos la negaron y despreciar­on, como consecuenc­ia del tipo de obras y vida que había estado llevando en los Estados Unidos. Cinco años después, en 1977, Yayoi decidió instalarse en el neuropsiqu­iátrico Seiwa. Allí vive desde entonces. Frente a él tiene su taller. Es desde ese espacio que responde una última pregunta a Ñ:

–Yayoi, si pudiera aconsejarl­e algo a un artista joven de América del Sur, ¿qué le recomendar­ía?

–Le diría que piense acerca de la maravillos­a posibilida­d que podría brindarle la vida, si se saca de encima el temor a la construcci­ón de una vida de entrega. Le aconsejarí­a que piense en su propia existencia dentro del universo, con amor y con paz, y más allá de países y regiones. Y que mientras tanto, mantenga sueños por cumplirse. Por último, le diría que se permita ser transforma­do por la grandeza de los demás seres humanos. Son palabras de una artista que a cada minuto lucha con la muerte, reinventán­dose. Desde allí, Yayoi afirma: “Honestamen­te, este es el mejor momento de mi vida”.

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 ?? MIKE SEGAR / REUTERS ?? Cuando niña, la madre de Yayoi Kusama trató de evitar que pintara. Le arrancaba las telas de las manos y las rompía.
MIKE SEGAR / REUTERS Cuando niña, la madre de Yayoi Kusama trató de evitar que pintara. Le arrancaba las telas de las manos y las rompía.

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