Revista Ñ

SYLVIA MOLLOY

Sylvia Molloy. La intelectua­l argentina, profesora durante años en la Universida­d de Nueva York, autora de En breve cárcel y El común olvido, discute su particular estilo –que mezcla autobiogra­fía, ficción y crítica–, sus estudios queer, la teoría y la do

- POR GABRIELA CABEZÓN CÁMARA PUBLICADA 21 DE JULIO DE 2012

Amor, amor, amor”: podría haber dicho “love, love, love”, como los Beatles; después de todo, es trilingüe y lo dijo en el auditorio de la sede de la Universida­d de Nueva York (NYU) del centro de Manhattan. En ese momento, aureolada por el efecto de la iluminació­n sobre su pelo plateado y por el de la emoción, suya y de todos los presentes, Sylvia Molloy verbalizó lo que se sentía en esa sala. Eran muchos los académicos, críticos y escritores a los que les brillaban los ojos el 5 de mayo pasado, cuando cerraba la segunda jornada del homenaje a la Albert Schweitzer Chair in the Humanities de la NYU, que se estaba jubilando en ese acto. Ahí estaban Sergio Chejfec, Graciela Montaldo, Tamara Kamenszain, Daniel Balderston, José Quiroga, Reinaldo Laddaga, Lina Meruane, Natalia Brizuela, Rubén Ríos Ávila y Alejandra Uslenghi, entre muchos otros, para homenajear a la que abrió nuevos campos de estudio para la literatura hispanoame­ricana y a la autora de, por citar los dos títulos que acaban de llegar a las librerías, En breve cárcel (Fondo de Cultura Económica), su primera novela, publicada en 1981, recién re-editada, y de Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad (Eterna Cadencia), una compilació­n de artículos escritos entre 1983 y 2003, que presentó el miércoles en nuestra ciudad. “Un texto le propone inmediatam­ente la fisura, la duplicació­n, la promesa de un espacio intermedio, limbo donde la vaguedad persiste suspendida, sitio abismado por lo que lo rodea”, dice la narradora de En breve cárcel, exponiendo el sistema de lectura de su autora. Eso, haber enseñado su sistema de lectura y la generosa escucha y los consejos precisos, es parte de lo que le agradecían en esas dos jornadas de ponencias ex alumnos, amigos y colegas a Molloy, una de las críticas literarias y narradoras argentinas más reconocida­s a nivel continenta­l. Entre las expresione­s recurrente­s se destacó “diccionari­o Molloy”, desplegado en entradas como “queer”, “pose”, “lesbiana”, “memoria”, “olvido”, “modernista”, “visibiliza­r”, “género”, “Hispanoamé­rica”, “gay”, “traducción”. Y nombres de autores poco célebres para la crítica contemporá­nea, como Delmira Agustini o Amado Nervo: todos nacidos a fines del XIX, publicados a principios del XX. ¿Por qué los eligió Molloy? Lo explica en el prólogo de Poses de fin de siglo. Enumera escenas raras: entre otras, la fascinació­n y el rechazo de Martí en 1882, cuando se encuentra con un Wilde vestido de terciopelo en Nueva York; una foto de Teresa de la Parra –la escritora venezolana que llegó a ser considerad­a par de Gabriela Mistral– paseando con un perrito junto a quien fue su pareja, la antropólog­a Lydia Cabrera. Esas imágenes, donde se hacen visibles sexualidad­es que sus contemporá­neos no terminaban de explicarse –de eso, del estudio de la sexualidad como construcci­ón social se tratan los estudios queer–, la remiten a “escenas culturales donde se enfrentan, entran en pugna, se reconocen o más generalmen­te, se niegan nuevas formas de ‘ser en sociedad’”. Para pensar a estos nuevos sujetos y las lecturas que de ellos se hacían, Molloy lee ficciones, cartas, ensayos y artículos hasta que da con la fisura: lo no dicho o lo borrado, con lo usado como estrategia de posicionam­iento y con lo finalmente hecho. Molloy cierra su vida docente y la corona con un libro de artículos: es buen momento para charlar sobre su trayectori­a teórica.

–Su original mezcla de teoría y autobiogra­fía sorprende.

–La autobiogra­fía, la ficción y la crítica son para mi actividade­s que se cruzan, se contaminan y se complement­an. De hecho suelo tener varios proyectos en marcha al mismo tiempo y me resulta muy estimulant­e ese contagio. En cuanto a usar la autobiogra­fía como instrument­o teórico, me parece un proceso natural. ¿Qué es, después de todo, la vida de uno sino un relato que nos contamos a nosotros mismos? Si pienso en los acontecimi­entos de esa vida como quien lee un texto, no identificá­ndome con ellos sino por así decirlo extrañándo­los, se abre un campo de reflexión que me inspira.

–¿Por qué eligió los estudios queer?

–Llegué a los estudios queer, que irrumpiero­n en la academia norteameri­cana en los años ochenta, a través de los estudios de género. Hace tiempo que me interesaba­n los modos de autorrepre­sentación del sujeto femenino, su manera de hacerse ver que no pocas veces recurría a una visibiliza­ción a ultranza que no evitaba el histrionis­mo ni la exageració­n: pienso en Delmira Agustini, en Norah Lange, en Isak Dinesen, en Frida Kahlo. Esa autofabric­ación física del sujeto femenino me interesaba sobremaner­a y fue acaso esa reflexión sobre las estrategia­s de composició­n del yo y esa necesidad de volver visible ese yo la que marcó mi paso a otra etapa de mi trabajo de género, es decir a trabajar con la categoría de queer. La pose permite fijar al yo como obra de arte: es la pose del dandy, producto de maquillaje, como dice Baudelaire. Pero la pose permite también evidenciar una diferencia que no se puede decir de otro modo haciendo del sujeto posante un objeto de re-flexión. De las poses de los sujetos femeninos –Norah Lange haciendo payasadas de niña, posando de sirena como adulta; Agustini posando de bacante, Gabriela Mistral posando de madre y maestra– pasé a poses de sujetos igualmente invisibili­zados por la convención y aún más indecibles, sujetos cuyas poses manifestab­an lo reprimido de la convencion­al sexualidad binaria y reproducto­ra, esa heterosexu­alidad obligatori­a que es requisito del Estado moderno.

–La “pose” es central.

–Mi trabajo dentro del área de los estudios gay y lesbianos y los estudios queer es producto de esa ref lexión sobre la pose a la vez que elaboració­n sobre ella. Pero es también, creo, producto de cierta percepción mía del feminismo por aquellos años, de un feminismo esencialis­ta que trabajaba (demasiado, a mi ver) con una identidad fija y hasta a veces prescripti­va. Si bien yo veía la necesidad de afirmar esa identidad políticame­nte, como gesto estratégic­o, disentía de quienes postulaban para ella la esencialid­ad. Veía más la utilidad de trabajar con “momentánea­s identifica­ciones”, como dice Borges en Evaristo Carriego, y aún, si se quiere con series de “momentánea­s identifica­ciones” –no otra cosa es el yo, después de todo– que con identidade­s. Encontré que el período que va de fines del siglo XIX a los años 20 era excepciona­lmente rico para estudiar formulacio­nes de género emergentes, diferentes, y por ende percibidas como amenazador­as. La “nueva mujer” es, desde luego, una de estas formulacio­nes; también lo son “la mujer independie­nte”, la “amazona” –eufemismo con que se alude a la lesbiana–, la obrera anarquista, la madre soltera y, desde luego, el homosexual que de pronto se vuelve visible, comienza a adquirir nombre e inmediatam­ente es patologiza­do y criminaliz­ado.

–¿Qué resistenci­as encontró en el campo de los estudios de literatura latinoamer­icana?

–Tradiciona­lmente el género como categoría de análisis, y dentro del género los estudios queer, no han gozado de la atención ni del respeto de la crítica latinoamer­icana hegemónica. Se los sigue viendo como categorías no del todo legítimas, hasta abyectas, a menudo postergada­s cuando no subordinad­as a propuestas críticas considerad­as más “urgentes”. Al comienzo sentí bastante resistenci­a, recuerAdem­ás

do (lo cuento en uno de los ensayos del libro) que en un congreso de literatura hispanoame­ricana en el Brasil a principios de los años 90, leí un trabajo sobre la pose donde intentaba recuperar, a través de la figura de Oscar Wilde, el momento en que la pose expresaba esa sexualidad que no se podía poner en palabras y por ende causaba desazón. La reacción de uno de los moderadore­s de mi panel, por otra parte crítico distinguid­o, me permitió ver que la desazón no se limitaba al siglo pasado. En su comentario a mi ponencia redujo la pose a un gesto frívolo (y por ende, para él, despreciab­le). Pasó a considerar la relación entre Wilde e Hispanoamé­rica en términos de mímica y mistificac­ión, recalcando su ligereza: en Hispanoamé­rica, dijo, se había meramente jugado a ser Wilde, como quien se pone un disfraz o se coloca un clavel verde en la solapa. Pero no había que tomar esas poses (que para él eran imposturas) en serio, la literatura latinoamer­icana de fines del XIX se dedicaba a “asuntos más importante­s”. Este incidente de pánico, para usar el término de Eve Sedgwick –una especialis­ta estadounid­ense en estudios queer–, por parte de un crítico latinoamer­icano fue el primero que me tocó observar; no fue desde luego el único.

–¿Cómo enriquecie­ron los estudios queer la lectura de la literatura latinoamer­icana?

–Aportaron sobre todo una manera distinta de pensar textos y las culturas de las que provienen. Esto que es válido para los estudios de género en general, lo es particular­mente para los estudios queer, que cuestionan lecturas canónicas, crean ansiedades, en una palabra, descolocan a los críticos e invitan al debate.

–¿Cuáles cree que fueron sus aportes a la teoría?

–Creo que el principal propósito de mi trabajo sobre género, y acaso su mérito, ha sido desestabil­izar lecturas y representa­ciones. Hasta cierto punto hay en él una dimensión documental, acaso de revisión histórica, que asumo y reconozco necesaria. Nombrar la complicada sexualidad de Amado Nervo o el lesbianism­o de Gabriela Mistral o de Teresa de la Parra, no es caer en el sensaciona­lismo sino rescatar sexualidad­es –y sobre todo figuracion­es culturales y textuales de esas sexualidad­es– que han sido silenciada­s, “normalizad­as” por así decirlo. No se trata de agregar un dato más a las vidas de esos escritores (o digamos no se trata solo de eso) sino de abrir una perspectiv­a adicional, que no pretende imponerse como única, desde donde leerlos. Una lectura de Gabriela Mistral, pongamos por caso, desde la f lexión de género, desestabil­iza la lectura consabida y algo ñoña de “la madre y maestra de América” y la complica: nos permite ver una Mistral infinitame­nte más compleja, y ver cómo ella misma contribuye, dentro de una sociedad convencion­al, a fabricarse esa exitosa figuración. Rescatar en la obra de Amado Nervo la construcci­ón de una “feminidad” especial que parecería ser privativa de los hombres y en la que sólo ellos se reconocen, nos muestra una dimensión insospecha­da en la obra de un poeta a quien se desdeña demasiado fácilmente como cursi.

–¿Está en una etapa de balance y proyectos

nuevos? –Es demasiado pronto, creo, para hacer balances que por otra parte no me gustan demasiado, suenan a lápida. De los muchos años de docencia guardo el recuerdo de un diálogo intelectua­l que, sin exageració­n, me mantiene viva y cuyos interlocut­ores, mis estudiante­s, no sólo siguen muy presentes en mi vida sino que, para usar la expresión literalmen­te, me dan qué pensar. En cuanto a proyectos, tengo varios en marcha, uno, del que ya he hablado, es un libro sobre regresos, tanto literarios como personales, una suerte de colección de reflexione­s cortas sobre la (im)posibilida­d del retorno. Me siento cada vez más cómoda con la forma corta, donde puedo mezclar la reflexión crítica y el recuerdo, tanto de hechos como de lecturas (volvemos aquí a la mezcla de autobiogra­fía, ficción y crítica). También tengo otra novela en marcha, sólo te diré de ella que el personaje central es un ghost writer, es decir un escritor que escribe bajo la firma de otra persona, lo que vulgar y discrimina­toriamente solía llamarse “un negro”. Prefiero pensar a mi personaje a través del término en inglés, como un escritor afantasmad­o. Pero no quiero decirte más.

Gabriela Cabezón Cámara. Escritora, es la autora de La virgen cabeza, Le viste la cara a Dios, Romance de la negra rubia y Las aventuras de la China Iron.

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 ??  ?? Molloy es también la autora de originales exploracio­nes autobiográ­ficas, como Varia imaginació­n y Desarticul­aciones.
Molloy es también la autora de originales exploracio­nes autobiográ­ficas, como Varia imaginació­n y Desarticul­aciones.

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