Revista Ñ

BEATRIZ SARLO

Entrevista con Beatriz Sarlo. La intelectua­l –aguda en sus juicios contra el kirchneris­mo y el macrismo– desanda sus viajes de los años 60 en esta entrevista y reconstruy­e sus afinidades con el peronismo.

- POR RAQUEL GARZÓN Y HÉCTOR PAVÓN PUBLICADA EL 2 DE AGOSTO DE 2014

Lleva puestos borceguíes de diseño, rojos, con taco. Son una versión renovada y cool de aquellos con los que recorrió ese camino sesentista y latinoamer­icano como testigo de estados prerrevolu­cionarios bajo el signo de la Guerra Fría. Con ellos Beatriz Sarlo caminó por las Malvinas en 2013, como cierre de un ciclo de viajes y de su libro. Un año después, Sarlo vuelve a calzarse esas botas y reconstruy­e esos senderos y viajes juveniles, cuando la Revolución continenta­l se escribía con mayúsculas y parecía posible. Y las lleva para entrar en el túnel del tiempo y verse a sí misma –hacia 1964– con un grupo de amigos, sombrero de paja y shorts en la selva amazónica peruana, en el norte argentino, en las minas bolivianas, en el sur de Ecuador, Brasil y también, de un salto en el tiempo, en Malvinas. Todos esos territorio­s de algún modo unían su ruta con el viaje del Che con Alberto Granado, de iniciación política, en 1952. Recuerdos reinterpre­tados, tamizados por los filtros de las culturas que la atravesaro­n a lo largo de los años, se han convertido en un diario abierto bajo el título Viajes. De la Amazonia a las Malvinas. Este es un libro atípico en el haber de la crítica literaria y ensayista política. Es un álbum pleno de imágenes reconstrui­das con fotos como la que se ven en estas páginas (no incluidos en el tomo). Así, recupera el asombro juvenil, la fascinació­n por los héroes de carne y hueso, la geografía indómita, el asomo del Hombre Nuevo. Sin embargo, estas travesías se inscriben en la bitácora de una viajera fuera de catálogo: conoció el mar a los 17; partió a Europa a los 39. Su mochila ya no carga una cantimplor­a abollada: ahora lleva herramient­as recogidas a lo largo de su formación excepciona­l. Dos escritoras se enfrentan en esta narración: la que viajó; la que escribe. El libro es síntesis. En esta entrevista Sarlo habla de sus viajes y también de su batalla cultural cotidiana, la que nutre con las estocadas hirientes que le propina al kirchneris­mo con su estilo, a veces cruel, de “intervenci­ón vanguardis­ta”. Su presencia frecuente en los medios la volvió una intelectua­l de una popularida­d permanente que se asentó años atrás cuando dejó sus clases en Letras y apostó por vincularse al grand public. Rápidament­e dominó las reglas de los medios y hasta tuvo una columna fija en la revista Viva durante años. Todo tuvo un precio: muchos de sus colegas condenaron y censuraron su salida del círculo académico y la búsqueda de lectores distintos a los de sus ensayos literarios o sobre la “modernidad periférica” de Buenos Aires. El kirchneris­mo, en especial en su versión cristinist­a, amplió su campo de batalla. La intensidad de este largo presente la templó y convirtió su lugar de crítica en un podio al que intelectua­les y políticos temen mirar. Hace dos años se definió ante la revista Debate como “la antikirchn­erista que los kirchneris­tas aman odiar”. Sarlo disfruta de esta actitud soberbia y desafiante y de este momento que la transformó para siempre.

–¿Cómo fue hacer este retorno al pasado? ¿Cómo es que “Viajes” viene a ahondar, ampliar o inaugurar algo en su proyecto de investigac­ión?

–Todo empezó con las fotos. El fotógrafo Alberto Sato, que viajaba conmigo, comenzó a enviarme fotos digitaliza­das de aquellos viajes. Al principio, no las recibí con demasiada expectativ­a ni alegría. Decía: “¿Qué es esto que viene de atrás y que me está alcanzando sin que yo lo haya llamado?”. Después empecé a interesarm­e más en las fotos, a mirarlas como alguien que reconoce a un extranjero. Y ahí nació la idea del libro de viajes, con la convicción de que éste era uno de los últimos viajes latinoamer­icanos realizados como el Che había hecho el suyo. Después vinieron las guerrillas (el Che iba a Bolivia al año siguiente de cuando estuvimos), y ya esos viajes se volvieron imposibles. Y además, porque en ese momento temprano, América Latina no era un continente turístico. Era de viaje, pero no de turismo.

–Hubo un método…

–Empiezo a leer literatura de viajeros. Y ahí es donde surge la teoría del viaje, del uso de las libretas de viaje –que perdí todas–. Yo era alguien que ignoraba todo del lugar que estaba visitando. Lo que hice, ya con investigac­iones más precisas, fue reponer una cantidad de informació­n, en primer lugar, para mí misma: por primera vez reuní informació­n sobre ese pueblo jíbaro, la etnia de los aguaruna. Me pregunté: “¿Dónde estuve?, ¿quién era esta gente que nos sorprendió en la selva amazónica, y que nos llevó a su aldea...”.

–Es su primer libro en primera persona. Asumir un giro subjetivo supone desafíos y riesgos. ¿Cuáles se planteó, de qué quería estar lejos entonces?

–De lo que quería estar lejos era del viajero que sabe todo sobre el lugar donde se está desplazand­o y que puede interpreta­rse perfectame­nte a sí mismo y a los demás. Me quería alejar de ese modelo de viajero sabiondo. Yo no sabía nada mientras viajaba, excepto en Malvinas, donde la persona que sabe algo y la que viaja son la misma. Cuando recorrí Latinoamér­ica no había consultado ninguna bibliograf­ía, y por tanto también uno podría decir que es un libro intelectua­lmente sincero. Trata de ser lo más fiel a aquella jovencita desconocid­a por mí misma que hizo los viajes.

–Recién se preguntaba quién era usted en ese momento. ¿Y quién era en tierra firme? ¿Cómo era su lugar en la política, por ejemplo?

–Yo ya estaba cerca de la CGT Paseo Colón, como alguien completame­nte invisible. Recuerdo haber estado en salas donde veía de lejos a Rodolfo Walsh impartiend­o instruccio­nes, o donde veía entrar a Ongaro al comedor, como una especie de santo sindical laico, aconsejand­o la lucha sin cuartel. Alguno de esos viajes coinciden con ese momento mío en la CGT Paseo Colón, a la cual me encaminé como alguien peronista; como alguien convencido por las encíclicas de Juan XXIII. Yo no era muy religiosa, para nada, pero las encíclicas me habían impactado. Son todos viajes anteriores a mi conversión en marxista-leninista a fines de los 70.

–Y leer las encíclicas de Juan XXIII…, ¿la convertía en creyente?

–No. Yo podía decir que sí, cuando salía una encíclica. Pero no. Mi capacidad de creencia siempre tuvo un umbral muy bajo, hasta desaparece­r por completo. Pero la figura de Juan XXIII era extremadam­ente atractiva porque no era solamente un Papa social, también era clave la forma de elaboració­n de esas encíclicas. Pero tampoco fue tan importante en mi vida.

–¿Y la figura de Francisco le interesa? ¿No le resulta atractiva?

–No, pero es casi ridículo decir que una figura con ese centimetra­je en los diarios no me resulta atractiva. De todos modos no es un personaje a quien yo siga particular­mente. Me interesan más los personajes mundiales de la política terrenal. Y además hay que ser vaticanist­a para entender al Vaticano. Es una esfera política muy opaca y mi interés va hacia esferas políticas en las cuales uno pueda desenvolve­rse con más libertad y formación intelectua­l. Dicho esto –como diría Néstor– con todo respeto.

–Hay cierto espíritu autocrític­o, menciones al progresism­o candoroso, al hecho de ir a bus-

car Latinoamér­ica allí donde estaba ocurriendo, con más energía y ganas que entendimie­nto...

–Éramos así. Buscábamos un territorio utópico para la revolución. Pensábamos realmente que la revolución estaba a la orden del día y que había países como Bolivia que estaban más cerca. Allí viví esas experienci­as de las masas en las calles, los obreros con la dinamita en la cintura para que se mantuviera caliente. Recuerdo a ese ministro que después de un golpe de estado aparece en mi casa. Entró con sus chicos en tropel, la mujer embarazada. Con Sato recién habíamos llegado de un viaje a Catamarca, teníamos un cajón de dulces para una, dos semanas, y los chicos lo devoraron en un instante porque habían venido en tren desde Bolivia... Nosotros veíamos un territorio donde la revolución iba a ser posible tarde o temprano. Y por eso esa especie de respeto devocional hacia quienes encontrába­mos por el camino: campesinos, obreros, mineros, estudiante­s… Todo eso suena de una ingenuidad asombrosa hoy. Pero también era así en ese momento.

–“No habíamos leído Benjamin”, dice en el libro. Cuando viaja a Malvinas ya tenía esas lecturas, y sin embargo, describe ese viaje como un shock…

–Totalmente. Dejando de lado lo político y mis posiciones sobre Malvinas, que son conocidas, subrayo dos cosas. Una es el shock del clima en las islas. El frío que te trastorna permanente­mente era una sensación que yo no podía escindir de aquello que deben haber sufrido los soldados enviados por la dictadura. Fue un shock del cual no pude salir nunca. Y lo otro era que todo el mundo me habló invariable­mente en inglés. Y sin embargo, yo sentía que había una reserva de castellano que se negaban a utilizar, con todo el derecho del mundo. Quedaban restos de una vieja relación de las Islas con el continente, muy intensa hasta la guerra, incluso restos lingüístic­os. Y que eso nos lo negaban con todo el derecho del mundo porque un día abrieron la puerta de su casa y se encontraro­n con los soldados argentinos.

–“Dejando de lado lo político y mis posiciones sobre Malvinas, que son conocidas…”, dijo. ¿Desde cuándo sus posiciones y exposicion­es públicas empezaron a traerle problemas?

–¡Directo…! Voy a prender un cigarrillo… ¿No les molesta?

–No…

–El debate sobre Malvinas fue contemporá­neo a la guerra. Un grupo muy pequeño de personas firmamos un documento que no se publicó pero circuló, en contra de la guerra. Y creo que ese fue un primer parteaguas importante. Quedé extremadam­ente sensibiliz­ada con ese debate. E incluso se reabrió cuando volvieron los exiliados porque tenían posiciones que justificab­an de alguna manera la invasión. El peor momento fue en la dictadura. Había en la plaza argentinos alegres de que la dictadura se hubiera lanzado al Atlántico Sur. Ese fue un momento en el cual tomé conciencia de ser una minoría. Evidenteme­nte los últimos años del kirchneris­mo han sido los más duros y me han hecho una persona muy conflictiv­a para muchas posiciones. Con el kirchneris­mo mis posiciones pasan a ser motivo de conflicto y al mismo tiempo con los que son también furiosamen­te antikirchn­eristas, que piensan que yo no soy suficiente­mente antikirchn­erista. Tengo una forma de intervenci­ón que es vanguardis­ta, elijo los ejemplos más inesperado­s para criticar una situación. Por otro lado, mantengo un conjunto de buenas relaciones con intelectua­les inscriptos en el kirchneris­mo como Horacio González o María Pía López, además conozco muchísimo a Ricardo Forster y a otros, pero hay quienes consideran que no he entendido lo suficiente la cuestión nacional.

–¿Cuándo sintió que se rompía la ilusión con el kirchneris­mo? ¿Ocurrió algo en particular o fueron varios motivos los que la pusieron directamen­te en la vereda de enfrente?

–Quizá los primeros acontecimi­entos que me parecieron más criticable­s fueron la manipulaci­ón y la cooptación de los organismos de Derechos Humanos. Creo que eso es algo imperdonab­le. Cuando empecé a ver la reiteració­n de imágenes en el Salón Blanco con Estela de Carlotto, Hebe de Bonafini y otros dirigentes, me pareció que eso era un grave error político que iba a traer consecuenc­ias. Ese fue el primer momento en el cual yo sentí una distancia muy fuerte. No así al comienzo, en 2003, recuerdo que dije en La Nación: “Bueno, estilos tienen todos los políticos. En este país a lo mejor sólo gobierna el peronismo durante un período, en fin, veamos qué pasa”. Estaba a la expectativ­a. No estuve en 2003 para votar, pero quizá lo hubiera hecho por Kirchner, no tengo problema en decirlo.

–Estuvo en el acto de asunción de Ricardo Forster como secretario de Coordinaci­ón Estratégic­a para el Pensamient­o Nacional y él la mencionó en su discurso…

–He ido a decenas de actos peronistas donde pasaba desapercib­ida, nunca me había pasado que me creyeran parte de la concurrenc­ia. Fui a actos de Moyano: nadie dijo que era moyanista; fui a actos de Cristina: nadie dijo que era cristinist­a; fui a Gualeguayc­hú: nadie dijo que estaba ni a favor ni en contra de las pasteras; fui a la inauguraci­ón de la bóveda de Néstor y nadie dijo que yo estaba rezando por él. No es raro verme a mí cubriendo un acto. En realidad es mi vocación periodísti­ca nunca seguida. Esa y antropolog­ía hubieran sido mis dos vocaciones frustradas.

–¿En qué medida los viajes la influyeron ideológica­mente?

–Bueno, hubo un viaje que yo deliraba realizar, a comienzo de los 70, que era China. Mucho más que por ir a Europa. A los compañeros del Partido Comunista Revolucion­ario que habían viajado a China, yo los escuchaba como se escucharía a Simbad, el marino.

–Pero, ¿hay viajes en los 80, 90 que pueda relacionar con su visión o posición política de entonces? La Europa de la social democracia…

–En el primer viaje a Europa tuve conversaci­ones –junto con Carlos Altamirano– con intelectua­les italianos muy importante­s para mí porque ahí empezaba la crítica al marxismo más duro. Y en una época pre Amazon, era muy importante poder comprar libros; así nos pusimos a leer lo que leían los exiliados en México, que viajaban a Europa mucho más que nosotros. Poder comprar los libros en la librería del Partido Comunista Italiano fue decisivo. Ese viaje fue una gran experienci­a.

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 ??  ?? Mochilera infatigabl­e, en 1964, se lanzó a un periplo por la América Latina marcada por la insurgenci­a.
Mochilera infatigabl­e, en 1964, se lanzó a un periplo por la América Latina marcada por la insurgenci­a.
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Sarlo en Puerto de Nazaret, Amazonia peruana, 1964.

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