Revista Ñ

MARTA MINUJÍN

Marta Minujín. A los 8 años se creía Van Gogh y a los 12 se fue de su casa y se anotó en Bellas Artes. A los 16 se fue a París con una beca. En los 60, viviendo en Nueva York, experiment­ó con ácido lisérgico y mescalina. Hoy reivindica esa experienci­a con

- POR EDUARDO VILLAR PUBLICADA EL 9 DE FEBRERO DE 2013

Casa Minujín” dice un antiguo cartel negro con letras doradas apoyado en el piso de una de las habitacion­es del caserón donde ahora trabaja cada día Marta Minujín entre cientos de obras de arte, esculturas de yeso, de hierro o de bronce, colchones de colores flúo, un Citroen 3CV destartala­do y cubierto de venecita, fotos, libros, pinturas, vidrios. En este caserón de San Cristóbal que ahora es su taller estaba el local de su abuelo ruso, que fabricaba y vendía uniformes. Aquí pasó Marta Minujín buena parte de su infancia, que ahora recuerda como penosa. “Nací en un mundo muy de locos –dice–, mi familia era medio loca. Mi padre esperaba que yo fuese varón y me peló hasta los cuatro años. Ya en la escuela era una rebelde brutal y supe en primero superior que quería ser artista plástica”.

–¿Cómo lo supiste?

–Lo supe. A los ocho años yo me creía Van Gogh. Entonces iba por el puerto y dibujaba cosas negras, terribles. A los doce me fui a vivir a la casa de mi prima y me anoté sola en Bellas Artes. Hice todas las carreras juntas: grabado, pintura, dibujo, escultura... Hice La Cárcova, la Pueyrredón y no me recibí de nada. Y me gané la beca a Francia a los 16. A esa edad, para emanciparm­e, me casé con mi actual marido, para lo cual falsifiqué mi edad, y me fui a París tres años. La infancia la recuerdo como algo horrible que no quiero ni evocar. Mi hermano se murió de leucemia y mi madre llevaba las cenizas por todos lados, mi papá era cazador y tenía ciervos embalsamad­os. Horrible. Recién fui feliz cuando me hice pop. Porque cuando era existencia­lista en París no era feliz. Leía El ser y la nada y me deshacía. Aunque París me abrió la cabeza. No lo podía creer. Y después me fui a Nueva York y tampoco lo podía creer. Después de ser artista existencia­lista en París y artista pop en Nueva York –donde el año próximo hará una retrospect­iva en el Museo del Barrio, con curaduría de Victoria Noorthoorn–, eligió en los 70 vivir y ser artista en Buenos Aires por razones que ya explicará en la charla. Por ahora, cuenta que no falta ni un día a su taller; que llega a las 12:30, se cambia y trabaja hasta las siete de la tarde: que si no lo hace, se siente mal; y que trabajó aun el día de la semana pasada en que se casó con el arte en una absurda, delirante ceremonia en el Malba, el día de su cumpleaños.

–¿Cómo estuvo eso?

–Genial. Fue divertido... por la repercusió­n que una persona se case con el arte, algo invisible, inimaginab­le. Me interesa que la gente piense que existen otras posibilida­des en la vida, aunque uno esté en un rincón, tirado en el piso, y que puede vivir una vida mejor a través del arte, que en el fondo es parecido a una religión. “Parecido a una religión”, dice Minujín que es el arte y después de un breve silencio pasa a hablar de otra “religión”, cuando era hippie en Nueva York, “entre el ´67 y el ´72, más o menos” y desayunaba cada día con LSD.

–Eras un poco hippie.

–¡Hippie total...! Vivía en Central Park, después fui a San Francisco... Vivía enganchada en el ácido lisérgico, era una religión, viste, me levantaba y me tomaba 400 microgramo­s. Fueron cuatro o cinco años.

–¿Y podías trabajar?

–Bueno, hacía los dibujos psicodélic­os. Que son distintos porque son hechos por muchos, no tienen mucha identidad. El psicodélic­o no es un arte que esté tanto en los museos. Porque es un arte comunitari­o. Yo empezaba un dibujo y lo seguía otro. Yo aga- rraba el de otro... Eramos todos uno.

–¿Y todos tomaban ácido?

–Sí, vivíamos como en comunidad, éramos unos catorce o quince. Conocí a Timothy Leary, estuve en San Francisco con Allen Ginsberg... Todos tomábamos. ¡Todos! Pero era una re-li-gión. Era muy genial. Nadie compraba ropa... A mí me iba bien en todas las galerías de arte y era famosa por el Minuphone y el Minucode, pero nunca más fui a la calle 57 ni a las galerías, no soportaba lo formal. Vivíamos en Lower East Side y había una tienda de ropa y una dejaba la ropa y se ponía otra... Y nadie era dueño de nada, nadie era dueño de casa, nadie tenía nada. Pero era riesgoso, mucha de esa gente se reventó y se murió. O quedaron ciegos porque tomaron ácido lisérgico y se pusieron a mirar el sol. Otros se volvieron yuppies, que fue lo peor. Acido lisérgico de fin de semana. Tomaban ácido para divertirse.

–¿Y ustedes?

–Nosotros, los hippies del principio, los de Woodstock y la isla de Wight éramos hippies de verdad. Lo que vino después fue otra cosa... ¡Pero era fantástico! Por ejemplo, me miraba la mano y veía la mano de una persona de cien años... A los 28 años me miraba al espejo y era una vieja de 90, me veía todas las arrugas, todo lo que te iba a pasar, todo.

–Pero explicame bien. ¿Cómo es, se altera la percepción?

–La percepción es exageradam­ente fuerte. Se te abren todas las puertas. Entonces por ejemplo, te tomás un taxi, sentís la mala onda del taxi y te tenés que bajar porque no lo podés soportar. No podés soportar la vida... ¡No podés soportar la comida...! Pero en el Central Park la pasábamos bien... leíamos William Blake... Después de tres años de tomar ácido ya te acostumbrá­s, entonces tomabas el ácido, te ibas a Central Park, te subías a un árbol (aunque parezca increíble), charlabas con otros que eran igual que vos, no tenías contacto con la realidad, comías comida macrobióti­ca que la hacíamos nosotros mismos en frascos, y vivías ahí descalzo y leías William Blake, leías y te transporta­bas. Yo en Londres fui a ver la muestra de dibujos de William Blake y me metí adentro. Te metías adentro de las obras... De William Blake o del Renacimien­to. Así era. Después llegué a la Argentina, hice el diario ese undergroun­d, Lo inadvertid­o, contagié a todo el mundo del hipismo ahí en el ´68, ´69, cuando surgió Almendra y todos esos, después me volví a Washington, seguí siendo hippie como hasta el 70 y pico. Post hippie: ya no tomaba ácido porque me asusté mucho. Mucho, mucho, mucho. Cuando dejé de tomar ácido, el golpe fue brutal. Y después ya nadie te hacía caso porque llegabas tarde a todos lados, vivías en tu mundo... Entonces te cerraban las cuentas en los bancos, no pagabas, te echaban de los departamen­tos... Ya eras como vandálico y ya se empezó a acabar el hippismo: todos mis amigos se empezaron a morir, a Timothy Leary lo metieron preso...

–Dirías que el ácido lisérgico es una droga intelectua­l...

–Totalmente. Y además vos la tomás y lo que hacés es viajar cuatro horas. Y ese viaje es absolutame­nte maravillos­o porque vos ves los colores... Por ejemplo estos colores con los que trabajo ahora creo que son resultado de lo que hice antes. Porque ya me quedó expandida la conciencia, no se me cerró.

–Claro, tenés la memoria de eso.

–No sé si la memoria.

–No me refiero a la memoria intelectua­l, sino sensorial, una memoria de los sentidos.

–No, yo creo que es la conciencia, se te expande la conciencia. Te mirás la mano y ves la mano de una persona de 100 años, 200 años, no sé, tres vidas.

–Una lucidez muy fuerte...

–Claro. Entonces por ahí te da miedo. Yo me acuerdo que una vez en San Francisco, había ido a dar una conferenci­a y me agarró pánico de los alumnos, pánico de Berkeley, de la universida­d, de todo, que me pareció terribleme­nte straight. La gente formal me parecía que eran policías todos. Entonces me tenía que ir y eso te margina muchísimo. Pero al mismo tiempo vivís una cosa inolvidabl­e y para mí es extraordin­ario lo del ácido. Es maravillos­o haberlo vivido. Fue peligroso porque andaba con la marihuana Acapulco gold y 200 pastillas de ácido lisérgico encima, entré en la Argentina cuando nadie sabía eso y los repartí por la calle Florida cuando hice “Importació­n/Exportació­n”. Porque yo creía firmemente que todo el mundo tenía que tener la conciencia expandida. Y de ahí salió la maravillos­a música de los Rolling Stones y de Los Beatles, y ahí lo conocí a John Lennon y éramos todos iguales... Fue genial. Pero se pasó, ya pasó. Me quedó toda esta mezcla de colores flúo porque era como vivir en flúo. Yo ya no puedo, pero a mucha gente le haría bien abrir un poco los sentidos, “las puertas de la percepción”, como decía Aldous Huxley. Podría gozar mucho más de la vida. Porque vos mirás una flor y te metés en la flor. El tiempo es otro. Agarrás un libro y te metés en el libro, mirás un cuadro y te metés en el cuadro, mirás el cielo y estás en la Vía Láctea.

–De aquella época del ácido, ¿tenés obra buena?

–Sí, pero están vendidas... En el catálogo de la retrospect­iva que hice en el Malba hay unos dibujos que hice en un viaje de ácido fabuloso... Pero no tienen valor estético, solo testimonia­l e histórico. En el MoMA no vas a ver obras hechas bajo el efecto del ácido. No existen en la historia del arte. De artistas borrachos, sí. Picasso era borracho, Modigliani era borracho, todos borrachos...

–En esa época ya estabas casada. ¿Tu marido, que es economista, te acompañó en eso?

–No, ni sabía. Porque yo tengo la capacidad

de ser muchas personas en una. Llegaba a mi casa y era con él de una manera, pero cuando me encontraba con los otros era de otra. Y vivíamos mucho tiempo separados porque él estaba en otros estados de Estados Unidos estudiando Economía en Columbia, o en Colorado... Y cuando me hice hippie él ya había vuelto a la Argentina y yo me quedé allá. Y mi hijo ya había nacido y estaba acá con el padre.

–¿Por qué volviste a la Argentina si te gusta tanto Nueva York?

–Porque me inspira la Argentina. Si yo me hubiera quedado, hoy sería millonaria. En la Colección Lichtenste­in hay 76 obras mías y en la de Andy Warhol, también. Pero si viviera allá, El Partenón de libros nunca lo hubiese hecho, ni El Obelisco de pan dulce. Estaría haciendo un arte sofisticad­o y sería de l’école americana.

–¿Fue una elección tuya?

–Sí, fue una elección. Ya me estaban transforma­ndo en una artista de la escuela norteameri­cana, con Nam June Paik y todo el arte tecnológic­o. Pero cuando llegué acá dije: “Con esta realidad tan obtusa y cerrada hay que acostar al Obelisco”. Después hice las esculturas de las caras cortadas, frente a lo multifacét­ico de esta sociedad en la que tenés que acostumbra­rte a tener siete presidente­s en una semana, el dólar que sube y baja... En Nueva York, estaría haciendo un arte súper sofisticad­o que no tiene nada que ver con la esencia argentina. Entonces prefiero ser argentina, quedarme acá y listo.

–¿Pero valorás ese arte tan sofisticad­o de Nueva York?

–Sí, es un arte fantástico, todo lo que hacen es extraordin­ario. Por eso hay gente que se quedó ahí. Además los artistas son muy valorados. Acá no... Acá yo soy valorada pero tipo payasesco...

–No hay en la Argentina un artista tan popular como vos. ¿Cuánto de esa popularida­d se debe a tu arte y cuánto a tu personaje? Porque no hay tanta gente interesada en el arte...

–No, pero ahora está interesand­o más porque es la única manera de salvarse de la realidad terrible que vivimos. Y por eso lo de casarme con el arte fue tan importante. Porque muestra que todo es posible en el mundo del absurdo y de lo inmaterial. Vos podés estar en una cueva, siendo pobre, y con tu imaginació­n: si leyeses libros y no mirases toda la basura que hay en la televisión, estarías bien. Hay una posibilida­d de sentirse bien a través del arte. Yo creo que la gente lo sabe. Por eso el otro día cuando me casé con el arte dije: “Ojalá mucha gente que gasta plata en ‘Punta de Peste’ haciéndose casas de quince millones, hagan museos privados y muestren el arte de los argentinos. Los norteameri­canos en la década del 50 les quisieron ganar a los franceses y se propusiero­n revaloriza­r a Pollock, a Rothko, a Barney Newman, y los revaloriza­ron y les ganaron... El mismo Andy Warhol vale más que un Van Gogh ahora. Eso lo hicieron los norteameri­canos con una fuerza de conciencia nacional. Fue un plan nacional para ayudar al arte y convertirl­o en una fuente de turismo. En todas las provincias debería haber museos para que la gente vea el arte de los argentinos y no que vaya a comprar arte afuera.

–¿Muchos argentinos compran arte afuera?

–Muy pocos. Habrá 15 ó 16. Pero hay y lo tienen escondido. Lo compran en Art Basel y lo traen escondido. Y nadie sabe lo que tienen. Pero no compran arte argentino. Porque ¿yo cuántas obras tengo aquí en el taller? 650 o más... –Es que compran arte no como obra sino como una inversión, como si compraran bonos... –Claro, si comprás un Botero después lo vendés en cualquier lado.

–¿Qué te parece arteBA?

–Yo odio las ferias. Te hacen sentir mal porque hay mucha ansiedad por vender y los artistas se sienten mal si no venden. Es un espanto. Yo nunca pensé en vender. Hacía arte porque quería y si vendía, era un milagro...

–¿Este dominio del mercado y esa ansiedad por vender condiciona­n la producción de los artistas? ¿Crean lo que pide el mercado?

–Si son malos artistas, sí. Hay muchos escultores y pintores, pero hay pocos artistas. Artistas hay contados en el mundo. Jeff Koons no es un grande. Ni Damien Hirst. Son fenómenos del mercado... No son Rauschembe­rg ni Picasso ni Dalí. ¿Qué hace que un pintor o un escultor sea artista? ¡Que sea auténtico...! Y que no se contagie con todas las corrientes que lo involucran. Y que no le haga caso a nadie. Yo abandoné los colchones porque no tenía taller en Nueva York. Y volví a los colchones, que es algo que inventé yo, y tuve la valentía de volverlos a hacer sin tener miedo de que digan que me repito. Muchos tienen miedo y piensan: “¡Ay, no, todos los años tengo que hacer algo nuevo!”. Yo hace 47 años con La Menesunda hice obra sitespecif­ic, que ahora es lo último; fui la primera artista en el mundo que hizo arte con televisión con Simultanei­dad en simultanei­dad; todo eso se está revaloriza­ndo en el mundo como obras pioneras hechas en la Argentina. Pero a la vez eso fue posible en esa época gracias a que había grandes hombres, como Romero Brest, Julio Payró, Córdoba Iturburu, que pensaban y eran filósofos... No hay ahora grandes pensadores del arte; lo que hay son críticos a los que les pagan por escribir, ese es el drama. Pero no hay filosofía del arte. El mercado arruinó todo.

–¿Cuándo empezó?

–En la década del 60 en el mundo entero había pensadores sobre el arte. Pierre Restany, Lawrence Alloway... Cuando aparece el pop rompre todas las estructura­s. Pero sobre todo porque Estados Unidos quiere ganarles a los franceses, quiere haber sido impresioni­sta, quiere haber sido fauvista, y no lo fue. Entonces con el action-painting ponen todo en sus artistas. Lo que habría que hacer aquí es poner todo en los artistas argentinos, sean buenos o malos... ¿Por qué Alan Faena gasta 100.000 dólares en traer artistas extranjero­s? ¿Por qué financia tan pocos argentinos? Porque no cree que valga la pena pagar 30.000 dólares por una obra argentina. Por eso muchos artistas no tienen plata, trabajan de profesores... Hay muchos artistas buenísimos en la Argentina. No sé si son tan geniales como yo, porque tampoco el mundo puede producir tantos buenos artistas. En el Renacimien­to estaban Leonardo y Miguel Ángel y en los 400 años siguientes no pasó nada, eran todos rococó y barrocos. Hasta el impresioni­smo. Entonces la década del 60 hizo boom. Pasó en el rock, en la literatura, en el cine. Antonioni, Fellini, Godard, Truffaut... ¿Cómo vas a comprarlos con Steven Spielberg que es puro tecnicismo? No podés, faltan ideas. La gente no cree en la abstracció­n ni en las ideas. Hace poco releí El arte de amar, de Erich Fromm, y leí Elogio del amor, de Alan Badiou. Badiou no le llega ni a los talones a Fromm. Tampoco hay ya grandes filósofos... Toda la libido quedó en Internet y en las comunicaci­ones, que fueron un cambio brutal...

–¿En qué momento empezaste a hacer a la artista que sos hoy?

–En los 60, cuando agarré el colchón de mi cama y lo puse en una obra. Con el colchón, descubrí el arte blando y después el arte pop y después el arte conceptual. A raíz de ese colchón me liberé por completo de la pintura y del relieve. Necesitaba una forma blanda, entonces agarré mi colchón y lo clavé y desde entonces soy igual. Fue un golpe de genialidad.

–¿En Nueva York te sentirías tan cómoda hoy como en los 60?

–Los americanos eran muy abiertos en esa época. Ahora no estoy tan segura. En el MoMA me encontraba todos los días con amigos y nos divertíamo­s como locos. Ahora hay miles de personas, no hay un café donde sentarse, es muy desagradab­le. Ya es un shopping. Aunque esté Picasso. Con el Pompidou es lo mismo...

–En el ´63 destruiste toda tu obra en un happening. ¿Volverías a destruir hoy todas tus obras?

–¡Sí!

–¿Por qué?

–¡Porque me gusta!

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 ??  ?? Marta Minujín, hace días, junto a una obra suya, al anunciar en su taller el documental y el libro sobre su obra en la última Documenta Kassel.
Marta Minujín, hace días, junto a una obra suya, al anunciar en su taller el documental y el libro sobre su obra en la última Documenta Kassel.

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