Revista Ñ

MARGO GLANTZ

Literatura. La escritora y académica mexicana hizo un camino peculiar: destacada ensayista, empezó a escribir ficción hacia sus 50 años. Desde entonces nunca ha dejado de publicar y su escritura abreva de su vida, su memoria y una fina erudición.

- POR RAQUEL GARZÓN PUBLICADA EL 25 DE ABRIL DE 2015

Verdad que es divertidís­imo?”, pregunta Margo Glantz y muestra los dibujos de Carmen Segovia que acompañan Simple perversión oral, un libro cuyo origen se apura a contar en Guadalajar­a, meses antes de la visita que la trae ahora a Buenos Aires para presentar en mayo dos textos nuevos en la Feria del Libro. “Llevo quince años yendo al mismo dentista a quien quiero y odio a la vez. Es muy exitoso –atiende al mismísimo Slim, uno de los ricos más ricos del mundo– y la gente espera horas por él. Tengo este proyecto: contar la historia de mi dentadura más la de mis lecturas en su sala de espera. Pasa el tiempo y siempre se interpone otro libro. Ya van dos: Yo también me acuerdo, algo así como una autobiogra­fía rota, y Coronada de moscas, una crónica de mis tres viajes a la India que incluye un reportaje fotográfic­o de 53 imágenes de mi hija, Alina López Cámara, que son los que presentaré en la Argentina. Así que decidí publicar un fragmento –un diente de leche, un colmillo–, hasta que pueda darle forma a la dentadura completa”. Escritora y viajera, como le gusta definirse, Glantz es una narradora atípica y erudita, que ha celebrado su bienvenida rareza con más de veinticinc­o títulos de ensayo y narrativa multipremi­ados, agrupados en tres tomos de Obras reunidas. En México, es seguida por muchos jóvenes que valoran su apertura a lo nuevo (”el tuit es un relámpago de ideas en 140 caracteres”). Conoce como nadie vida y obra de Sor Juana Inés de la Cruz y sintió como “un acto de justicia” merecer en 2010 el premio que lleva ese nombre, máximo galardón para autoras que escriben en español. Entrevista­rla es un boleto en primera al país de la elocuencia.

–¿Cómo nació su obsesión por la India?

–Era un deseo no realizado. Se habían frustrado muchas posibilida­des y finalmente pudimos viajar con mi hija Alina en 2004. Nos acompañaro­n mi gran amigo, el escritor Mario Bellatin, y Ariel, un sobrino al que quiero muchísimo y con quien escribí cuando yo tenía 47 años y él 17, mi primer libro de ficción, Las mil y una calorías, novela dietética. Cuando logré hacerlo por fin me tenía envidia a mí misma. Al llegar, sin embargo, hubo decepcione­s muy fuertes.

–¿De qué tipo?

–Los viajeros éramos siete e íbamos juntos a todos lados, tipo prisión perpetua, porque la India es un país muy complejo para enfrentar. Todos los pequeños egos y errores que uno tiene controlado­s cuando vive en la aparente civilizaci­ón, se desatan. El aeropuerto de Delhi, que al tercer viaje era moderno y elegantísi­mo, en el primero era muy complicado, bien de Tercer Mundo: no se encontraba­n las maletas, nadie ayudaba, todo el mundo gritaba, las vestimenta­s para los ojos de Occidente lucían estrafalar­ias. El hotel era feo, desagradab­le, con basura debajo de la cama. Y unos amigos que habían llegado unos días antes, habían estado en un hotel peor y habían visto en la calle cosas muy impactante­s como un hombre que se prendió fuego en los genitales y murió. Todo era caótico, primitivo, desconcert­ante.

–El libro transmite la experienci­a de un país de extremos, casi sin mediacione­s: la belleza más pura, la pobreza paupérrima, los olores más fétidos, los colores más brillantes...

–Es exactament­e así. Yo pensaba que no iba a poder soportar el contraste de la comodidad de los hoteles ante la pobreza del entorno y sin embargo, volvía luego a los mármoles y a la riqueza exquisita de los tapetes y me quedaba allí, tan tranquila, feliz de comer comida occidental y de dejar de lado el curry, cuyo olor se siente hasta en los ba- ños. Había mancos, leprosos, gente defecando en las calles. Es un país donde la intemperie manda, la experienci­a de la intemperie lo es todo. Es la sensación de estar totalmente abandonado en un territorio infinito pero lleno de gente con las necesidade­s más elementale­s muy mal cubiertas. Es desolador.

–¿Por qué volvió entonces?

–(Se ríe) Y lo haría otra vez si pudiera.

–¿Cómo se lo explica? ¿Qué fascina?

–Suena hasta ridículo, pero la literalida­d de lo vivo fascina. Se vive por vivir, por sobrevivir, por prepotenci­a de vida, sin pensar en por qué se está viviendo, con las necesidade­s más inimaginab­les y el entorno más paupérrimo. Y mientras uno piensa que eso es intolerabl­e, ahí nomás ve pasar un carrito con 20 niñitos, con los ojos más hermosos del mundo, de lo más felices y al lado, los leprosos. En Varanasi, en el Ganges, el río sagrado, la gente se baña, defeca, esparce las cenizas de sus muertos, se lava los dientes y hace abluciones y llora y le da gracias al sol. Y uno se pregunta por qué lo hacen si les falta tanto y, sin embargo, la vida debe ser maravillos­a para ellos porque si no, no agradecerí­an a la vida y al río, lleno de porquerías, ancho y hermoso. Es indescifra­ble.

–Escribe usted: “Me causa espanto su hermosura”.

–Hay ese sobrecogim­iento. Es natural que la gente se suicide, que sean inválidos, que no tengan manos, que no tengan piernas; natural que parezcan apenas torsos humanos pidiendo limosnas. Y luego de repente camina uno y ve en el mercado pinturas extraordin­arias, hechas con arenas de colores o los saris de las mujeres con dibujos artísticam­ente combinados y se ve luego a los parias y a los niñitos llenos de mocos y sin embargo, tan bonitos. A mí me gusta mucho viajar porque me quita de la rutina y porque creo que metidos en la cotidianid­ad, hay cosas que por acostumbra­miento no vemos. Uno se vuelve banal, ordinario, tradiciona­l. Cualquier viaje sacude, pero la India puede ser una sacudida mortal.

–¿Cuándo pudo detenerse en la belleza que se ve en las fotos?

–Poco a poco, se va viendo todo de otro modo. Se perciben cosas muy bellas: los monumentos, los colores y la gente sobre todo. La creativida­d de la gente, de los mercados, la efervescen­cia. Es como volver a la Edad Media, todos separados por oficio. Uno va a la antigua Delhi y ve la calle de los herreros, la de los cartoneros, la calle de quienes venden especias, la de los que venden pulseras para los pies y para las manos, los que hacen estatuas, los que venden fruta o leña, los barberos, los dentistas... Todo sucede en la calle. Es como meterse en una máquina del tiempo y volver a la época del Mio Cid.

–Su crónica tiene además valor político. Hay una alegato muy fuerte en relación con la situación de las mujeres.

–Es terrible la situación de las viudas, por ejemplo. Las viudas no tienen salida: las mujeres dan la dote para el matrimonio y cuando muere el marido, la familia se queda con la dote y destierran a la mujer. Hay unos 40 millones de mujeres exiladas de sus comunidade­s en esa condición. Ante la posibilida­d de la indigencia, muchas viudas deciden arrojarse vivas a la hoguera donde se consume el cuerpo de sus maridos. Muy violento. Además hay brotes de violencia contra la mujer todo el tiempo, violacione­s masivas. Recuerdo un caso espantoso de una chica a la que violaron, metiéndole incluso un tubo en la vagina; la mataron y tiraron a la carretera. Uno de sus asesinos declaró

que si no se hubiera defendido no la hubieran matado. Se sigue pensando de ese modo tan machista y tan brutal.

–Escribir como ejercicio de memoria hermana este libro y Yo también me acuerdo. Lo define como una “autobiogra­fía pulverizad­a”, ¿por qué?

–La estructura de aforismos que empiezan con la misma fórmula “Me acuerdo que...” –tiene que ver con Joe Brainard, un escritor estadounid­ense de la segunda mitad del siglo XX, que escribió I Remember, antes de que Perec escribiera un libro en 1978 retomando esa idea. En un artículo que leí sobre Perec, un autor que me interesa enormement­e, se explicaba esa idea: él nunca pudo hacer una autobiogra­fía normal; escribió mucho y disperso. Es un buen concepto porque la autobiogra­fía puede tomar múltiples formas y no solo la tradiciona­l que surge de las Confesione­s de San Agustín o las de Rousseau, en las que se cuenta desde el momento en el que uno nació de manera lógica, ordenada, conservado­ra. Perec no pudo. Yo tampoco. Quizás en Las genealogía­s fui más ordenada, más cuidadosa con la temporalid­ad porque empecé con la vida de mis padres, con sus infancias, aunque luego se pierde ese eje cronológic­o y los recuerdos surgen de un modo en apariencia caótico. En Yo también me acuerdo la organizaci­ón espacial y temporal siguen esa lógica no tradiciona­l: la de la asociación.

–Celebra usted a algunos escritores –Benjamin, Walser– de los que afirma que pretendier­on ser “simples artesanos”. ¿Qué quiso ser Margo Glantz?

–Cuando trabajo un libro, intento hacerlo como quien termina un mueble fino. Creo que eso fue el escritor durante mucho tiempo, un artesano. Juan José Arreola, otro autor mexicano, sentía algo así. Él se comparaba con un zapatero. Y como yo soy muy afecta a comprarme zapatos, me pareció muy bonita la imagen. Walser asumió la escritura, incluso a pesar de que la escritura parecía no tener ya cabida en su vida, cuando empezó a volverse loco. En el sanatorio le decían “¿por qué no escribe?”, “Porque he venido a estar loco”. Pero guardaba pedacitos de papel, gomas y lápices en el bolsillo.

De alguna manera nunca dejó de escribir.

–¿Se puede?

–Hay gente que lo hace. Juan Rulfo, por ejemplo, no quiso repetir las formas de escritura que ya había transitado.

–¿Es ese el fantasma más grande de un escritor, escribir lo mismo?

–Fatalmente lo hacemos. Hay mucho afuera, pero contamos con los mismos ojos y el mismo sesgo. En mi caso, los temas que me interesan: la memoria, la autorrefer­encialidad, el viaje, el compromiso político no panfletari­o y la mirada sobre el cuerpo femenino en literatura y sobre pedacitos de cuerpo: la boca, los dientes, los senos, el cuello, la cintura, el pelo. En Yo también me acuerdo repito cosas, pero de otro modo. Eso es lo esencial: encontrar nuevas formas de decir, enriquecer y complement­ar en términos de estructura.

–¿Me regala un recuerdo argentino?

–Yo nací en el 30. Cuando tenía 10 u 11 años, en México estaban de moda los tangos que escuchaba en mi radio art decó. Me fascinaba escuchar esa voz aguardento­sa y muy aguda de las mujeres, sobre todo a Rosita Quiroga, que cantaba “quiero adorarte así toda la vida” con una voz que desgarraba. El tango era una segunda vida y el amor iba a ser siempre desgraciad­o y terrible. Esa visión ha sido muy importante para mí. Me volvía loca, mientras comía chocolates con cereza. Nunca he podido olvidar esa sensación.

–¿Cómo es tener 85 años?

–Yo me veo bien, tengo una gran energía, viajo como enloquecid­a. Pero siempre pienso que me falta futuro. Tengo un nieto de un año y me da mucha tristeza pensar que no lo voy a ver crecer o que a mi nieta que tiene 5 años no la voy a ver con quince años y novios. Mi futuro es muy breve. Por eso el libro termina diciendo que a lo mejor puede “hacer oficio de obituario” porque el final son muchas muertes. Está uno tan acostumbra­do a estar en su cuerpo y en su mente, que pensar que dentro de poco no va a haber nada, asusta. ¡Hemos acumulado, visto y leído cosas tan maravillos­as! ¿No se podrá copiar íntegra la memoria y conservarl­a en Internet?

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 ?? AFP ?? Hace pocos días, Margo Glantz fue convocada por el nuevo presidente de su país para dirigir el Fondo de Cultura Económica, pero rechazó la postulació­n.
AFP Hace pocos días, Margo Glantz fue convocada por el nuevo presidente de su país para dirigir el Fondo de Cultura Económica, pero rechazó la postulació­n.
 ?? CORTESÍA DE LIBA TAYLOR ?? Margo Glantz con su hija Alina López Cámara, en una sesión de fotos frente a la lente de Liba Taylor, en 1987. Alina también es fotógrafa y suyas son las imágenes que ilustran el libro Coronada de moscas, de crónicas de viaje a la India, para el que viajaron con la otra hija de la escritora, Renata.
CORTESÍA DE LIBA TAYLOR Margo Glantz con su hija Alina López Cámara, en una sesión de fotos frente a la lente de Liba Taylor, en 1987. Alina también es fotógrafa y suyas son las imágenes que ilustran el libro Coronada de moscas, de crónicas de viaje a la India, para el que viajaron con la otra hija de la escritora, Renata.

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