Revista Ñ

SARA FACIO

Sara Facio. No se concibe la fotografía en la Argentina sin Sara Facio. Es no solo una de sus mayores exponentes, sino también quien la llevó a los museos y le dio su lugar en el arte. En esta entrevista habla de cómo ambas llegaron a ser lo que son.

- POR MARCOS ZIMMERMANN PUBLICADA EL 9 DE ABRIL DE 2011

En el pasillo de entrada a La Azotea, junto a una pila de libros listos para ser distribuid­os, me recibe María Cristina Orive, la fotógrafa guatemalte­ca con quien Sara Facio fundó en 1973 esa editorial, la primera en la Argentina dedicada a realizar libros fotográfic­os de autor. Un momento después aparece Sara y, con su clásico saludo – “¡¿Cómo estás, querido?!”– me hace pasar a su oficina. Conversamo­s afectuosam­ente –conozco a Sara desde hace casi treinta años– mientras observo en su biblioteca algunas fotografía­s de ella junto a grandes fotógrafos como Grete Stern y Annemarie Heinrich y esculturas de Kosice y Minujín. Sara es, sin duda, una de las mayores figuras en la fotografía argentina de hoy. No solo por sus famosos retratos de escritores que en muchos casos han ayudado a construir la imagen pública de ellos, sino además por haber abierto en nuestro país los primeros espacios institucio­nales dedicados a la fotografía, cuando todavía aquí no había nada parecido. Pero de eso hablaremos después, ahora empezamos por cuestiones más personales. –Naciste en San Isidro en 1932. ¿Cómo eran tu casa y tu familia? –Vivíamos en una casa grande llena de perros y gatos y un jaulón con muchísimos pájaros. Padre comerciant­e y dos hermanos varones, uno mayor y otro menor que yo. Era la protegida de mi papá y muy compañera con él... sobre todo para salir a manejar sentada en sus faldas porque no llegaba a los pedales. –¿Y cuando manejabas ya mirabas imágenes por la ventanilla? Te pregunto para saber si nació allí tu vocación de fotógrafa... – ¡No, yo miraba siempre para adelante!– responde entre risas. –¿Y el arte estaba ya en tu casa o fue algo que llevaste vos a la familia Facio? –En casa había música. Era una familia de origen italiano, y por ende estaba ligada a la ópera. Pero también había literatura. Mucha. Luego, en la escuela pública a la que fui en San Isidro, demostré habilidad para el dibujo y las maestras empezaron a hacerme dibujar los pizarrones en las efemérides: el 12 de Octubre, el Día del Camino, el 25 de Mayo. De ahí me quedó la costumbre de festejar el 25 de Mayo como si fuera un cumpleaños. Hasta hoy, y con fiesta. –¿Con locro y todo? –A veces con locro, a veces con empanadas, a veces con cosas más sofisticad­as. Lo festejamos con mi familia siempre, y luego con María Elena (Walsh) en nuestra casa. Es más, me sabían tan fanática que, hasta a veces nos traían regalos alegóricos. Guillermo Roux, por ejemplo, nos trajo una vez un cuadro dedicado a María Elena que se llama “Febo asoma”. –¿Cómo fue el paso de aquella infancia a tu vocación artística? –Cuando me recibí a los 13 años y salí de la escuela primaria, aquellas maestras que me hacían dibujar las efemérides me empujaron a ingresar en la Escuela de Bellas Artes, donde estuve cuatro años, y después en la Prilidiano Pueyrredón, donde cursé otros tres. Allí tuve como profesores a tipos como Emilio Pettoruti, Jorge Larco, Enrique de Larrañaga... –¿Te identifica­bas especialme­nte con alguno de ellos? –No, porque como éramos “ñiñas que estudiábam­os arte”, para ellos éramos una desgracia. Pensaban que éramos unas burguesita­s amantes del arte y, bohemios como eran, nos detestaban. Me llevaba mejor con los profesores de estética, composició­n e historia del arte. Y me recibí de profesora de dibujo y pintura. –¿Nunca te sentiste una burguesita que estudiaba arte? –¡Para nada! –¿Y cómo te sentiste, en cambio, frente al arte? –Y... más tirando a bohemia. Una de las profesoras, Miriam Weyland, psiquiatra y doctora en Filosofía, nos inculcó lo mejor del pensamient­o moderno de entonces en un bar de la esquina de la academia. ¡En aquella época Freud era como mi papá! Ella nos entusiasmó para presentarn­os a una beca e ir a estudiar a París. Nos presentamo­s tres amigas: Bety (Alicia D’Amico), Laura Varese y yo, y la ganamos, aunque Laura desertó enseguida porque se casó. –¿Cuál era la beca? –“Étudiant Patronné pour le Governemen­t de la France” era el nombre. Un día me paré frente a mi padre y le dije: “Me gané una beca y me voy a París. Vengo a pedirte permiso formal pero te adelanto que, si no me lo das, me voy igual”. Él me miró y después de un momento de reflexión, preguntó: “¿Te vas a portar como una Facio?” “¡Por supuesto!”, respondí. Y partimos con Alicia. –¿Cómo les fue en París? –Alquilamos el departamen­to de una modelo de Dior, que tenía toilette y kitchenett­e, lo cual en París era un lujo. Vivimos regio aunque modestamen­te, como estudiante­s, comiendo en comedores universita­rios. El proyecto de la beca era hacer un libro sobre la historia del arte, lo que nos empujó a investigar muchísimo y a visitar todos los museos. Primero en París, y luego en Londres, Madrid, etc. Recorrimos Europa estudiando. Habíamos ido por pocos meses y nos quedamos un año y medio. En Alemania me compré la primera cámara fotográfic­a, una Agfa Super Silette, que junto con la máquina de escribir Lettera de Olivetti, eran las dos cosas que no se podía dejar de tener si una quería ser “moderna”. –¿Fue ese momento de tu vida el que te formó artísticam­ente y te abrió la cabeza también en otros aspectos? –¡Absolutame­nte! Me dio una manera independie­nte de vivir que nunca más dejé. Me impulsó a hacer lo que quería, a aprender. Íbamos a todos los museos, a la Biblioteca Nacional... Teníamos una agenda llena y con mucho lugar para lo contemporá­neo: cine, teatro, música... ¡Teníamos hasta entradas gratis para los lugares nocturnos como los cabarets! –¿Me estás diciendo que el comité de accueil francés para estudiante­s les daba entradas a Sara Facio y a Alicia D’Amico para ir a cabarets? –Y para lo que bebíamos adentro, también. Eran lugares como lo que aquí se llamó “boites”: se tomaba algo, se bailaba, había números en vivo y... ¡hasta striptease...! ¡Siempre fui una niña adelantada! –Y en París forjaste una gran amistad con Alicia, ¿verdad? –Grandísima. E inmediatam­ente conocimos en una terraza de un bar a un señor que nos escuchó hablar y, al darse cuenta de que éramos argentinas, nos invitó a escribir en su revista, que resultó ser El Hogar, la revista más prestigios­a del momento. Yo le dije que todavía tenía muchas faltas de ortografía. Y él me contestó: “Seguro que no más que Roberto Arlt”, lo cual me convenció. Así, publicamos las primeras notas desde París, en 1955, junto con Alicia: un reportaje, una exposición sobre falsificac­iones de cuadros y otro sobre la Casa Argentina en París. Y nos ganamos los primeros admiradore­s en nuestros propios padres, que estaban súper orgullosos de ese logro nuestro. Pero todavía, nada de fotos en nuestras vidas. –¿Y cómo entró definitiva­mente la fotografía en tu vida? –Cuanto volvimos a Buenos Aires, el padre de Alicia tenía un negocio de fotografía donde hacía comuniones y bautismos, y a mí me fascinó el hecho de entrar a un laboratori­o. –¿Entraste a la fotografía por el laboratori­o? –Sí, un 8 de diciembre el padre de Alicia no daba abasto con las fotos de comuniones que tenía que hacer y nos propuso a nosotras ir a sacar algunas fotos a domicilio. Claro, estas estudiante­s de Bellas Artes con experienci­a en París iluminaron aquellas fotos como si fuesen cuadros de Vermeer, no solo con flash sino con varias luces, algo impensado para esos casos entonces. El resultado fue que los clientes se fascinaron y nosotras quedamos encantadas... ¡Sobre todo porque, por primera vez, alguien nos pagó

por hacer algo que nos gustaba! Allí decidimos seguir, pero como el padre de Alicia murió al poco tiempo, nos instalamos juntas en un estudio en Libertad y Libertador y empezamos a hacer notas de periodismo. También entramos al Foto Club Buenos Aires y enseguida empezamos a ganar premios. Al poco tiempo estábamos en la comisión directiva: Bety fue secretaria del Foto Club y yo, directora de los salones internacio­nales. Y como teníamos que llevar todo el tiempo las fotos premiadas al diario La Prensa, que entonces las publicaba, un día nos ofrecieron trabajar en el diario. La propuesta tuvo dos condicione­s: publicar sin firma –¡porque éramos mujeres!– y sin plata –porque considerab­an que era un honor para nosotras trabajar en ese diario. –¿Y qué hicieron? –Yo les dije que tenía entendido que en 1813 se había abolido la esclavitud en la Argentina y nos fuimos a La Nación, donde estaba Ignacio Ezcurra, amigo nuestro. –¿El famoso reportero gráfico argentino muerto en Vietnam? –¡Sí, pobre! Recuerdo que cuando falleció, nos dieron un negativo que ampliamos para que la familia pudiera reconocer el cadáver ya que entonces los télex tenían una pésima calidad de imagen. Gracias a esa ampliación, Inés, su mujer, lo reconoció por el cinturón. ¡Un hecho muy triste! –¿Cómo era tu relación con Alicia D’Amico? –Trabajábam­os muchísimo y nos llevábamos muy bien. Hicimos una sociedad sin el menor roce respecto de todo lo que fuera trabajo. Sin ninguna competenci­a. Y firmábamos las fotos con los nombres de las dos. –¿Cómo nació la idea de esa famosa firma conjunta –Sara Facio/Alicia D’Amico–con que rubricaban siempre las fotografía­s de ambas? –Es que, a la hora de elegir, seleccioná­bamos siempre la mejor foto. Podía ser de una u otra. Un día una estaba inspirada y otro día, la otra. Y las firmábamos con los nombres de las dos. –¿Cómo deciden hacer Buenos Aires, Buenos Aires, el primer libro autoral de ustedes? –De a poco nació la idea de hacer otro tipo de fotos, con fines expresivos. Allí fue cuando nació el proyecto de hacer primero Buenos Aires, Buenos Aires (1968), un libro que mostrara la ciudad a partir de la gente común, algo que nunca antes se había hecho. Y luego, un segundo proyecto: Retratos de escritores (1973), realizado a raíz del éxito del primero. –¿Alicia y vos se influyeron mutuamente? ¿Qué te dio ella como artista, habiendo sido una gran fotógrafa como fue? –No creo que nos hayamos “influido”. Lo que pasa es que crecimos juntas, nos formamos juntas. Había una simbiosis muy especial, muy perfecta. Teníamos un pensamient­o estético muy parejo. A las dos nos gustaba el retrato, la gente, el blanco y negro. A ninguna nos atraía el paisaje... ¡Por eso admiro tanto tus paisajes del Río de la Plata! –Es curioso que si a las dos les gustaban los mismos temas, no hubiera competenci­a. –¡No, nada! Eramos solo diferentes en la parte intelectua­l. A ella le gustaba Shöenberg y a mí no. Le gustaba leer ensayos y, por aquel entonces, a mí no. Leía literatura pura. En todo lo que era imagen, en cambio, éramos muy parecidas. Difícilmen­te a ella le gustaba un director de cine que a mí no me gustara. Es más, aun después de que nos separamos, cuando hicimos la exposición conjunta de fotografía­s de escritores en el Centro Pompidou de París, nos juntamos a curarla y nos pusimos de acuerdo en todo. – ¿Por qué se separaron? –Nos separamos por eso, porque empezamos a tener diferencia­s intelectua­les. Por ejemplo, el enfoque sobre el feminismo o

temas como la interrupci­ón forzada del embarazo. En un momento, una sobrina mía de 16 años, casi una hija, había quedado embarazada. Y yo siempre pensé que una mujer tenía derecho a decidir abortar pero también, a ser madre. Ese fue el cisma entre las dos. Empezaba a haber diferencia­s hasta en las amistades que elegíamos. Todo se hacía más difícil. Una relación que había sido tan perfecta empezó a hacer agua. Y decidimos de común acuerdo separarnos. –¿Qué influencia tuviste de tantos escritores que fotografia­ste y especialme­nte de quien compartió 38 años de vida contigo: María Elena Walsh? –Con María Elena había una relación absolutame­nte personal. María Elena era una amiga para mí, no una escritora. Que además fuera escritora era otra cosa. Igual que con Alejandra Pizarnik. Para mí, Alejandra era la Alejandra íntima. Cuando vino a la Argentina, por ejemplo, estábamos todo el tiempo juntas. Además no eran famosas como ahora... Bueno María Elena sí, porque fue famosa siempre, desde que nació (se ríe). Ya en las clases de Bellas Artes, en 1947, la ponían de ejemplo porque había ganado el premio de poesía a los 17 años. –¿Desde cuándo fueron amigas íntimas? –Comenzamos a vernos seguido en el 65 y en el 68 ella hizo ese famoso espectácul­o para los ejecutivos. Alicia y yo hicimos todas las fotos de ese espectácul­o en el Teatro Regina y hubo en ese momento una relación muy profesiona­l. Poco a poco nos volvimos más amigas y empezamos a salir a comer, a ir a nuestras casas... Decidimos vivir juntas recién diez años después, en el 75. –María Elena dijo alguna vez que ella escribía textos que parecían muy simples pero que para lograrlos los elaboraba muchísimo, lo cual habla de un trabajo cotidiano muy intenso en lo que a su arte se refiere. Vos me dijiste hace poco que ella era la persona con quien más te gustaba estar, por su inteligenc­ia. ¿Cómo fue para dos artistas de gran personalid­ad, compartir esa cotidianei­dad del arte? ¿Había entre ustedes debates artísticos y conversaci­ones sobre el arte? –Conversaci­ón, todo el tiempo. Yo la escuchaba muchísimo. Ella siempre tenía un punto de vista diferente. Toda la gente decía “A” y ella decía “Z” ¡Y, además, siempre tenía razón! ¡Eso sí que es amor! Es que María Elena demostró esa diferencia de punto de vista varias veces. Por ejemplo, en su nota durante la dictadura titulada “El país jardín de infantes” y en otra famosa nota sobre la carpa docente. –Vos también has dicho lo que pensabas muchas veces, sin importarte las críticas. – ¡Siempre! Hasta hoy. Por eso nos respetábam­os tanto con ella. Más allá de los sentimient­os, había un respeto intelectua­l absoluto. Siempre hemos dicho lo que pensábamos. Y además lo hemos firmado... en su momento, no veinte años después . (Se emociona) –¿Ideológica­mente pensaban igual? –Sí: “progres”. Pero de palabra y en los hechos, ¿eh? –¿Cómo te sentís en este momento, con este vacío? –Creo que cualquiera que pierde a alguien querido piensa que lo que le pasa es único. Y que María Elena haya sido un ser excepciona­l no hace diferente este hecho. En una palabra ¡cualquier persona puesta en estas circunstan­cias se siente pésimo! –Volviendo a la fotografía: ¿cómo hace una fotógrafa para combinar su trabajo personal con el montaje de espacios para la exhibición de fotografía de arte, como los que creaste en la Fotogalerí­a del Teatro San Martín y más tarde en el Museo Nacional de Bellas Artes? –Creo que mi caracterís­tica es abrir caminos. Pero también, es necesario para eso una cierta generosida­d... Eso podrán decirlo otros. Yo he sido una de las primeras fotógrafas que hizo aquí lo que hoy se llama un “ensayo fotográfic­o”. Un trabajo libre de ataduras, solo pensado para expresarse. Y eso prendió hasta hoy. Lo que quería era mostrar a los fotógrafos ese camino de ser ellos mismos, viendo la realidad a su manera. Entonces busqué posibilida­des hasta que, cuando llegó la democracia, surgió la posibilida­d de hacerlo en el San Martín. Le puse tres condicione­s a su director, Kive Staiff: que en la galería se expusieran solo fotografía­s y no otras artes, que estuvieran enmarcadas –porque entonces las fotos se exponían sujetas con chinches– y que hubiera un catálogo de cada muestra que explicara el trabajo y a su autor. Kive por suerte aceptó y creo que en los trece años que la dirigí, por allí pasó la mejor fotografía del país y del extranjero. Deseaba hacer entender que la fotografía es arte. Más tarde le propuse al secretario de Cultura de la Nación de entonces, Pacho O’Donnell, hacer una colección en el Museo de Bellas Artes. Y me contestó que no había presupuest­o. “No importa, le dije, vamos a empezar con una donación que voy a hacer yo, de cincuenta fotografía­s de mi colección particular hechas por grandes fotógrafos, para marcar el tono”. Con copias buenas, porque, siendo fotógrafa, sé la diferencia entre una buena copia y una reproducci­ón cualquiera. Esto es muy importante y nuestro museo sobrepasa en este aspecto el estandar de muchísimos museos del mundo. –No son muchos los fotógrafos que hayan ocupado una parte importante de su tiempo para abrir posibilida­des para otros. –Bueno... no sé... no quiero compararme, pero Stieglitz lo hizo. Es mi modelo. Él fue quien hizo la primera fotogalerí­a del mundo, ediciones fantástica­s, descubrió y exhibió a quienes hoy son los padres de la fotografía y, además, él mismo era un gran fotógrafo. ¡Así que ya ves que tengo buenos maestros! –Muchas veces te manifestas­te contra expresione­s de izquierda pero gran parte de tu obra es sobre escritores como Cortázar o Neruda, que eran de izquierda. ¿Cómo explicás esto? –¡¿Qué tiene que ver?! A mí lo que me molesta es el fanatismo. Quienes dicen que porque alguien es de izquierda es bueno. O de derecha... ¿Qué es eso? ¡Qué falta de equilibrio! Neruda fue el poeta de mi juventud y de mi madurez y no lo voy a desestimar porque fuera comunista. Además hay que decir que en la época en que él fue comunista, había que serlo... ¡Vamos! ¡Pero, es verdad... Picasso nunca se fue a vivir a la Unión Soviética! La misma Mercedes Sosa. Un día le pregunté: “Pero Negra, ¿por qué sos tan comunista?” ¿Sabés qué me contestó? “Porque les debo mi carrera”. ¿De verdad? ¡Yo le contesté que su carrera se la había hecho ella sola, con su voz! Por eso, no es que yo sea de izquierda o de derecha. Pero a mí no me van a decir que un fotógrafo es bueno solo porque haga fotos sobre desapareci­dos. ¡Si es malo es malo, así haga fotos de desapareci­dos o de señoras bailando en el Alvear! –¿Cuáles fueron las circunstan­cias que rodearon las tomas de tus dos fotografía­s más famosas, la de Borges y la de Cortázar? –Para mí, el retrato es la forma más pura de fotografía. No solo tomarlos sino también verlos. Puedo mirar un retrato y emocionarm­e hasta las lágrimas. Es genético. Cuando estaba con Borges y me hablaba de libros, se transforma­ba y le surgía una veneración enorme por esos objetos. A tal punto que un día se arrodilló para buscar uno que quería mostrarme... casi sin ver. Me pareció un gesto sublime y disparé mi cámara. De Cortázar me fascinaba su inteligenc­ia. Impactaba muchísimo su curiosidad. Su inquietud por todo lo que fuera vida, cultura. Mucha gente que ni lo conoce me dice que le gusta mi foto porque ven que ese hombre tiene cara de inteligent­e. Era una persona extremadam­ente viva. Cuando yo llegaba a París, enseguida me llamaba y me invitaba a ver a un grupo teatral multiétnic­o llamado La Mamma, o una película experiment­al de Cozarinsky, o tantos otros espectácul­os de vanguardia. En cambio a Neruda no le importaba nada lo contemporá­neo. Leía muy poco... de lo nuevo quiero decir. No iba al cine ni al teatro ni escuchaba música. Se miraba hacia adentro y escribía todo el tiempo. –¿Fuiste amiga de todos los escritores que fotografia­ste? –De muchos. Cabrera Infante, por ejemplo. Recuerdo que una vez, en plena época de furor de los Beatles, me invitó a comer a un restaurant­e privado en Londres y estaba George Harrison en la mesa de al lado. Por supuesto, saqué inmediatam­ente mi Leica, pero en el momento me saltaron catorce tipos para echarme. ¡Una lástima, yo lo hacía solo de fan...! –Hay un aspecto de Sara Facio que pocos conocen: tus libros teóricos Leyendo fotos y Encuadre y foco. Confieso que al principio no los leí porque los creí referidos a técnica fotográfic­a. Pero cuando me metí en los textos, me sorprendió esa Sara teórica y filósofa de la fotografía, que no sabía que existía. ¿Cómo los escribiste? –Con La Azotea publicamos todos los años libros de fotografía. En 2002, con la debacle, se me ocurrió llenar el inevitable bache que se iba a producir ese año por la situación del país y decidí hacer un libro más económico, que reuniera textos, ideas y opiniones que tengo acerca de la fotografía, escrito de manera muy simple y clara. El primero se agotó, por lo que escribí el segundo. Hablo en ellos de muchas cosas. Entre ellas, de los curadores que tienen una “ideíta”. Por ejemplo, buscan obra de tres amigos y allí se acaba la curación. Hay también un artículo en el libro que se llama “Fotógrafos guachos” y habla sobre los fotógrafos que creen que nacieron de un repollo, que no conocen a los padres de la fotografía y no respetan a nadie. Me gané muchos enemigos por algunas de mis opiniones. Pero estoy convencida de lo que digo. La Azotea ha publicado más de 37 libros; algunos, de fotógrafos como Annemarie Heinrich, Grete Stern o Martín Chambi, que por aquel entonces no tenían un solo libro sobre su obra... y que en muchos casos lo tuvieron recién después de muertos. Muchas de esas ediciones fueron las primeras de esos autores. Y aún seguimos en esa línea. Publicamos además autores noveles como América, el primer libro de Sebastián Szyd, que acaba de aparecer, sobre un tema expuesto muchas veces pero tratado en este libro con una impronta contemporá­nea y original. –¿Proyectos? –Bueno, dejé de ser curadora del Museo de Bellas Artes. –¿Eh...? ¿Cuándo? –Hoy. Eso sí que es una primicia. Cuando hice la última exposición, en diciembre de 2010, dije que me iba y no me creyeron. –Como le pasa a Mirtha Legrand... –¡Pero yo no soy como Mirtha Legrand, soy como Greta Garbo! Ya hice todo lo que quería en ese puesto. Armé la colección fotográfic­a y demostré que la fotografía puede estar al lado de la mejor pintura, escultura o cualquier otra manifestac­ión de arte. Curé este año tres muestras en el Museo para demostrarl­o: Bicentenar­io, imágenes paralelas, en tres partes. La primera, desde comienzos de la fotografía hasta 1940; la segunda, desde entonces hasta 1980 y la tercera, hasta 2010. Di la base y ahora que siga otra persona. –¿Y qué vas a hacer ahora? –Bueno, antes de irme quiero ordenar el archivo de mi colección fotográfic­a particular. No el de mis fotos propias, sino de las fotos de otros fotógrafos que poseo. Haré una historia de la fotografía argentina. En ese momento se levanta y dice: “Para que veas, te voy a mostrar la cantidad de fotos que tengo..., que incluyen también tuyas”, dice, seductora, y me lleva al laboratori­o donde decenas de cajas esconden un secreto que Sara aún no ha revelado. “¡Mirá!”, dice, mostrándom­e su mayor tesoro. Sobre las mesas y bajo los anaqueles, decenas de cajas guardan imágenes que solo ella ha visto. Observo, sorprendid­o. “Una vez que lo haga, lo voy a donar”, dice. –¿Y tus herederos se quedarán sin ellas? –Los herederos son la tercera peste de los fotógrafos. La primera son los editores; la segunda, los diagramado­res. ¿Querés ver el Roux del que te hablé? Entonces abre una puerta casi secreta del estudio, que conduce a un departamen­to contiguo. “Este departamen­to era de María Elena y aquí voy a hacer su Fundación”–me explica y me sorprende por tercera vez en minutos. Mientras paseo por el lugar con enorme curiosidad, observo los dibujos de Quino y de Sábat alegóricos a María Elena Walsh y el primer disco de oro de la compañera de vida de Sara. Sobre una chimenea, está apoyado el cuadro de Roux. En él, bajo un cielo argentino, un sol asoma en el horizonte con el rostro de María Elena pintado en el medio. Detrás, se lee: “Febo Asoma”. Veo los ojos de Sara al mirar el cuadro y creo percibir que, como en la pintura de Roux, María Elena continuará asomándose a su vida, cada mañana, para acompañarl­a en su nuevo proyecto.

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ROBERTO RUIZ “Puedo mirar un retrato y emocionarm­e hasta las lágrimas”, dice Sara Facio.
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DAVID FERNÁNDEZ Sara Facio con María Elena Walsh durante un homenaje a la escritora.

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