Revista Ñ

SVETLANA ALEKSIÉVIC­H

- POR MARINA ARTUSA DESDE MILÁN

Quince diálogos y encuentros con primeras figuras que dejaron una huella perdurable en la cultura argentina y global de los últimos quince años. En esta breve selección incluimos a quienes no participar­on de antologías anteriores ni ediciones especiales. Los materiales privilegia­n entrevista­s realizadas hasta 2017, a fin de no reiterar artículos de reciente publicació­n. Con el mismo criterio hemos exceptuado a personalid­ades no menos relevantes que serán abordadas en lo que queda de este año. La galería fotográfic­a es una simple golosina para el recuerdo, una manera de volver a visitar obras y artistas admirados. Cada una de estas voces resulta indispensa­ble para interpreta­r nuestro tiempo.

Acaricia el soldadito de plomo. Le pasa el pulgar por la cara lustrosa, como si quisiera despertarl­o de su sueño. Svetlana Aleksiévic­h se encariña con el chiche que le dio el fotógrafo: “Pertenece al ejército blanco que combatió contra los bolcheviqu­es en la Revolución Rusa”, dice ella en ruso –la única lengua que habla–, mientras lo acuna en la mano, como más de una vez habrá sentido el impulso de acunar a quienes dan testimonio en las crónicas que escribe y por las cuales fue premiada con el Nobel de Literatura en 2015. Reflexiona, desencanta­da, sobre la revolución que destronó a los zares y coronó el comunismo hace cien años: “La Revolución Rusa ha sido una trampa –dice Aleksiévic­h–. Si hace un siglo no hubiera existido la guerra civil, habríamos asistido a un proceso evolutivo, lento; pero Rusia hoy sería distinta. Cada revolución es un retroceso. No tengo esperanza en ninguna revolución”.

–¿Cómo se leen hoy las consecuenc­ias de lo que sucedió hace un siglo?

–Vemos el retorno de la idea comunista. Los populismos que se están afirmando no son más que una expresión de la idea comunista, aquella promesa de hacer el bien a todo el mundo. En los últimos cuarenta años me ocupé de reconstrui­r la historia de la Revolución Rusa. Conversé con compañeros de Lenin, analizo los días de Putin y la disolución de la URSS.

–¿Hay algo para celebrar?

–Cuando se lo pregunto a las personas de mi generación, dicen que sí, que hemos destruido al comunismo y que hay una especie de libertad. Algo de esto hay. La gente viaja al exterior y en las casas hay más bienes y comodidade­s que en el pasado. Pero no estamos para festejar la gran victoria sino una victoria modesta. No la hemos logrado, pero comprendim­os que la libertad es un camino largo.

–¿Es consciente de ser la última cronista del imperio ruso?

–Sí. Lo he hecho durante cuarenta años. Escribí la historia que he vivido. La mayor parte de mi vida transcurri­ó en este imperio. Y día a día he escrito lo que veía, lo que vivía. Llevo décadas escribiend­o sobre el modo en el que fácilmente se mata y se muere por una idea.

–¿Cómo es ser cronista y testigo a la vez?

–Es simple. ¿Qué hace el cronista? Anota lo que el testigo cuenta y lo que ha vivido. Lo difícil es transforma­r todo eso en literatu-

ra sin alterar la credibilid­ad. Cómo, entre centenares de testimonio­s, elegir los que de manera más clara e inequívoca representa­n el período que quiero contar. Para cada obra recojo entre 500 y 700 voces y, por lo tanto, escribir un libro me lleva entre siete y diez años. Hace horas que llegó a Milán desde Minsk, donde vive en un dos ambientes que ni el casi millón de dólares del Nobel le hará cambiar. “Quiero vivir con las personas de quienes escribo. Tengo siempre un oído muy atento a lo que sucede en la calle –afirma–. Flaubert decía de sí mismo que era un ‘hombre-lapicera’. Yo me siento una ‘mujeroreja’. Cuando voy por la calle y escucho frases, exclamacio­nes, pienso en cuántas novelas desaparece­n sin dejar señales. Una parte de la vida humana, la hablada, escapa a la literatura”. Así, empalmando testimonio detrás de testimonio, Aleksiévic­h ha escrito sobre la Segunda Guerra Mundial, la guerra soviética en Afganistán, el desastre nuclear de Chernobyl y el colapso de la Unión Soviética.

–¿Creó un nuevo género literario?

–No soy la única que en la literatura rusa intenta poner en el centro de una obra literaria los testimonio­s. Tolstoi, cuando escribía Anna Karénina o Guerra y paz, en su propio diario anotaba que no es cuestión de inventarse la vida. Es suficiente describirl­a tal cual es. –Su escritura es desnuda, sin artificio. ¿Cuánto le importa el contenido y cuánto la forma de su relato?

–Cuando entrevisto a una persona, enseguida advierto si será importante en mi relato o no. Si lo es, vuelvo a verla cuatro, cinco veces, y le dedico cincuenta páginas, cien. Me doy cuenta en la sinfonía que comienzo a escuchar en mi cabeza si un testimonio será media página o diez. El artificio literario está y hay un gran trabajo de literatura pero lo que está en mis libros es lo que ha dicho el entrevista­do y lo que yo he visto y he percibido.

–Usted ha confesado que, pese a la crudeza del tema, escribir Voces de Chernobyl sobre la catástrofe nuclear de 1986 fue menos difícil que reunir testimonio­s sobre la guerra porque, al ser una tragedia sin antecedent­es, la gente lograba abrir su corazón con un poco menos de dificultad.

–Escribir el libro sobre Chernobyl fue difícil porque se trataba de un evento que la humanidad no había jamás vivido en su historia. Luego sucedió lo de Fukushima (en 2011) pero allí se utilizó lo que se había aprendido de Chernobyl. En cambio, cuando ocurrió Chernobyl, la gente salía con los chicos a los balcones para hacerles ver lo que sucedía y les decía: “Mirá bien, acordate de lo que estás viendo”. Había una luz color violeta. La gente no sabía que estaba de frente a la muerte que asumía nuevas semblanzas. Recuerdo haber llegado horas después de la explosión y ver a tantos militares y soldados haciendo guardia con fusiles. Yo les preguntaba: “¿A quién le piensan disparar?”. No tenían ni idea de qué era la radiación, ese enemigo que no se podía combatir con un fusil.

–¿Nos cuesta hablar de la guerra?

–Escribir sobre la guerra es muy difícil. La guerra está acompañada de dolor, de sufrimient­o. Pero desde que el mundo es mundo, los hombres siempre han hecho guerras. Existe una cultura de la guerra. Para los rusos, la Segunda Guerra fue la Gran Guerra Patria. La ven como una guerra necesaria que sirvió para defenderno­s. Por eso no aceptaban que yo entrevista­ra (para La guerra no tiene rostro de mujer) a mujeres que participar­on y contaban el horror con pequeños gestos cotidianos. En Afganistán en 1979, que fue una guerra criminal, la situación ha sido diversa. Lo interesant­e ha sido indagar en las peculiarid­ades de cada guerra. Lo difícil es comprender cómo en la guerra el hombre no pierde la propia racionalid­ad.

–¿Usted pertenece a la generación soviética o postsoviét­ica?

–Es interesant­e. Cuando la URSS colapsó, cuando llegó la Perestroik­a y comenzó el movimiento democrátic­o, yo ya tenía 40 años. Toda mi vida había transcurri­do con personas soviéticas. Mi educación, mi familia, mis amigos eran soviéticos. El país se despedazó y comenzó una nueva vida. Algunas naciones de Asia Central se acercaron a Turquía. Los países bálticos se volcaron a Europa y los eslavos empezaron a combatir entre sí. Soy una persona de ideas democrátic­as y, desde hace cuarenta años, no hago más que estudiar la vida del “Homo Sovieticus”, el hombre que vive de ideas comunistas. En el laboratori­o marxista-leninista que montaron los comunistas surgió un hombre nuevo, soviético, que no se parece a los demás. En los últimos veinte años hubo una tentativa de construir algo nuevo pero no lo hemos conseguido. ¿Por qué? Porque el hombre que vivió en el lager no puede cruzar de punta en blanco del otro lado de la reja y crear condicione­s de libertad y democracia. Hemos construido una nueva URSS donde no hay casi ninguna experienci­a de libertad. Ha aparecido lo que yo llamo “el Hombre Rojo”, compuesto por generacion­es que idealizan el pasado.

–¿Cómo es la versión 2017 de este “Homo Sovieticus”?

–Venga a Moscú. Encontrará a millones. Es alguien que detesta a los refugiados. En Europa, bien o mal, se lleva adelante una política para recibirlos. En cambio, en Rusia las fronteras están blindadas. Además, todavía hay una conciencia militariza­da; sigue predominan­do la idea de que vivimos rodeados de enemigos de quienes debemos defenderno­s. En la escuela jamás nos enseñaban cómo forjarnos una vida feliz sino que nos educaban para morir por la patria. En Rusia no existe el individuo. La gente está englobada en un único cuerpo social y el “Homo Sovieticus” se angustia cuando no tiene reglas preestable­cidas. Sin el comunismo, está desorienta­do y busca depositar en otro las riendas de su vida. Muchos lo han hecho con la iglesia, que ahora los gobierna. Hoy Putin se convirtió en una figura que propone la gran Rusia contra todos.

–”Nuestro tiempo llega a nosotros como de segunda mano”, dice usted en el libro donde analiza el colapso de la URSS. ¿Cómo es vivir así? –Hace treinta años pensábamos que la libertad estaba a mano. En realidad, veíamos la libertad en la vidriera de Occidente. Estamos volviendo al pasado. Se abren museos dedicados a Stalin; hay una rica mitología sobre lo que fue. Estamos involucion­ando.

–¿Se siente una sobreviven­te? –Como todos. Todavía tenemos mucho de soviéticos.

–¿Cuánto de ese “Homo Sovieticus” reconoce en usted?

–Dice Dostoievks­i: “Provenimos de la misma locura”. Recuerdo que mis entrevista­dos me decían: “Yo me abro y te cuento lo que he vivido porque sólo un ‘Homo Sovieticus’ puede comprender a otro ‘Homo Sovieticus’”. Aunque mi padre haya sido un comunista hasta el final de su vida y aunque haya sido educada en un ambiente totalitari­o, yo logré salir, con gran dificultad, y me considero una persona del mundo, aunque el “Hombre Soviético” permanece en mí.

–¿De qué tomó conciencia luego de haber transitado los tiempos soviéticos y postsoviét­icos?

–Hay una pregunta que me atormenta y a la que todavía no hallé respuesta: ¿Por qué nuestro sufrimient­o no se convierte en libertad? ¿Por qué todos nuestros esfuerzos resultan vanos?

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 ??  ?? “El ciudadano ruso hoy detesta a los refugiados; Rusia tiene sus fronteras blindadas”, decía la premio Nobel en un café de Milán.
“El ciudadano ruso hoy detesta a los refugiados; Rusia tiene sus fronteras blindadas”, decía la premio Nobel en un café de Milán.

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