Se puede enseñar a leer
Fue aproximadamente por 2006 cuando empecé a escribir sobre los seminarios que Josefina Ludmer había dictado en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires entre 1984 y 1986. Lo había imaginado como un trabajo de dos años, como mucho tres. Entre tanto ya pasaron más de diez y todavía no termino. Y no solo porque advertí que para asir algo de aquellos espesos y controversiales acontecimientos de transferencia era necesario reponer también tanto lo realizado en los grupos de estudio clandestinos que había armado durante la dictadura como lo acontecido durante las clases junto al “equipo”, es decir, junto al grupo de jóvenes que la acompañaron en el armado del mítico Seminario “Algunos problemas de teoría literaria” en 1985 (hablo de Alan Pauls, Ana María Amar Sánchez, Ana María Zubieta, Nora Domínguez, Gabriela Nouzeilles, Mónica Tamborenea, Adriana Rodríguez Pérsico, Claudia Kozac, Matilde Sánchez y Jorge Panesi). Cuando me pregunto, entonces, por qué sigo escribiendo sobre los seminarios Ludmer vuelvo sobre la indeclinable exhumación de los restos de las complejas e inquietantes operaciones de enseñanza que allí desplegaba desconcertando las higiénicas representaciones expandidas de la teoría mientras interrogaba su función en la formación de profesores y de investigadores. Pero hay algo más: Ludmer funda desde la universidad pública argentina una de las usinas activistas más osadas y prolíficas alrededor de la teoría literaria. Un activismo que pasa, fundamentalmente, por la fantasía de intervenir en el campo a partir del aporte de conceptos a pesar de las desinstitucionalizaciones provocadas por las dictaduras y la precariedad. Un activismo que actúa y que contagia: en esa línea puede leerse su concepto “modos de leer”; también la reinvención de sus enseñanzas vía la categoría de “guión conjetural” que Gustavo Bombini ensaya muchos años después, entre otras derivas. Este activismo da cuenta de una posición política y ética agenciada a partir de la teoría: “En la sociedad se enfrentan modos de leer”, afirmaba. Y luego: “Esos modos de leer son formas de acción”. Y: “La Teoría Literaria vendría a explicar esos ‘modos de leer’: las controversias, los debates”. En la Argentina de la posdictadura Ludmer enseñaba Teoría literaria porque la imaginaba un factor desencadenante de productividad no sólo profesional: reinventada, llevaría tanto a escribir otra literatura, otra crítica y otra didáctica como a leer de otro modo el mundo. Un modo reflexivo en el que los textos de la biblioteca universal y cosmopolita a los que enviaba con urgencia caían juntos con los objetos de por-aquí-nomás (esta no era sino una de sus tantas performances desacralizantes). Introducir sus clases en las investigaciones sobre la circulación internacional de las ideas ya no es una tarea por-venir: estos restos impulsan análisis no sólo sobre cómo “viajan” las teorías sino también sobre cómo se apropian mientras se acuñan otras. Entre sus categorías, una se impone: si algo han enseñado los seminarios Ludmer, eso es a desnaturalizar los “modos de leer”, a hallar las razones para las acciones que se realizan no sólo en un aula o en un “laboratorio”. Nos queda a nosotros resolver cómo tramitamos la apropiación de este legado. Nosotros: los que la elegimos como maestra prescindiendo de la legitimación que confiere el “haber-estado-ahí”. La escritura, por la que tanto batallaba en aquellas clases, habilita esta posición que es también una forma de heredar. O dicho en sus términos: nuestro “modo de leer”.