Qué hacer ante una cultura voraz y creciente
Vivimos quejándonos de que ya no hay tiempo y morimos por leer, ver series, ir al teatro, al cine, a los museos y llegar a casa y volver a ver series, películas y a leer. Y dormimos poco. Una vida no basta; quisiéramos, como decía Vittorio Gassman, tener dos: una para ensayar y otra para actuar. Cuando nos volvemos conscientes de qué deseamos (aunque Lacan diga que nuestro deseo es el deseo del otro) y queremos pasar al hacer, resulta que nuestros sentidos se bifurcan y multiplican. La desesperanza nos gana: el universo es de verdad infinito, como podrían serlo nuestras bibliotecas, o un archivo digital cinematográfico o una playlist que se ha convertido en el mayor de los pecados estéticos y, a la vez, en una solución para nuestra voracidad musical: un walkman del siglo XXI que dispone de una cinta sinfín. La cultura nos desborda, nos dice que la palabra misma se volvió inabarcable y dice tanto de nosotros y al mismo tiempo, ya no dice nada específico. ¿Qué queda por fuera de la esfera de la cultura? ¿Alguien había pensado que una receta de cocina, un catálogo de moda o una crítica de un videojuego iba a ser parte de nuestra lectura en una revista de cultura semanal? En Ñ eso ha sido y seguirá siendo posible porque el concepto de cultura crece mucho más allá de cualquier definición. Pues ahora ya no cabe duda de que es así y entonces descubrimos una enorme y floreciente biblioteca hecha por antropólogos y cocineros que nos indica que allí había un tesoro folclórico y exquisito que merece estar en una publicación cultural. Conocer sobre los mundos que concurren al de la comida y al de las tensiones históricas que explican por qué una comunidad cocina y come determinas cosas y deja de lado otras -sin olvidar que ahora hasta las flores entran en un plato-, se volvió intrigante y suma argumentos cuando se indaga en la identidad de un pueblo, o de un cruce cultural en épocas de hibridez. Hay más botones de muestra. Cuando empezamos a prestar atención a la vestimenta, vislumbramos allí una historia de un país y un estudio de la moda que los sociólogos descubrían y nosotros difundíamos. La cultura se volvía un concepto madre, protector y enorme que llevó a que el Museo de Arte Moderno de Nueva York desplegara videojuegos en exposición. Hasta las manos del artesano que crea joyas se vuelve interesante e interpretable, tal como lo hizo el gran sociólogo Richard Sennett. Ocurre lo mismo con el trabajo de un luthier o un productor vitivinícola que nos devuelve en una botella un objeto artístico; los géneros musicales bastardos como la cumbia estudiados en el Conicet y también con la pregunta sobre qué es hoy el arte. Son polémicas que en Ñ siempre producen nuevos capítulos.