Permanencia de un pacto de lectura
Son 15 años en los cuales la historia completó los vuelcos del siglo XX. Si en la década final del siglo pasado se había masificado Internet y asistimos a la extinción relativamente muda del campo comunista, dos coordenadas mayores para el campo de la cultura;, después de 2003 vimos cambios cruciales que todavía no podemos interpretar de un modo cabal: el nacimiento y caída de la cultura alternativa de los blogs y fotologs –que algunos juzgaron un nuevo continente– y la revancha de las redes sociales. Durante unos años, esto significó un salto inédito en el acceso y la distribución de la opinión y la influencia. Los medios clásicos, que aun se publican en papel o que han seguido sus pautas éticas, ya no pudieron ejercer algunas de las atribuciones en las que se basaba su autoridad. Se vieron obligados a numerosas estrategias, algunas contrarias a su razón de ser, para competir en seducción e impacto con un nuevo ingrediente, irrestible como una canción pegadiza o una foto porno: lo viral ya no espera al lector, lo persigue y le salta al cuello para entrar en sus sueños. De todos los cambios, el más influyente fue que ya no existe política que pueda prescindir del marco cultural. Es el legado de un mundo globalizado, en que todo debe ser sobreinterpretado ante una diversidad abrumadora. Más moderna en su enfoque y gráfica, la Revista Ñ, que heredó temas y algunos códigos de los antiguos suplementos culturales, consiguió imponerse en ese contexto y persistir a través de todos los albures. Ninguna revista puede encontrar lectores en base a la memoria compartida y el pasado, apelando solo a la melancolía. Ñ siempre buscará recrear la vitalidad de la cultura argentina, en su relación con el mundo, detectando las zonas creativas de mayor potencial para dirigirse al presente, a los nuevos lectores. Se trata de una relación de complicidad con el lector, que deja abiertas las posibilidades de la pedagogía y también del disenso. Al mismo tiempo, la Argentina tuvo sus evoluciones: atravesó el kirchnerismo, una era en que la cultura fue no solo central sino que se volvió un conjunto de axiomas, motivando cierto empobrecimiento discursivo a la par de una retórica exuberante. No obstante, hacía muchas décadas, desde la inauguración del C.C. Recoleta, durante el alfonsinismo, que no se creaban instituciones culturales, como el CCK y Tecnópolis. Y museos provinciales recuperados se convirtieron en sedes de la vida cultural de sus ciudades. Cuando Ñ salió a la calle, la literatura escrita en la Argentina parecía embarcada de manera un tanto obsesiva en la autoficción; un escritor como Fernando Vallejo observaba que una novela que no estuviera escrita en primera persona le parecía poco creíble, una ficción falsa. Hoy los lectores privilegian los géneros documentales, gusto que se aprecia en las series (que hace 15 años empezaban a desperezarse en las pujantes señales de cable) pero también en el teatro y la narrativa. Ñ acompaña esos deslizamientos. Es que entre todo lo que cambió en 15 años, también se transformaron –y de manera radical– los lectores y espectadores. La noción misma de pueblo fue reemplazada por la de audiencias de redes sociales y consumidores de relatos en pantalla, una ciudadanía digital cuyo principal rasgo parece ser, al mismo tiempo, cierto conformismo en medio de la crisis permanente. No se trata de lectores y consumidores de cultura que se distingan por su fidelidad: el teléfono smart y la sencillez del click y el pulgar han convertido sus adhesiones en inmediatas, caprichosas y efímeras. Cuanto más incierto luce el panorama, más agradecemos los indicios. En esa mutua confianza, en la cómplice curiosidad por el futuro, se basa este pacto de lectura.