JULIO BOCCA
Retrato del bailarín más popular. Integró el American Ballet Theatre, bendecido por Barýshnikov, y fundó una compañía nacional. Hizo de la danza un espectáculo masivo y fue su propio empresario.
Quince diálogos y encuentros con primeras figuras que dejaron una huella perdurable en la cultura argentina y global de los últimos quince años. En esta breve selección incluimos a quienes no participaron de antologías anteriores ni de ediciones especiales. Los materiales privilegian entrevistas realizadas hasta 2017, a fin de no reiterar artículos de reciente publicación. Con el mismo criterio hemos exceptuado a personalidades no menos relevantes que serán abordadas en lo que queda de este año. La galería fotográfica es una simple golosina para el recuerdo, una manera de volver a visitar obras y artistas admirados. Cada una de estas voces resulta indispensable para interpretar nuestro tiempo.
Colgar las zapatillas de ballet–esas que cuenta ya ha empezado a regalar– y “no hacer nada”. Eso quiere Julio Bocca por estos días, los de las últimas giras antes de su anunciado retiro, después de veintisiete años de deslumbrar al mundo con los “giros ultrarrápidos y explosivas vueltas en el aire”, que recordaba recientemente el diario The New York Times, al despedirse del bailarín y de su “enorme pasión llenando las formas clásicas”.
Tener la agenda en blanco, “limpia y pura” como la Antártida a la que sueña embarcarse. “Estoy regalando mis cosas de baile: zapatillas, mallas, todo... Voy limpiando; ha sido maravilloso pero quiero cerrar esta etapa para empezar otra. Hacer espacio en mi casa, vivir de otra forma, el día a día, ver qué pasa...”, cuenta Bocca, copa de champán en mano, brindando por la jubilación que con cuarenta años en el cuerpo, lo convertirá más en leyenda de la danza y en peatón, que en semidiós alado capaz de dar saltos de dos metros. Con serenidad oriental, el artista que popularizó el ballet en la Argentina y llegó a ser, en 1986, bendecido por Mijaíl Barýshnikov, primer bailarín del American Ballet Theatre por 20 años, se despidió del público estadounidense con una gala en 2006. Ahora lo hace en casa con el Ballet Argentino: este fin de semana y el próximo baila en el Teatro Opera Adiós hermano cruel para ofrecer después distintos programas y recorrer el país.
Uno puede atravesar con la mirada al hombre que ha llegado a las corridas de un teatro a otro (de un ensayo en el Opera al 5to piso del Maipo, vestido de calle, 1,72 m y enfundado en jeans, remera a rayas, anteojos negros y gorra de baseball). Pero no, no encuentra las alas. Fuera del escenario, El bailarín Bocca es un tipo corriente, quizá con una pizca de seriedad (¿o de desconfianza?) hasta que la sonrisa afloja la dureza inicial. Seguidor de Boca Juniors, adicto a la música, de la que abusa en los aviones una vez ajustado el cinturón de seguridad (“No me separo de mi I-pod y escucho de todo: puedo saltar de la Mona Jiménez a la Bersuit, Celia Cruz o Chayanne”), contesta cada pregunta mirando a los ojos. Habla pausada y francamente. Mueve mucho las manos, como si su cuerpo necesitara entrenarse aun estando sentado.
–Después de casi tres décadas de ballet, ¿podría explicarle a alguien que nunca estuvo sobre un escenario qué siente un bailarín mientras danza?
–¿La verdad? La sensación es la misma que cuando vas a una disco y bailás con pasión. Algo muy parecido se vive en las peñas con las chacareras o en las milongas con el tango. Una sensación muy personal de libertad. No quiero dar la idea de que el ballet es diferente porque simplemente no lo es. Si te dedicás a lo clásico, claro, necesitás estudio, técnica, disciplina. Y además contás una historia. Pero cualquiera tiene la sensibilidad para bailar. Quizá no todos manejan el ritmo, pero sí pueden encontrar el placer, el cosquilleo: soltarse, relajarse.
–¿No tiene el bailarín entonces la sensación que transmite desde el escenario, cuando salta, la de ser un andinista del aire?
–No, no pasa por ahí. Es raro de explicar porque también vivo esa experiencia como espectador. Pero al bailar solo disfruto y trato de manejar mi cuerpo casi inconscientemente, de no pensar, de sentirme lo más liviano posible y que todo sea muy como si nada. Para mí es cotidiano andar por los aires, no le doy un significado especial y creo que gracias a ese efecto natural logro transmitir sobre el escenario. Lo comparo con los cuadros: vas a un museo y una imagen te impacta y decís: “¿Cómo hizo eso?”. Mejor no averiguarlo, quizá la pintó en un cuarto casi oscuro.
–Siempre fue agradecido con lo que la danza le dio. Pero ¿qué cree haberle dado usted? ¿Cómo definiría el estilo Bocca?
–Una dinámica, una miga de ritmo tal vez. Comparado con otros bailarines de mi época, siempre he sido el más rápido, el más ágil. Los directores de orquesta se han enloquecido conmigo porque terminamos un ballet completo cinco o diez minutos antes de lo previsto. Yo no mido dos metros y eso hace que mi cuerpo sea más manejable, pero más allá de esta condición física, existe una búsqueda, un desafío: sentir que llegás al límite de lo posible. Hay obras que podría bailar aunque me sacaran la cabeza. Están tan incorporadas, que salgo a bailar y no pienso en lo que tengo que hacer. Por eso, como director, a veces me da mucha bronca cuando le digo a un bailarín que “el brazo debe ir ahí”, y le cuesta lograr la posición. Tengo que repetirlo tres, cuatro, cinco veces hasta que reclamo: “Pero no sos tan descoordinado, es cuestión de usar la cabeza, de decir ‘el brazo tiene que ir ahí’, y punto”.
–Pero los circuitos no siempre funcionan tan bien.
–Lo sé, pero también se educan, ¿no?
–¿Es riguroso como director?
–Si, si, si. Es que yo creo que en la danza hay que tener mucha disciplina para, justamente, no estar pendiente de nada en la función. Reconozco que tengo una ventaja: una memoria de grabador. Puedo ensayar un ballet de tres horas y aprenderlo en cuatro días, aunque a otra gente le lleva mucho más. Pero ese tiempo extra, para mí, es tiempo perdido y a veces transmito esa impronta también como director.
–¿Existen rasgos que distingan a los bailarines argentinos?
–Si, que acá lo hacemos todo a pulmón. No hay condiciones estructurales que le permitan a un joven educarse a la vez en la danza y seguir estudiando. Yo hice hasta séptimo grado. Después empecé primer año y comenzaron las giras de ballet. Me quedé libre. Volví a empezar y me fui contratado a Venezuela. Tenés que elegir entre educar la cabeza o el cuerpo. No hay estructuras que te permitan educarte integralmente, como si existen en otros países. Cuando yo viajaba y bailaba en el resto del mundo, mis compañeros, primeras figuras todos, me decían que yo era muy tímido. Es cierto que a veces existía el inconveniente del idioma, pero otras, el problema era que no tenía idea de lo que estaban hablando, porque no había recibido una educación. Ellos tenían una base, una preparación cultural muy buena, podían hablar de cualquier cosa. Yo me sentía de alguna manera un ignorante. En eso, con bailarines de otras partes del mundo hay una diferencia atroz.
–El suyo es un retiro largamente anunciado. Ahora que llegó el momento, ¿le da miedo tener la agenda en blanco?
–Hay días y días. Sobre todo este año, cuando fui a España en marzo me cayó la ficha. En Madrid, donde cumplí 40, después de bailar por última vez me dije: “Ah, ya está. Acá sí no vengo más”. Y había días en que se me pasó por la cabeza preguntarme qué pasará después, cómo será, si me acostumbraré.
–¿Qué se respondía?
–Que al comienzo será lindo. Yo siempre supe con dos años o tres de anticipación adónde iría, qué vuelo tomaría, qué iba a bailar, con quién, cuántas notas haría. Eso ya no va a estar. El 22 de diciembre se termina y no tengo nada programado, salvo mi deseo de viajar a la Antártida. A eso, a la agenda vacía, quizás, le tengo un poco de miedo. Pero siempre está mi psicólogo, que me ayuda con este proceso. Trato de no fantasear. Prefiero ver lo que me pasa en el día a día, y adónde la necesidad o las ganas de hacer algo me llevan. Disfruto muchísimo dirigiendo el Ballet Argentino. Me gusta eso; estar del otro lado. Siento que sé mucho, que lo viví y que puedo volcar esa experiencia como director... Bocca hace un silencio. Confiesa que a lo que más le teme del tiempo libre es a “empezar a joder a los demás”. Y explica: “Venir de visita acá y preguntar una y otra vez ‘y ahora qué hacemos’, mientras los demás tienen trabajos pendientes”. “Acá” es la oficina de su socio, Lino Patalano, que lo representó desde 1985, y fue el coartífice de la explosión que convirtió a un talentoso bailarín en una estrella internacional, capaz de llevar el ballet a la Bombonera, de bailar rock en el Luna Park, de llegar al cine de la mano del español Carlos Saura, de actuar en Broadway y de ser señalado a comienzos de este año por la revista People como el único argentino en una lista que reúne a las cien personalidades hispanas más influyentes en la vida estadounidense. Pocos saben cómo se decidió esa alianza: “– Yo soy representante de artistas populares– explicó (Lino) a Julio. –Y yo quiero ser un artista popular– replicó el bailarín. –Bueno, hagamos una prueba de tres meses– le propuso Lino. –Hagamos una prueba de tres años– insistió Julio”. Poco más de dos décadas después de este diálogo, que reproduce la periodista Angeline Montoya en su reciente biografía Julio Bocca. La vida en danza (Aguilar), Bocca es una marca registrada que ha sabido conjugar arte con olfato empresario. Dirige desde hace 17 años su propia compañía –el Ballet Argentino–, tiene una fundación con su nombre y como maestro forma nuevos bailarines en la Escuela de danza y comedia musical que codirige con Ricky Pashkus, desde hace más de una década.
– Usted cambió la relación del público argentino con el ballet; se lo ha señalado, incluso, como “el Vilas de la danza”. ¿Es consciente de haber propiciado el ingreso de un público masivo a un mundo reservado a unos pocos?
–Sí, pero no hay que olvidarse de que en la Argentina el ballet fue muy fuerte en otra época. Y sin ir tan atrás, en los 60, José Neglia, Norma Fontenla y varios más viajaban al interior y hacían una gran cantidad de funciones. Existía un público y colas que daban tres o cuatro veces la vuelta al Teatro Colón llenando espectáculos de ballet. Había clubes de fans, cada vez que salía una bailarina, le chiflaba el grupo contrario. Yo lo que hice fue recuperar eso y hacer, si, funciones al aire libre, gratuitas. Mi meta era llevar el ballet a la cancha; lo más popular entre nosotros es el fútbol y quería que el público pudiera tener una relación similar con la danza.
–Admitamos que el ballet gozó de popularidad, pero había prejuicios: para el público masculino, ver danza se asociaba con la homosexualidad; su propuesta fue una bisagra que les permitió a los varones disfrutarla. ¿Se siente el artífice de ese cambio?
–No sé... Creo que ayudó también la democracia y otra vivencia de la libertad. Se relaciona con cómo la gente fue cambiando su visión de la homosexualidad. Traté de quitar la imagen que se tenía del bailarín encerrado en una cajita de cristal. Fino, delicado, siempre pulcro y vestido de traje, que no podía hacer tal o cual cosa. Yo hice desnudos en Playboy, di millones de notas, me fui de joda... Quise mostrarme como soy, mantener mi personalidad. Recuerdo que cuando gané, a los 18 años, el V Concurso Internacional de Ballet en Moscú, me llevé un traje porque me obligaron. Era un traje azul que no combinaba con los únicos zapatos marrones que tenía. Todo me parecía imagen, imagen, imagen. Al comienzo lo asumí, pero después me dije: “Este no soy yo. No gané la medalla vistiéndome bien.”
–¿Tiene muchos cafés pendientes para esta nueva etapa?
–Algunos. En marzo hice una fiesta en Madrid, para celebrar mis 40. Invité amigos, gente a la que quiero y admiro. Iba a ser algo chiquito, íntimo. Y de golpe, me encontré con 100 personas. Y me di cuenta de que había en ellas un cariño especial hacia mí como persona. Me shockeó y les dije: “Ahora voy a tener el tiempo para poder conocerlos y que me conozcan”.