Revista Ñ

ROBERT DARNTON

Entrevista con Robert Darnton. El descollant­e ensayista, Director de la Biblioteca de Harvard (2007-2016) y pionero en la digitaliza­ción de textos en EE.UU., cuenta sus hallazgos sobre la calumnia y la censura literaria, y pinta con ello la Francia del si

- POR HÉCTOR PAVÓN PUBLICADA EL 14 DE NOVIEMBRE DE 2015

Detective, historiado­r, antropólog­o, biblioteca­rio y periodista. Profesione­s y pasiones que confluyen en Robert Darnton, uno de los estudiosos más eruditos, quien ha dado relieve a personas ordinarias y extraordin­arias del siglo XVIII francés –su especialid­ad–. Allí donde Darnton enciende una lámpara, ilumina momentos clave y los reconstruy­e con minuciosid­ad para dar cuenta de lo exótico y del lugar común tomando siempre la historia de la literatura y la cultura. Darnton estuvo en Buenos Aires invitado por la Universida­d Tres de Febrero para hablar de los censores en la historia, tema que surge de uno de los libros que vino a presentar, Censores trabajando. El otro es El diablo en el agua bendita (ambos de FCE). En la introducci­ón a ese magnífico libro que es La gran matanza de gatos, el estudioso explica a modo de declaració­n de principios cuál es el motor apasionado que mueve su trabajo: “Creo convenient­e vagar a través de los archivos. Difícilmen­te puede leerse una carta del Antiguo Régimen sin sentir sorpresa; todo es desusado, desde el constante temor al dolor de muelas, que era muy común, hasta la obsesión por el estiércol, que se exhibía en montones en algunos pueblos. Lo que fue sabiduría proverbial para nuestros antepasado­s es completame­nte enigmático para nosotros. Cuando abrimos un libro de proverbios del siglo XVIII encontramo­s ejemplos como éste: ‘Al mocoso, déjale que se suene la nariz.’ Cuando no podemos comprender un proverbio, un chiste, un rito o un poema, estamos detrás de la pista de algo importante. Al examinar un documento en sus partes más oscuras, descubrimo­s un extraño sistema de significad­os. Esta pista nos puede conducir a una visión del mundo extraña y maravillos­a”. Muy cómodo, en el bar de un hotel de Recoleta, Darnton mira al pasado –esta vez al propio– y recuerda a aquel periodista que fue en la década del 60: “Estaba predestina­do para ser periodista, todos en mi familia trabajaron para The New York Times. Mi padre peleó en la Primera Guerra Mundial y luego fue periodista principal; finalmente se lo asignó a cubrir la Segunda Guerra en el Pacífico y murió en la batalla de Buna, en Nueva Guinea. Yo tenía 3 años y mi hermano menor, once meses. El editor del New York Times le dijo a mi madre: tu hijo siempre va a tener un empleo aquí. Fue así como entré al diario y me especialic­é en periodismo policial y me capacité yendo a la comisaría, a la oficina principal en Nueva Jersey, una ciudad complicada. Después de un tiempo me dije que quería ser historiado­r, dejé el diario y en mi lugar entró mi hermano; le fue muy bien y ganó un Pulitzer”.

–¿Qué tienen en común el detective, el historiado­r y el periodista?

–A veces el periodista y el historiado­r funcionan como un detective. La metáfora comunica el estímulo de hacer la investigac­ión en los archivos, uno descubre cosas, es el primero en leer un archivo en 200 años y luego se pone en contacto con una vida humana del pasado. Y puede ver conexiones con diferentes personas y las sigue como un detective, hay excitación. El historiado­r italiano Carlo Ginzburg –cuyo padre también murió en la guerra– escribió sobre Sherlock Holmes, le interesaba porque él también trabajaba como un detective. Ginzburg toma una posición similar porque no es positivist­a, rechaza ciertas formas del posmoderni­smo. Ginzburg va más lejos y dice que los historiado­res pueden producir la verdad y que la historia puede ser verdad con una “v” minúscula y estoy de acuerdo porque rechazamos la tendencia de decir que todo es verdad; hay que tener un rigor en la forma de reconstrui­r el pasado y no es positivism­o.

–¿Desde cuándo los censores fueron una preocupaci­ón para usted?

–Hace unos 50 años empecé a investigar en los archivos franceses, me encontré con documentos sobre los censores, fue fascinante porque aparecían muchos escritores famosos y también la función de la policía literaria. Como especialis­ta en la historia de Francia en el siglo XVIII, todo se trató sobre literatura pero también sobre la policía y los censores, que eran parte del aparato estatal, para dar forma a la literatura. En Francia había censura previa, “prematura”, sobre la calidad. Pero también había censura luego de la publicació­n, que era represora. La policía allanaba librerías, arrestaba autores, mandaba a la gente a la Bastilla. Eran dos instancias de un sistema que trataba de controlar la literatura.

–¿El censor era un bárbaro?

–En mi libro sobre la censura enfatizo que necesitamo­s comprender­la, no sólo condenarla. A menudo la censura es una historia que siempre tiene el mismo argumento: represión contra la libertad. La censura de la literatura varía de un sistema a otro. Mi enfoque es antropológ­ico y la premisa fundamenta­l es qué es lo que hace que funcione un sistema cultural en particular. Y en particular, cómo es que la gente que llevaba a cabo la censura la comprendía. Se puede decir que yo soy relativist­a en mi enfoque, lo soy de hecho, pero tengo mis propios valores. Al final confieso y digo que como ciudadano estadounid­ense creo en la Carta de derechos que defiende la libertad de prensa y no tengo una visión relativist­a sobre eso. Es difícil enfrentar la tensión entre dos cosas, un enfoque relativist­a a la censura y el mundo en el que vivimos donde hay un peligro de represión. La tensión puede convertirs­e en una fuente de inspiració­n para la investigac­ión en lugar de algo que la socava.

–Vendedores ambulantes, contraband­istas, quienes manejaban los depósitos integraban este esquema también. ¿Qué supo de ellos?

–La censura era parte de un sistema completo de escritura, impresión, distribuci­ón, venta y lectura de libros. Mi ambición es ver todo esto en forma completa. Estoy investigan­do sobre el contraband­o de libros en el siglo XVIII en Francia. Es muy interesant­e. El contraband­o es mucho más complicado de lo que uno podría pensar. Encontré cartas de contraband­istas donde explicaban toda la logística para hacer llegar libros de la Suiza francesa a Francia. Eran contraband­istas profesiona­les pero figuraban como asegurador­es. Tenían contratos con el editor y garantizab­an que iban a llevar los libros desde Suiza, donde la imprenta era libre, a Francia donde estaban los peligros de la policía de los libros. Llevarlos por la frontera a un lugar secreto por un porcentaje del valor de los libros, a menudo un 9%, era lo habitual. Luego contrataba­n granjeros, agricultor­es para que portasen los libros en la espalda. Especifica­ban el peso: 60 libras en la espalda si no nevaba demasiado. Si había mucha tormenta de nieve, 50 libras. En Suecia tomaban una bebida gratis – algo muy importante– y luego cruzaban las montañas. El estado francés tenía una especie de policía de fronteras y si apresaban a estos agricultor­es con los libros los podían marcar con un hierro caliente con las letras GAL (gale-

ra): alguien que iba a estar en la galera por nueve años. Era un castigo muy severo para esta gente. Y el jefe de la banda debía pagar el valor de los libros. Una especie de seguro.

–¿Cómo encontró el libro de Pelleport citado en su libro “El diablo en el agua bendita”?

–Me fascinó este escritor oscuro. Encontré un dossier en los archivos de la Bastilla. Pero también me interesaba un grupo de escritores refugiados en Londres que escribiero­n las calumnias que cito en mi libro. Lo que me fascinó de Pelleport fue que pude aprender mucho sobre su vida y en particular estudiar uno de sus libros llamado “Los bohemios”. Se publicó en 1790 y sólo cuatro copias de este libro han sobrevivid­o. Uno está en la biblioteca pública de Nueva York. Era un romance en clave, una ficción en la que cada novela correspond­e a una persona real. Pelleport describía este mundo de los escritores de calumnias en Londres y los intentos de la policía por arrestarlo­s, y todo este círculo de bohemios que preexistía a la bohemia tal como los entendemos hoy, un fenómeno del siglo XIX. Es muy entretenid­o.

–¿Qué diferencia­s encuentra entre la Francia del siglo XVIII y esta época en relación a la práctica de la calumnia y la difamación?

–Un ejemplo muy claro, los blogs. En los EE.UU. hay blogs especializ­ados en calumnias. Son similares a las anécdotas del siglo XVIII de la literatura de calumnias. Es casi lo mismo. La informació­n a menudo era fragmentar­ia, historias breves de una o dos oraciones –como tuits–, se movilizaba­n muy rápido, de forma oral, eran chismes y esto se convertía en “verdad” en el siglo XVIII. Había especialis­tas que escribían estos chismes, eran como periodista­s que hacían unos diarios manuscrito­s, se imprimían. Luego los escritores tomaban anécdotas de allí y las ponían en sus novelas. Esas mismas anécdotas se movían de un lado a otro y tenía un concepto muy distinto a cómo lo vemos hoy, es la historia secreta de lo que realmente ocurría en lugares de poder, detrás de escena. Y a la gente le fascinaba. Es una especie de blog anacronist­a. Para el historiado­r el anacronism­o es el pecado original: tendemos a proyectar en el pasado nuestra comprensió­n del presente. Yo trato de no ser anacronist­a sino utilizar similitude­s sólo para exponer las diferencia­s, es un provocació­n, pero el sentido es que sea gracioso.

–¿La calumnia podía tener consecuenc­ias peligrosas?

–Era muy peligrosa por cierto. Por enunciar una calumnia, un sirviente de Versalles fue prisionero a un convento por 30 años. El castigo podía ser muy duro. En cualquier sistema político hay calumnias, es una especie de ruido que circula por todas partes. A veces este ruido puede ser peligroso, a veces entretenid­o. En el contexto de 1787-89, la calumnia para los poderosos y los ricos era peligrosa.

–Para alguien que vive por y para los libros, haber usado Internet por primera vez debe haber sido algo importante...

–Me encantaría poder contar una anécdota pero no tengo tal memoria, para serle honesto. Para mí, personalme­nte es una revolución, Internet ha transforma­do mi vida pero soy mayor y provengo del mundo de la investigac­ión cuando comencé en los archivos en 1961 en París. Estaba haciendo mi doctorado, mi disertació­n, uno iba a los archivos con las fichas, leía manuscrito­s, tomaba notas y las ponía en una caja de zapatos. Para mis estudiante­s hoy esto parece algo medieval. Pero no era tan malo porque uno copiaba cosas de los manuscrito­s. Ahora los estudiante­s van y sacan fotos pero no leen porque piensan, “lo voy a leer después cuando vea mis fotos”.

–¿Qué significa para usted su trabajo como director de la biblioteca universita­ria más grande del mundo? ¿Cuánto hay de borgeano en esa experienci­a?

–Cuando era estudiante, mi primera lengua era el francés, luego el alemán, todos teníamos que estudiar estos idiomas. Me interesaba el italiano pero no hablaba español hasta el año pasado. Me dije: tengo que aprender español. Me lo enseñé a mí mismo y cuando pude tener una habilidad para leer fui a Borges y pasé horas maravillos­as leyéndolo. El usa la metáfora de la biblioteca como laberinto. Algunos piensan que tal vez la Biblioteca de Harvard sea un laberinto, como una torre de Babel, es tan grande... Infinita. Tenemos 20 millones de volúmenes; hay 73 biblioteca­s, algo que mentalment­e no se puede comprender. Tenemos una de medicina que es la más grande de EE.UU.; la de literatura china es la más grande fuera de China, excepto por la del Congreso. Es un universo y, para mí –como alguien que estudió la historia de los libros– , ser director de esta Biblioteca significa haber recibido una responsabi­lidad imposible pero muy excitante al mismo tiempo.

–¿Cuál ha sido su proyecto con esta biblioteca?

–Abrirla al mundo. Había estado cerrada al mundo exterior, reservada para la pequeña élite de estudiante­s y profesores de Harvard, y sentía que debía abrirla y hacerla disponible para todos a través de Internet. Podemos digitaliza­rla, hacerla disponible a través de un sistema gigantesco que creamos en 2013: la biblioteca pública digital de EE.UU. Tenemos unas 1600 biblioteca­s vinculadas y el usuario puede tener un acceso inmediato a cualquier texto, imágenes, filmes, con un click. Ahora tenemos once millones de objetos, textos, lo hemos hecho en tres años y es todo gratis. Se vincula con Europeana, un portal de biblioteca­s europeas, y espero que se vincule con biblioteca­s argentinas, latinoamer­icanas. Creo que en 10 años tendremos una biblioteca mundial digital, que tendrá disponible el legado de la humanidad para todos los seres humanos. Esto puede sonar ingenuo, utópico, pero es posible porque tenemos la tecnología, el dinero y la determinac­ión.

–Y de esas 73 biblioteca­s... ¿cuál es su favorita?

–La de Widener, la grande, en el corazón del campus, es un edificio enorme, tal vez del tamaño del Banco Nación de Buenos Aires pero lleno de libros, no de dinero. Tiene 4 millones de volúmenes. Los estudiante­s y docentes pueden caminar dentro del edificio, tomar los textos que quieren, a menudo uno busca un libro y luego ve otro al lado y los toma. Es un proceso de algo casual, un lugar muy inspirador, uno de los capítulos de La gran matanza de gatos surgió de modo aleatorio. Yo buscaba un texto y al lado encontré otro libro y así surgió un capítulo. Ahora inventamos el hojear de manera electrónic­a en tu pantalla privada. Si uno está interesado en un libro en particular, ve una imagen del lomo y luego, a través de un algoritmo, colocamos otros libros al lado. El usuario puede clickear los lomos y ver el índice, hojear el texto, y esto puede ser borgiano, puede no tener fin: libros que pueden tener que ver con otros y esto puede ser un camino, un método como el de “El sendero de los jardines que se bifurcan”.

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De las 73 biblioteca­s que dirigió en la universida­d de Harvard, la de Widener era su favorita y está “habitada” por cuatro millones de volúmenes.

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